Ricardo Castro Calvo
Hombre pragmático, pero de lectura voraz. Eran pocos los libros y las materias que no dominara. La mayor satisfacción era regalarle un libro y esperar la llamada telefónica, a cualquier hora del día o la noche, para recibir sus comentarios —críticos, apasionados, agudos— como quien no sólo leía, sino digería y vivía las ideas.Don Pepe me honró con su amistad. Disfruté ser su alumno en La Catalina, en aquellos encuentros donde la conversación era la más alta forma de enseñanza. También en cada reunión, en cualquier rincón del país, donde compartía su visión con la misma claridad y sencillez que si estuviera entre amigos de toda la vida. Siempre fue un privilegio oírlo y aprender de él.
Gocé de su compañía en mis clases, en la Facultad de Derecho, para compartir con los alumnos sus testimonios de la historia viva. Era escuchar directamente al artífice de la Segunda República.
Persona de escucha. Siempre tomaba su tiempo para responder, profundo en el análisis histórico y también de la coyuntura. Podía hablar con la misma naturalidad de la Revolución Francesa, de Jefferson o de Voltaire, como del precio del café o de los retos del agro costarricense.
Su carácter fuerte era evidente, pero nunca faltaba una broma en medio de la seriedad de la conversación. Su risa, franca y contagiosa, rompía toda solemnidad sin perder el peso de su presencia.
Profundo admirador de los enciclopedistas, de la revolución americana y de la francesa, de la cultura y del arte. Tenía todas las profesiones y las experiencias: político, empresario, militar, filósofo. Pero don Pepe se enorgullecía de que, en su cédula, para la casilla de profesión, se dijera solamente: agricultor.
Héroe de la paz. En 1948, encabezó una revolución que ganó en armas, pero que triunfó en ideas. Y en el mayor gesto de civilización, abolió el ejército el 1° de diciembre de 1948. Con ello, trasladó los recursos de las armas hacia la educación y la salud del pueblo. Costa Rica, desde entonces, no volvió a gastar en cañones, sino en escuelas.
Presidente en tres ocasiones (1948-1949 de facto, 1953-1958 y 1970-1974), construyó instituciones como el ICE, el ITCR, y fortaleció la CCSS, el Tribunal Supremo de Elecciones y la soberanía popular.
Sus palabras invitaban al sueño del porvenir. Uno libre y justo. Era como Tomás Moro, a quien siempre admiró. Ambos dueños de una Utopía, no como quimera, sino como faro.
Joven de espíritu. Estudiante permanente. Hasta sus últimos días, seguía leyendo, escribiendo, recibiendo visitas de jóvenes y compartiendo ideas como quien siembra para el mañana.
Un 8 de junio, don Pepe viajó a la Eternidad. Pero su legado sigue presente, porque no pertenece sólo a un pasado glorioso, sino a un futuro posible que aún nos llama.
Sus ojos siguen iluminando el camino.
Nosotros, en gratitud.
– Especial para Cambio Político