Migrantes: también se muere en el paraíso

Línea Internacional

Guadi Calvo

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No es mucha la atención mediática que se le da a lo que sucede a lo largo de las rutas migratorias que desde África llevan, han llevado y seguirán llevando a cientos de miles de migrantes a Europa. Provenientes mayoritariamente del resto del continente, aunque también los hay asiáticos e incluso latinoamericanos.

Los recursos financieros y materiales que la Unión Europea (UE) ha dilapidado para clausurar aquellas rutas, alentando y financiando políticas represivas de los gobiernos de Marruecos, Túnez, Libia o Egipto contra las olas de migrantes que llegan a sus costas para lanzarse al Mediterráneo, o como también suceden desde Mauritania o Senegal hacia Canarias, siempre son menores a las razones que los impulsan a abandonarlo todo en búsqueda de escapar de esos infiernos que las políticas de los Estados Unidos y sus socios europeos han construido en sus países.

La desesperación es tal que ni siquiera se amilanan ante los miles de kilómetros que deben transitar por desiertos donde muchas veces son abandonados por los traficantes, para morir por deshidratación o hambre, una de las opciones más generosas. También existe la posibilidad de que sean secuestrados en plena marcha, para lo que sus familiares, en muchos casos, se deban endeudar por años para pagar el rescate o terminar vendidos como esclavos o sencillamente devorados por lo riguroso del camino. Aunque saben, muy bien, que abordar una embarcación tampoco es garantía de nada. Desde que estalló la crisis migratoria en 2014, según revelan fuentes europeas, siempre tan discretas, los desaparecidos en el mar serían unos cincuenta y dos mil.

Referíamos que es poca la atención informativa de estas tragedias, que suceden a cada momento en esas rutas, pero es todavía menor a lo que pasa en la que discretamente se ha trazado desde Etiopía a Arabia Saudita, igual de peligrosa, igual de desesperante, igual de olvidada.

El trecho que puede haber desde la ciudad etíope de Barayu, en el corazón de la Oromia, hasta Riad, la capital saudita, u otros destinos del golfo Pérsico (Ver: Etiopía: La larga caravana de los invisibles) son más de dos mil doscientos kilómetros, los que en el terreno se duplican, para lo que se puede demorar más de seis meses, si no tienen algún imprevisto.

La mayoría de los migrantes lo hacen a pie, por desiertos donde las temperaturas pueden superar los cuarenta y cinco grados. Los más afortunados cubren algunos tramos en autobuses, según la suerte de conseguir un eventual trabajo que les ayude a continuar, aunque esa posibilidad es extremadamente remota, ya que las áreas por las que transitan son tan o más pobres que las de las que provienen.

Al llegar al puerto de Obock (Djibouti) o a alguno otro en el norte de Somalia, como los de Berbera o Bosaso, sobre el golfo de Adén, se embarcan en lanchones, que los llevarán a Yemen, según el caso, a cuarenta o doscientos kilómetros de travesía.
Para la gran mayoría de estos pasajeros, ese es el momento en que por primera vez en sus vidas conocen el mar, un mar permanentemente agitado, por el tráfico de grandes barcos que, desde el golfo de Adén, intentan ingresar por el estrecho Bab el-Mandeb al Mar Rojo rumbo al canal de Suez o viceversa, ahora casi clausurado por la ofensiva houthí en defensa de Palestina (Ver: Mar Rojo, en nombre de Allah).

Este es el tramo donde el pasado domingo tres, ciento sesenta migrantes desaparecieron, cuando la embarcación, con capacidad para cien, naufragó en plena derrota. Se ha confirmado que noventa han muerto, doce hombres fueron rescatados y el resto continúa desaparecido. Este último accidente solo es uno más de los que suceden periódicamente en la llamada “Ruta Oriental”, por donde cada año transitan miles de personas, particularmente de los países del Cuerno de África (Etiopía, Eritrea, Somalia y Djibouti), aunque también hay muchos que llegan desde el sur y del oriente.

En el caso del naufragio del domingo, en la zona de Shuhrah, cerca de las costas yemeníes, la mayoría de las víctimas eran etíopes, que escapaban no solo de la falta de oportunidades, sino también de la convulsiva realidad que vive el país desde que comenzó la guerra de Tigray, que, a pesar de que formalmente terminó en noviembre del 2022, A un costo en torno de un millón de muertos, sus consecuencias económicas, políticas y sociales continúan, al punto de que para muchos las posibilidades de un reinicio del conflicto son casi una certeza (ver: Etiopía, bajo la daga egipcia).

En 2024, según la OIM (Organización Internacional para las Migraciones), cuatrocientos sesenta y dos migrantes se ahogaron en el golfo de Adén, aunque esta cifra, como sin duda sucede en el Mediterráneo y la ruta del Atlántico, los muertos sean muchísimos más. Según la misma fuente, a lo largo de 2024, casi setenta mil migrantes llegaron a Yemen cruzando el golfo de Adén. En marzo se produjeron cuatro naufragios que dejaron ciento ochenta desaparecidos.

Últimamente, son las áreas rurales de Oromía, Amhara y Tigray las regiones que más involucradas estuvieron en la guerra civil (2020-2022); son las que mayor cantidad de personas están captando las bandas de traficantes. La mayoría de estos migrantes tiene como principal objetivo Arabia Saudita, donde creen que encontrarán los mejores sueldos, sin tener siquiera con precisión dónde queda el lugar del destino, los posibles trabajos que van a realizar y sin sospechar las verdaderas condiciones de vida que, de conseguir un trabajo, les espera. (Ver: Etiopía, la brutal realidad del tráfico humano). Las que necesitan son tan o más pobres que las de las que provienen.

Un mundo por conocer

La gran mayoría de los migrantes que han tenido la fortuna de atravesar más o menos vivos el golfo de Adén, descubren que no han llegado al reino saudita, sino que están en un país llamado Yemen, que, como ellos, está más o menos vivo. Después de sufrir más de diez años de guerras civiles, operaciones terroristas, la guerra e invasión saudita (2015-2020) y los constantes bombardeos norteamericanos, británicos y sionistas contra la milicia houthies, la única fuerza militar en el mundo que en la actualidad respalda a Palestina.

Entre el punto de llegada a la costa yemení, que puede ser el puerto de Adén, hasta la frontera saudita, son aproximadamente quinientos kilómetros en línea recta, aunque las condiciones montañosas de Yemen, sumado a que el país se encuentra cruzado por grupos armados y mafias, a la caza de oportunidades, los migrantes están obligados a permanentes cambios de rutas, mantenerse a cubierto de quienes podrían asaltarlos, esclavizarlos e incluso venderlos a otras bandas que, mejor organizadas, puedan pedir rescates por ellos, permaneciendo prisioneros por años hasta que pagan su rescate por su liberación.

La actual situación en Yemen ha provocado que muchos de los migrantes queden atrapados en la ciudad de Adén y otras ciudades yemeníes, viviendo en las calles, en extremo estado de pobreza, sumando un factor más a la grave crisis humanitaria que ya viven los cerca de cuarenta millones de yemeníes. Diecisiete de ellos en estado de inseguridad alimentaria. Tres millones y medio con desnutrición grave, mientras que cinco se han debido desplazar escapando de los combates.

Para los que continúen el camino, la llegada a la frontera saudita quizás sea el punto más peligroso. No solo por el muro que Riad levanta desde hace años en la frontera, sino porque la guardia fronteriza dispara sin advertencia y al azar, generando un número de víctimas de las que nadie da cuenta.

Los más “afortunados”, aquellos que pueden ingresar a Arabia Saudita o a algún otro país del golfo, en su mayoría lo hacen bajo las condiciones que se conocen como el sistema kafala, para lo que un trabajador extranjero necesita de un kafeel patrocinador o empleador local para poder entrar, vivir y trabajar legalmente. La dependencia del empleado de su kafeel es absoluta, quien, además de retener su pasaporte y controlar sus salidas del país, dispone de él a su antojo, no pudiendo siquiera cambiar de trabajo sin su consentimiento, lo que deja al trabajador en condiciones de total dependencia, posibilitando todo tipo de abusos. Prácticamente, son desconocidas las denuncias contra algún kafeel por temor a perder el empleo.

Al tiempo que los controles estatales hacia los migrantes son constantes con razias permanentes. A la menor irregularidad, la que decide la buena voluntad o el soborno a las autoridades, el trabajador es deportado muchas veces. Sin siquiera el derecho a recuperar sus cosas y dinero, quedando al otro lado de la frontera, quizás en peores condiciones de las que llegó, debiendo aprontarse a una vuelta tan peligrosa como lo fue su viaje inicial hacia el paraíso, donde también se muere.

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