¿Cómo se ve Rusia a sí misma?

El ideario de Putin explica su buena relación con Trump

Vladimir Putin junto al patriarca Cirilo de Moscú y todas las rusias, el Día de la Marina Rusa (2017).
Kuleshov Oleg/Shutterstock

Anna K. Dulska, Universidad de Navarra and Adeliya Bissenbayeva, Universidad de Navarra

Por si aún no lo sabe, Vladimir Putin ha encontrado una solución a la exclusión de Rusia del Festival de Eurovisión: rescatando la Intervisión, un concurso televisivo soviético puesto en marcha por Leonid Brezhnev que ahora vuelve como un instrumento más para disminuir la influencia de Occidente.

El programa pretende promover lo que el Kremlin considera “valores tradicionales”, muy alejados del pluralismo y la diversidad por los que aboga Eurovisión. No es la primera vez que Rusia pretende oponerse a Occidente imitándolo.

Más allá de las industrias culturales, este peculiar espejismo está patente también en la política. Así, mientras los países de Europa occidental firmaban el Tratado de Maastricht, que creó la Unión Europea tal como la conocemos hoy en día, de los escombros de la URSS emergió la Comunidad de Estados Independientes (CEI) y la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), que no dejan de ser unas réplicas de los modelos euroatlánticos. Rusia tiene un afán por criticar a Europa, a la vez que pretende emularla, a su manera.

La rivalidad de Rusia con Occidente hunde sus raíces en un pasado remoto y en el fértil humus de la cultura rusa. Desde que el Gran Principado de Moscú empezó a considerarse el heredero legítimo del Imperio bizantino a efectos políticos y religiosos –Moscú se convirtió entonces, desde la óptica rusa, en la tercera Roma–, Rusia en sus diferentes avatares asumió la responsabilidad mesiánica de velar por esta particular herencia espiritual, frente a un Occidente corrupto, donde los valores tradicionales fueron reemplazados por una “agresiva anti-civilización libero-secular”.

La clave de la alianza con la Iglesia ortodoxa

La tradicional alianza entre el Estado ruso y la Iglesia ortodoxa rusa ha sido clave en esta misión. Los líderes intelectuales de Rusia, bien sea Aleksandr Solzhenitsyn, o Fedor Lukyanov, miembro del influyente think tank Valdai, han apelado a dichos valores tradicionales y al cristianismo ortodoxo como el tronco de la identidad de Rusia, un país “verdaderamente” europeo, y su imperativo en la política, tanto doméstica, como exterior.

En respaldo a esta visión, el presidente Putin promulgó en 2022 un decreto mediante el cual la defensa de los valores tradicionales, tales como la dignidad, la libertad, el civismo, el patriotismo y el servicio a la patria, la moralidad o la familia, pasan a formar parte de una política estatal.

En la práctica, destaca especialmente el amor y el servicio a la patria como un valor en sí mismo. La patria, la madre Rusia, es la encarnación de la tradición y hay que defenderla a toda costa.

Basta recordar que la memoria histórica rusa entiende la Segunda Guerra Mundial no como un sangriento fruto de la agresiva alianza entre Hitler y Stalin sino como la “Gran Guerra Patria” de carácter defensivo, que estalló cuando aquel rompió el acuerdo y atacó a este. Las fechas en la Tumba del Soldado Desconocido en Moscú son buen testimonio de ello: 1941-1945. Los atroces años 1939 y 1940 quedan fuera del alcance de la memoria colectiva rusa.

El traspaso de la defensa de los valores tradicionales del ámbito religioso al dominio estatal parece tener una justificación muy pragmática y realista. La Federación Rusa es un país habitado por 147 millones de personas (2021) pertenecientes a casi 200 grupos étnicos. Ante semejante diversidad étnica, lingüística y religiosa y las actuales tendencias demográficas que apuntan al envejecimiento y una paulatina derusificación de Rusia, existe la necesidad de construir un discurso político que aglutine a gentes muy variadas en todos los sentidos.

Apelar abiertamente o intentar universalizar el mensaje de la ortodoxia rusa en un país donde entre el 10 % y el 25 % de la población confiesa el islam puede que no lleve a buen puerto, pero secularizarlo puede ser una alternativa prometedora. Así, el conservadurismo sociocultural promovido desde Kremlin parece responder al desafío de conservar las cosas como son, o como conviene que sean.

Acercamiento a EE. UU.

La agresión a Ucrania y la precedente y tergiversada lección de historia con la que Putin pretendía legitimarla iba en la misma línea. El actual acercamiento de las posiciones hacia Ucrania de Rusia y de los EE. UU. de Donald Trump es un síntoma de que esta mesiánica estrategia de Putin está funcionando, ya no solo a nivel discursivo, sino que puede que se traduzca en unas decisiones políticas de gran calado.

El relanzamiento de Intervisión no es una idea nueva. Rusia la propuso por primera vez en oposición a la victoria en Eurovisión de una drag queen en 2014; el mismo año que ocupó Crimea y condenó al fracasó a la política del relanzamiento de la relación de los EE. UU. con Rusia de Barack Obama.

Ahora, en un mundo muy distinto de aquel, ambas iniciativas vuelven por motivos diversos y en formas muy distintas de aquellos. Como empresario que es, el presidente Trump está valorando qué parte –Ucrania, Europa o Rusia– puede ofrecerle mayores beneficios, pero de lo que parece no darse cuenta es de que, desde antes de que Colón cruzase el Atlántico, Rusia siempre ha apostado por un juego de suma cero y que, con su gran ilusión por un pragmático acercamiento, puede que su homologo ruso esté creando una pragmática ilusión.The Conversation

Anna K. Dulska, Historiadora, investigadora en el Instituto Cultura y Sociedad, Universidad de Navarra and Adeliya Bissenbayeva, Doctoranda (Historia y Lingüística), Universidad de Navarra

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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