¿Putin eterno?

Elecciones, guerra y represión

Martín Baña

Nadie esperaba que el presidente ruso tuviera problemas para conseguir su quinto mandato. Con el poder bajo su control desde 2000, Putin legitimó públicamente su cargo hasta el año 2030 con 87% de votos obtenidos y con 77% de participación. A pesar del peso de la maquinaria estatal y la inhabilitación de candidatos, una porción no despreciable de la población rusa encontró su forma de protestar, aun bajo el efecto de la muerte en prisión del opositor Alekséi Navalny.

Putin

A diferencia de otras oportunidades, las elecciones presidenciales rusas de 2024 estuvieron atravesadas por la situación excepcional que se extiende en el país desde la invasión de Ucrania. Pero la guerra, que comenzó en febrero de 2022 y que todavía sigue su curso, estuvo lejos de afectar negativamente el acto eleccionario. Lo que sucedió fue, de hecho, lo contrario.

Por un lado, las sanciones económicas impuestas por Estados Unidos y Europa, así como el esfuerzo económico bélico realizado por el país, no se hicieron sentir con fuerza en los ciudadanos rusos, que continúan con su vida cotidiana –sobre todo en las grandes ciudades– como sin nada grave ocurriera. Por el otro, la contienda dio rienda suelta a un refuerzo del discurso nacionalista e imperial de Vladímir Putin, que buscó unificar a la sociedad rusa detrás de su aventura bélica y calificar de traidor –y sancionarlo de manera ejemplar– a todo aquel que efectuara críticas.

Uno de los elementos centrales de ese discurso hace hincapié en la necesidad de que Rusia cuente con un Estado fuerte y centralizado que le permita hacer frente tanto a posibles desórdenes internos como a la necesidad de reposicionarse en la arena internacional. En ese sentido, las elecciones son consideradas como un procedimiento nocivo, ya que la volatilidad de la libre competencia entre diferentes fuerzas democráticas podría poner en peligro la fortaleza estatal, debilitar sus cimientos y exponerla a las amenazas tanto internas como externas.

Putin suele poner el ejemplo de la Revolución de Octubre de 1917 y el de la perestroika a fines del siglo XX para reforzar sus argumentos autoritarios y avivar el recuerdo del desorden político y social. El resultado de esta operación discursiva se tradujo, de máxima, en un apoyo abierto a sus políticas, y de mínima, en la expresión de una esfera pública atravesada por la ausencia de un posicionamiento crítico y por el refuerzo de la apatía política.

Consecuente con su desprecio por el sistema democrático, el gobierno de Putin hizo todo lo posible por obstaculizar el trabajo de la oposición independiente y por controlar los resultados electorales: estableció un trabajoso sistema de recolección de firmas para que los candidatos opositores pudieran presentarse, extendió la jornada de votación de uno a tres días, incorporó el voto electrónico junto con el papel, utilizó urnas transparentes, instó a que las papeletas electorales se introdujeran sin ser dobladas y habilitó insólitos lugares de votación, como puestos montados al lado de árboles o en maleteros de autos.

Estas medidas se sumaron a una enérgica decisión del gobierno de no alentar ni promocionar las elecciones y, por el contrario, de hacer todo lo posible para que pasaran desapercibidas. Es decir, hacer de cuenta que nada importante pasaba. Sin ir más lejos, el propio Putin votó el viernes de manera electrónica en su residencia de las afueras de Moscú, a través de la computadora y con una actitud fría e indiferente, casi como si fuera un trámite más.

Desde el gobierno dieron por descontado que las elecciones eran más una puesta en escena para legitimar al presidente que una competencia real. Tanta seguridad había en el triunfo que el equipo de campaña de Putin utilizó en los puestos de votación un logo compuesto por la letra V pintada con los colores de la bandera rusa, lo cual aludía indirectamente al quinto mandato. A su vez, en el discurso anual que brindó a principios de marzo en la Asamblea Nacional, Putin habló como si ya hubiera sido reelegido presidente, haciendo referencia al futuro y a la implementación de diversos proyectos que tenían como fecha de finalización el año 2030 (cuando finaliza su nuevo periodo). A veces el fraude abierto no es necesario cuando previamente se han tomado los recaudos necesarios. Sin embargo, sitios como Novaya Gazeta denunciaron que cerca de 50% de los votos obtenidos por Putin fueron falsificados.

Más allá de la propaganda, las medidas preventivas y el fraude directo, lo que también influyó de manera decisiva fue la deriva dictatorial del presidente, que se reforzó luego de iniciada la invasión de Ucrania y que hizo que las elecciones no contaran con candidatos opositores de envergadura y que los miembros de plataformas críticas con su gobierno no pudieran manifestarse en las semanas previas al acto electoral, en tanto la administración putinista está decidida a perseguir y encarcelar a todo aquel que se oponga a su dirección.

Así, la sociedad se quedó sin opciones reales para enfrentar a Putin en la urnas. A su vez, desde el gobierno se ejerció una violenta presión para que los empleados estatales votaran por Putin, a riesgo de obtener sanciones o perder su empleo. ¿Para qué, entonces, mantener la ficción del voto popular? A pesar de la dictadura, el proceso electoral se mantiene porque sirve para operar como instrumento legitimador del sistema. En las elecciones pasadas, cuando ya estaban montados gran parte de los instrumentos para asegurar la reelección de Putin, había una preocupación por lograr el «70-70», es decir, 70% de votos sumados a 70% de participación electoral que mostrara de manera contundente el apoyo al presidente. En las actuales elecciones esos números se sobrepasaron -llegaron a 87%- y marcaron un récord, lo que permitió que la legitimación fuera aún mayor y que el mensaje a transmitir, ya fuera interna o externamente, fuera el de una sociedad que se encolumna mayoritariamente detrás de su líder, aunque el porcentaje no sea creíble.

¿Qué hacer?

Los otros candidatos que se presentaron a las elecciones –tres en total, la menor cantidad desde 2008– formaban parte de una oposición «controlada». Eran, en definitiva, opositores que no constituían una amenaza para el triunfo de Putin, ya fuera porque eran desconocidos para gran parte de la población o porque sus plataformas no diferían significativamente de la agenda del presidente.

Leonid Slutski, diputado de la Duma y candidato por el Partido Liberal Democrático, y Nikolái Jaritónov, también diputado y candidato por el Partido Comunista, propusieron un programa difuso que no se despegaba de la línea del Kremlin, sobre todo en lo que respecta a la continuidad de la guerra. Quien podría haber sido una voz discordante era Vladislav Davankov, candidato por el partido Gente Nueva y también diputado, ya que proponía el inicio de conversaciones de paz con Ucrania. Sin embargo, desde su lugar parlamentario había votado en su momento por la anexión de Lugansk y Donetsk, con lo que su posición no representaba una alternativa tan nítida.

La oposición «real» llegó a las elecciones diezmada y frustrada. Muchos de sus principales activistas y dirigentes debieron marcharse al exilio luego de iniciada la invasión de Ucrania, como lo evidencia el caso de Maxim Katz, quien hoy vive en Israel y ha sido condenado en ausencia a ocho años de prisión por «diseminar noticias falsas sobre la guerra».

En otros casos, la situación fue aun peor, en tanto fueron encarcelados con excusas irrisorias. Esa es, por ejemplo, la situación de Ilya Yashin –quien desde diciembre de 2022 se encuentra cumpliendo una pena de ocho años y medio de prisión por su posicionamiento público respecto de la masacre de Bucha– y la de Vladímir Kará-Murzá –condenado en abril de 2023 a 25 años de prisión por «alta traición»–. A su vez, a aquellos políticos que, como Ekaterina Duntsova y Boris Nadezhdin, habían decidido presentarse a los comicios promoviendo un discurso de oposición a la guerra o que marcaba alguna divergencia respecto del putinismo, fueron inhabilitados por el Consejo Electoral Supremo con el argumento de irregularidades en la recolección de firmas. Un simple tecnicismo que apenas disimulaba la proscripción política.

Un caso aparte es el Alekséi Navalny, el político opositor recientemente muerto en una prisión cercana al Círculo Polar Ártico en la que cumplía diferentes condenas orquestadas por el gobierno para sacarlo de competencia. Su muerte ya se había ensayado sin éxito en 2020 cuando fue envenenado.

En la última década, Navalny se había convertido en el único dirigente capaz de ejercer un contrapeso efectivo al gobierno de Putin, articulando un discurso centrado en la lucha contra la corrupción, que había dejado atrás posiciones previas nacionalistas radicales, y en ciertas ideas de justicia social. Navalny fue, de hecho, reconocido por las numerosas investigaciones sobre corrupción y enriquecimiento ilícito sobre Putin y sus allegados. En los últimos años, su popularidad fue ascendiendo cada vez más. En las elecciones para la Alcaldía de Moscú de 2013 consiguió 27% de los votos, una cifra nada despreciable para un candidato opositor, mientras que en los comicios parlamentarios de 2012 se hizo famoso por encabezar las marchas que denunciaron el fraude, lo que le valió varios días de arresto.

En las elecciones presidenciales de 2018, Navalny llegó incluso a convocar a sus seguidores a ejercer la táctica del «voto inteligente», que consistía en direccionar los votos hacia el opositor que más chances tuviera de vencer al candidato oficialista en cada circunscripción. Su detención en enero de 2021, apenas regresado a Rusia luego de recuperarse en Alemania del envenenamiento sufrido unos meses antes, generó una de las mayores manifestaciones públicas opositoras de las últimas décadas. A partir de allí, Putin no quiso correr ningún riesgo. Terminada la elección, dijo cínicamente que él ya había dado el visto bueno para que Navalny dejara el país –mediante un intercambio de prisioneros– si prometía nunca más volver. Pero «lamentablemente, pasó lo que pasó».

Sin embargo, y a pesar de su desaparición física, el legado de Navalny se hizo escuchar, como ocurrió en su propio funeral, que congregó a miles de personas. Fue el propio Navalny quien, antes de su muerte, promovió desde las redes sociales una estrategia que fue aceptada y replicada por gran parte de la oposición y los activistas que aún permanecen en Rusia –como la Resistencia Feminista Antiguerra–: el «mediodía contra Putin».

La acción consistía en que todos aquellos que quisieran manifestar su descontento contra el gobierno fueran a votar el domingo 17 a las 12 del mediodía. De esa manera, quedaban a salvo de cualquier reprimenda del gobierno –la acción era totalmente legal–, pero podían hacer oír su reclamo, ya que la iniciativa había sido ampliamente difundida por redes sociales. La estrategia tuvo un éxito importante, ya que cientos de miles de ciudadanos se congregaron en los centros de votación al mediodía, generando filas que, en algunas ciudades importantes como Moscú, San Petersburgo, Tomsk y Perm, superaron el kilómetro de longitud. Esas hileras también se replicaron en las embajadas rusas de varias ciudades de Europa –Yulia Navalnaya, la viuda de Navalny, participó de la acción en Berlín, donde reside actualmente– y de Sudamérica –Buenos Aires, por ejemplo–, hacia donde se dirigió una nutrida migración rusa luego de iniciada la guerra.

Esto último punto reviste un interés particular, ya que la elección presidencial de 2024 registró la mayor cantidad de votantes en el extranjero en la historia. En todo caso, el objetivo que estaba detrás de la acción no era solo mostrar la oposición real a Putin, sino también intentar romper con la apatía política reinante en gran parte de la población, en un contexto en donde es prácticamente imposible realizar manifestaciones públicas.

Pero esa acción no fue la única. Desde sus redes sociales, el propio Maxim Katz hizo un llamamiento a los trabajadores estatales para que rompieran con el miedo y votasen por un candidato opositor, afirmando que ello no representaba «algo malo para ellos» sino, por el contrario, «algo bueno para el país». Publicaciones digitales como Sota Project y Meduza reportaron acciones individuales que apuntaron a impugnar el modo viciado en el cual se estaban desarrollando las elecciones, como la quema de urnas en Moscú y San Petersburgo, la inscripción en las boletas de votación de consignas como «Putin asesino serial. Navalny mi presidente», o el vuelco de tinta en las urnas llenas de boletas para impedir que pudieran ser identificadas, como ocurrió en las ciudades de Volzhky y Simferopol.

En otros portales también se advirtió el peligro de votar en blanco, ya que el casillero de Putin podía ser completada luego en el recuento de los votos. Ante esto, el aparato represivo no se quedó de brazos cruzados. El sitio independiente OVD-Info reportó cerca de un centenar de detenidos en más de 20 ciudades de Rusia, a veces en situaciones insólitas, como una pareja que en Moscú fue detenida por llevar una cita del escritor George Orwell en sus bufandas.

¿Hay futuro?

Mientras en la prensa controlada se cantan loas a la victoria electoral récord y se debate qué pasará con el nuevo gabinete, si habrá un nuevo primer ministro y si ese puesto será finalmente ocupado por Dmitry Patrushev –ex-ministro de Agricultura e hijo del influyente Nikolái Patrushev, durante muchos años jefe del Servicio Federal de Seguridad y ahora miembro del Consejo de Seguridad–, el país se enfrenta a un futuro que promete, en el corto y mediano plazo, la letal combinación de guerra, represión y dictadura.

Sin embargo, a pesar de este panorama reforzado por el triunfo orquestado de la maquinaria estatal, una porción nada despreciable de la población rusa mostró en estas elecciones que está disconforme y dispuesta a actuar en cuanto la bota del amo afloje un poco su presión. Es una buena señal. La historia rusa está llena de ejemplos para mostrarnos las radicales transformaciones que sucedieron en esas ocasiones. El futuro nos dirá qué formas tomarán las próximas.

Fuente: nuso.org

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