Aunque con sorpresas, las elecciones presidenciales bolivianas confirmaron la caída del MAS y el fin de la «Revolución Democrática y Cultural» iniciada con el triunfo de Evo Morales en 2005. Un nuevo centro populista conservador encabezado por Rodrigo Paz Pereira y el ex-policía Edman Lara ganó la primera vuelta y se posicionó como favorito para la segunda, cuando deberá enfrentar al ex-presidente de derecha Jorge «Tuto» Quiroga.
José Luis Exeni Rodríguez

Las elecciones presidenciales del domingo en Bolivia marcan un punto de inflexión: luego de dos décadas de hegemonía del Movimiento al Socialismo – Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos (MAS-IPSP), bajo el liderazgo o a la sombra de Evo Morales, se inicia un nuevo ciclo político y económico. Era previsible. Diferentes factores explican este resultado, en especial la severa crisis económica y la implosión del MAS, que pasó, casi sin escalas, de partido predominante a partido marginal. Como ningún candidato obtuvo el respaldo suficiente en las urnas, el nuevo binomio presidencial se definirá en octubre en una inédita segunda vuelta (desde la inclusión de esta figura en la Constitución de 2009 nunca había sido necesaria). La gran sorpresa, que no anticiparon las encuestas ni los analistas, la dio el binomio Rodrigo Paz Pereira-Edman Lara, que expresa una cierta renovación desde un centro conservador. Competirán contra el candidato de la derecha tradicional, el ex-presidente Jorge «Tuto» Quiroga. Las fórmulas obtuvieron, respectivamente, 32,14% y 26,81% de los votos.
Desde antes de su convocatoria oficial a principios de abril, las elecciones presidenciales de este año en Bolivia estuvieron atravesadas por la incertidumbre. Había dudas sobre la institucionalidad electoral, la precariedad partidaria, la judicialización del proceso y hasta sobre la disponibilidad de recursos. La cuestión era en qué condiciones llegaría el país, que atraviesa una severa crisis económica, a los comicios. En algún momento surgió incluso la duda de si habría elecciones. Pero el camino electoral se fue allanando, aunque las elecciones del 17 de agosto no generaron entusiasmo ni adhesión mayoritaria a ninguna candidatura.
Como ya es tradición en Bolivia, la jornada electoral fue participativa, pacífica y ordenada, con hechos aislados de intolerancia, recurrente desinformación con ruido en las redes sociodigitales y ansiedad por el resultado. Según reportes oficiales del Tribunal Supremo Electoral (TSE) y de las misiones de observación electoral tanto nacionales como internacionales (Unión Europea, Organización de Estados Americanos [OEA]), la totalidad de mesas de votación se instalaron en el territorio nacional y en los recintos previstos en 22 países en el exterior. La participación fue superior a 85%. Y al final del día, dos conteos rápidos, de canales de televisión y del Sistema de Resultados Electorales Preliminares (Sirepre) del TSE, dieron los guarismos que, en principio, fueron aceptados por todos.
El tranquilo desarrollo de la votación contrastó, no obstante, con un difícil contexto de crisis, desconfianza, fragmentación e incertidumbre en el que se desarrolló el proceso electoral. La crisis económica es el gran tema de preocupación colectiva (y lo fue también de la campaña), por efecto del incremento de precios y la escasez de combustibles, de divisas y de algunos productos importados, sumada a una acentuada crisis del sistema político. La desconfianza abarca todas las instituciones, en situación de debacle, y a todas las autoridades y liderazgos políticos. La fragmentación alcanzó tanto al oficialismo, dividido en tres facciones, como a la oposición, muy lejos de la cíclica pero siempre fallida bandera de unidad. Y las percepciones de futuro, como muestra el último estudio Delphi de la Fundación Friedrich Ebert (FES Bolivia), combinan incertidumbre con rabia y miedo.
Luego de estos comicios, la institucionalidad electoral sale fortalecida, la democracia representativa se reafirma, hay un ambiente de tranquilidad con cierta esperanza y el país se prepara para una inédita segunda vuelta que definirá el próximo presidente entre Paz y Quiroga.
Con estos resultados, quedó definida también la composición de la Asamblea Legislativa Plurinacional, con bancadas minoritarias de cinco fuerzas políticas: el Partido Demócrata Cristiano (PDC) que postuló a Paz, la alianza Libre de Quiroga, la alianza Unidad de Samuel Doria Medina, la Alianza Popular de Andrónico Rodríguez y la alianza Súmate de Manfred Reyes Villa. La sigla oficial del MAS desapareció del Senado y prácticamente también de la cámara baja. Cualquiera de los dos candidatos que van al balotaje tendrá que construir acuerdos, en caso de ser electo, para garantizar gobernabilidad (aunque sea aritmética) y eficacia decisoria en la compleja agenda legislativa que necesita la futura gestión de gobierno.
Sin duda, la gran sorpresa de las elecciones del domingo fue la victoria electoral, como primera fuerza, del binomio conformado por Rodrigo Paz y Edman Lara. Ninguna de las 11 encuestas difundidas realizadas en el plazo legal lo vio venir. Todas pronosticaban empate técnico y segunda vuelta entre el político y empresario Samuel Doria Medina y el ex-presidente Quiroga, y solo una semana antes apareció Paz disputando el tercer lugar con Andrónico Rodríguez y Reyes Villa, lejos de los dos primeros. Lo que no anticiparon las encuestas ni sospecharon los analistas fue que una buena parte del alto porcentaje de votantes indecisos y del llamado «voto oculto» y volátil, que podría haber favorecido a Andrónico (del espacio político del MAS aunque compitió con sigla ajena), se inclinó finalmente por Paz-Lara.
Pero ¿de dónde sale el binomio que consiguió la sigla prestada del PDC? ¿Qué representa? Paz no es nuevo en la política boliviana. Hijo del ex-presidente Jaime Paz Zamora (1989-1993), ejerció diversos cargos legislativos y ejecutivos a lo largo de dos décadas: fue diputado, concejal, alcalde de la ciudad de Tarija y, en los últimos cinco años, senador por la alianza Comunidad Ciudadana del ex-presidente centrista Carlos Mesa. Si bien no es un recién llegado, expresa renovación de liderazgo y distancia con la política tradicional, sobre todo por el hecho de que esta fue su primera candidatura presidencial (a diferencia de los candidatos de la derecha, siempre perdedores: Quiroga y Doria Medina se postularon cuatro veces y Reyes Villa, tres).
Por su parte, Lara es el outsider que parecía no existir en Bolivia y que, sin llegar a ser el Bukele o el Milei boliviano, apareció finalmente en los comicios. Ex-capitán de la Policía Nacional, procesado por denunciar la corrupción de los altos mandos, Lara encarna una presencia y un discurso antisistema y antipolítica. El «candidato viral del pueblo», de 37 años, es muy popular en la principal red social en Bolivia, TikTok, desde donde conectó con la gente con mensajes sencillos, de su vida cotidiana, y apelaciones morales; pero también recorrió, junto a su compañero de binomio, innumerables municipios del país y conectó con el mundo popular.
Así, entre Paz y Lara lograron expresar un mensaje de cambio, la bandera anticorrupción, medidas concretas para la gente y señales de unidad. Se ubicaron lejos de la polarización y en una suerte de «avenida del medio»: ni con el viejo MAS de izquierda ni con la vieja derecha; ni con el estatismo ni con el neoliberalismo. Podríamos calificarlos de manera provisoria como de centro populista con tintes conservadores y hasta regresivos. En ese marco, como escribió Luciana Jáuregui, redefinieron el tablero político con cuatro pilares: renovación, integración nacional, religión y capitalismo popular. Un quinto pilar relevante es la lucha anticorrupción, con propuestas de reforma institucional y normativa. Con este discurso se hicieron fuertes en el Occidente andino, donde recibieron el apoyo de muchos ex-votantes del MAS, así como de gran parte del segmento cristiano y evangélico.
Este binomio se enfrentará a Jorge «Tuto» Quiroga-Juan Pablo Velasco, expresión de la derecha neoliberal, con vínculos con diversas redes de la derecha radical. Quiroga tiene una carrera política de más de tres décadas y llegó a ser presidente por sucesión constitucional tras la muerte de Hugo Banzer (dictador en los años 70 y más tarde presidente democrático). Velasco es un joven empresario digital sin ninguna experiencia en la política ni en las instituciones públicas. El binomio es la primera fuerza en Santa Cruz, el departamento más poblado del país y pujante en la economía, y concentra el voto que tradicionalmente apoya a la derecha desde las regiones del Oriente y la clase media tradicional.
Además de ser un punto de inflexión en la política boliviana, las elecciones presidenciales implican el fin de un ciclo. Entre el primer gobierno de Evo Morales iniciado en 2006 y la actual gestión de Luis Arce, que concluye el próximo 8 de noviembre, el MAS-IPSP ganó cuatro elecciones con mayoría absoluta de votos y tuvo amplias mayorías legislativas, a menudo de dos tercios del Parlamento, durante casi dos décadas, con paréntesis de un año entre noviembre de 2019 y noviembre de 2020, bajo el gobierno inconstitucional de Jeanine Áñez. Ese ciclo se cerró formalmente en estos comicios, aunque ya venía desportillado por la división interna resultante de las furibundas disputas entre el ex-presidente Morales y el actual presidente Arce, extendida a las organizaciones sociales. El MAS, impulsor de una potente agenda de transformaciones con centro en el proceso constituyente, recibió también en las urnas la factura por la crisis múltiple del mal gobierno de Arce y el desgaste del modelo económico y de gestión.
El MAS, que en el pasado congregaba el campo plurinacional popular y su densidad organizativa, concurrió a estas elecciones con tres facciones: la oficial o arcista, que se quedó con la sigla partidaria y compitió con candidato de repuesto, el ex-ministro de Gobierno Eduardo del Castillo; la «renovadora», con sigla prestada, expresada en la candidatura de Andrónico Rodríguez, dirigente campesino cocalero, presidente del Senado y ex-heredero político de Morales, quien finalmente lo declaró «traidor»; y la histórica, centrada en el caudillo Evo Morales, quien si bien no estuvo en la papeleta de votación debido a su inhabilitación, lanzó la consigna del voto nulo, que solo cuenta de manera simbólica. Del Castillo superó apenas 3% de votos y obtuvo dos diputados. Rodríguez alcanzó 8% de votación y ocho diputados electos (muy lejos de algunos pronósticos que lo veían en segunda vuelta). Y Morales consiguió que el voto nulo llegara a un nada despreciable 19,4% (en las elecciones de 2020, fue de 1,4%), lo que lo sitúa como persistente factor de poder localizado, aunque muy distante del apoyo mayoritario que tenía en el pasado. Así, en conjunto, el campo del MAS perdió toda relevancia electoral y, si acaso, tendrá que reinventarse o languidecer como organización política -de hecho, Morales ya tiene su propio partido, todavía sin personería jurídica: EVO Pueblo-.
Otro efecto del resultado electoral es que se atenuó de manera significativa la polarización entre «masismo» y «antimasismo». Ello no implica, por supuesto, la desaparición de las organizaciones y movimientos sociales, menos aún del campo «nacional popular», cuyos votantes se inclinaron esta vez, en su mayoría, por el binomio Paz-Lara. Votantes que hasta ahora apoyaban al MAS se vieron expresados en su promesa de unidad, cambio y equilibrios. En el otro extremo está Quiroga, que mantiene un discurso de enfrentamiento y de retorno al periodo neoliberal, ciego a los cambios en la economía, el Estado y la sociedad boliviana producidos en los últimos 20 años.
El cambio de ciclo sin hegemonía implica también una interpelación al sistema de representación política, a la ausencia de renovación de liderazgos (a excepción del «capitán Lara») y a la precariedad de los partidos políticos. Supone asimismo una reconfiguración del campo político, lejos del sistema de partido dominante del ciclo del MAS y cerca de un poco renovado sistema de pluralismo moderado, como en la etapa de la denominada «democracia pactada» («¿Bolivia vuelve a los 90?», como bien se preguntaba Pablo Stefanoni). Habrá que ver igualmente el rumbo de conquistas estructurales impulsadas por el llamado proceso de cambio, como la cualidad plurinacional del Estado y la interculturalidad de la democracia, ante discursos que buscan «desmontar todo» en clave de péndulo revanchista.
Una vez pasados los comicios, la agenda inmediata era blindar la legitimidad de las elecciones y del resultado, como condición necesaria para encaminar el balotaje del 19 de octubre. Eso parece haberse logrado, toda vez que ningún actor relevante denunció fraude (pese a las amenazas previas). El principal desafío de corto plazo es, entonces, garantizar las condiciones para la segunda vuelta: evitar el colapso económico y la convulsión social.
Por ahora, Doria Medina -quien pareció acariciar la Presidencia y quedó tercero- expresó rápidamente su respaldo a la candidatura de Rodrigo Paz, lo que, más allá de un potencial apoyo en las urnas, puede implicar una señal importante para un futuro acuerdo de gobernabilidad en el Parlamento e incluso en la gestión de gobierno. Los otros dos candidatos perdedores, Andrónico Rodríguez y Manfred Reyes Villa, reconocieron el resultado y anunciaron un proceso de reflexión y acción política en el nuevo escenario. Todavía no está claro qué hará Evo Morales desde su trinchera, arropado por el voto nulo y su núcleo duro territorial, frente a la segunda vuelta y, en especial, ante el nuevo gobierno. Las señales previas apuntan a una deslegitimación de todo lo que no sea su caudillismo vitalicio, que en su momento, como señala Fernando Molina, «representó a la izquierda, al nacionalismo e incluso a la nación».
Asumiendo que llegaremos sin contratiempos al balotaje del 19 de octubre y que habrá nuevo binomio presidencial electo y posesionado el 8 de noviembre, la pregunta por el día después se vincula con cuatro cuestiones centrales: (a) los acuerdos políticos (sean puntuales en clave de coalición) para garantizar estabilidad y mayoría en la Asamblea Legislativa; (b) la negociación con actores sociales y gremios para lograr gobernabilidad en la calle; (c) la prioritaria agenda de medidas contra la crisis económica con ajuste centrado en el mercado (¿gradual o de shock, con o sin Fondo Monetario Internacional, con o sin suficiente apoyo político?); y (d) la menos urgente pero impostergable agenda de reforma político-institucional, empezando por la reforma integral de la justicia y un posible cambio constitucional, ojalá sin tentaciones regresivas en reconocimiento, inclusión y derechos.
Muy cerca, como parte del ciclo electoral, están los comicios subnacionales de abril de 2026, que deberán ser convocados en diciembre por un nuevo TSE para la elección de gobernadores y asambleístas departamentales, alcaldes y concejales y algunos representantes regionales. Se trata de una elección que, en medio de los primeros seis meses del nuevo gobierno central, terminará de reconfigurar el campo político desde las lógicas, agendas y liderazgos de las entidades territoriales autónomas.
Lo cierto es que la «Revolución Democrática y Cultural» iniciada en 2006 se ha terminado, y con ella ha implosionado, de forma catastrófica y por mano propia, el partido-instrumento político que la impulsó y se nutrió de ella.
Fuente: nuso.org