Luis Paulino Vargas Solís
Migrantes, personas negras, personas de las diversidades sexuales y de género, musulmanes. Hacia ahí es dirigían sus discursos de odio.
Quizá su frase más celebre es aquella que afirmaba que defender el “derecho” a disponer libremente de armas, bien ameritaba sacrificar unas cuantas vidas.
Su nombre era Charlie Kirk, tenía 31 años y murió el pasado miércoles de un certero disparo en la sien. Quien disparó, un muchacho de 22, se llama Tyler Robinson. Y a juzgar por su excelente puntería, seguramente apreciaba las armas tanto como Kirk promovía que fueran apreciadas.
Líderes políticos de diversas posiciones ideológicas, incluyendo las más importantes figuras del Partido Demócrata, han condenado el asesinato y han lanzado mensajes de repudio contra cualquier forma de violencia política.
No así Trump ni su círculo más cercano.
Para Trump solo ha sido un pretexto oportuno para incentivar el odio y la división. El mismo odio y la misma división que constituían la razón de vivir de Kirk y que, al cabo, vinieron a ser la razón de su muerte.
No, Robinson, el joven asesino de Kirk, no es negro, ni migrante, ni latino, ni musulmán, ni gay. No forma parte de ninguna de esas minorías que Kirk odiaba con odio jamás disimulado. Tampoco tiene ninguna trayectoria como militante o simpatizante de ningún movimiento de izquierda, mucho menos de “extrema izquierda”, como con, tan irresponsable ligereza, se ha dejado decir Trump.
Robinson es un muchacho gringo común y corriente, cuya niñez y adolescencia transcurrieron en un coqueto vecindario de clase media gringa acomodada, y que proviene de una familia gringa común y corriente.
Todavía más: una familia muy religiosa y conservadora, de simpatías partidarias republicanas y que había votado a Trump.
De ahí salió el muchacho que vino a asesinar al gran amigo y ardoroso seguidor de Trump.
Todo es absurdo y sin sentido, pero es que, de cualquier forma, el odio, la violencia y el asesinato son siempre absurdos y sin sentido.
Absurdos, sin sentido, y también repudiables. Absolutamente repudiables. No se justifican. Nunca, en ninguna de sus expresiones. Ni el odio que Trump ha convertido en política de Estado; ni el odio que Charlie Kirk difundía en sus prédicas y que lo hicieron famoso entre la juventud blanca y conservadora de Estados Unidos; ni el odio que llevó a Tyler Robinson a asesinar a Kirk.
Echemos para nuestro propio saco. Hoy, en Costa Rica, hay quienes han hecho del odio el vehículo y el arma por cuyo medio buscan eternizarse en el poder.
Creo que todavía estamos a tiempo para lograr que triunfen la razón, el respeto, el diálogo, la solidaridad. Para que, sobre todo, triunfe el amor.
– Economista jubilado