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Días malos en la historia

6 DE JULIO DE 1796

La mala prensa de Washington: Más dolor que sus dientes falsos

«Si alguna vez una nación fue corrompida por un hombre,
la nación americana ha sido corrompida por WASHINGTON.»

–Aurora General Advertiser, 1796

George Washington estaba de mal humor cuando su segundo mandato presidencial se acercaba a su fin. El manto de estima que una vez le hizo casi invencible a la crítica había sido arrancado hacía mucho tiempo. Ahora, mientras se preparaba para retirarse a Mount Vernon tras décadas de abnegado servicio a su país, estaba siendo pisoteado en el fango partidista («zarandeado en la prensa por un grupo de infames escribas», escribió) y traicionado por hombres como Thomas Jefferson y James Madison, a quienes había considerado amigos íntimos.

«San Washington», como el Aurora General Advertiser* se refería sarcásticamente al primer presidente de la nación, fue acusado de tener pretensiones monárquicas, sobre todo a raíz del Tratado Jay, que algunos consideraban excesivamente favorable a la «aristocrática» Gran Bretaña y perjudicial para la Francia revolucionaria. «Celebra diques como un Rey», escribió Philip Freneau en el Jersey Chronicle; «recibe felicitaciones en su cumpleaños como un Rey; recibe embajadores como un Rey; hace tratados como un Rey; responde peticiones como un Rey; emplea a viejos enemigos como un Rey… traga adulación como un Rey, y vomita verdades ofensivas en tu cara». (No es de extrañar que Washington llamara a Freneau «ese bribón»).

Los críticos eran implacables en sus ataques «siempre trabajando, como abejas, para destilar su veneno, escribió el presidente». Las caricaturas publicadas lo mostraban marchando hacia la guillotina, mientras Sorne brindaba por «una muerte rápida para el general Washington». Pero, como escribiría el futuro presidente Woodrow Wilson en la revista Harpers en 1896, «A los hombres que se mofaban y se enfurecían, que hablaban de usurpación y destitución, que le llamaban ruin, incompetente, incluso traidor, no se les permitió ver ni siquiera el temblor de un párpado mientras le veían avanzar con firmeza paso a paso en el camino que había elegido».

De hecho, Washington guardó silencio ante esta venenosa censura, al menos públicamente. En privado, sin embargo, mantuvo una postura menos que estóica. Cansado, enfermo y profundamente herido, Washington arremetió contra él en una carta dirigida a Thomas Jefferson**, a quien culpaba de haber incitado en secreto gran parte de las invectivas: «Hasta hace uno o dos años, no tenía ni idea de que los Partidos llegarían, o incluso podrían llegar, a los extremos de los que he sido testigo», escribió Washington el 6 de julio de 1796. El presidente expresó entonces su incredulidad y consternación por el hecho de que, después de todos sus esfuerzos por mantener a Estados Unidos estrictamente neutral en el interminable enfrentamiento entre Gran Bretaña y Francia, «se me acusara de ser enemigo de una nación y estar sujeto a la influencia de otra». El presidente se sintió además horrorizado por las incendiarias tergiversaciones utilizadas para «probar» los enredos extranjeros por parte de su administración, proferidas, escribió, «en términos tan exagerados e indecentes que difícilmente podrían aplicarse a un Nerón, a un moroso notorio o incluso a un vulgar carterista».

«Pero basta de esto», concluyó Washington su misiva; «ya he ido más lejos en la expresión de mis sentimientos, de lo que pretendía».

El cansado y disgustado presidente contuvo aún más sus sentimientos en su discurso de despedida, publicado tres meses después. El borrador original palpitaba con la ira de Washington por el maltrato recibido, especialmente en la prensa marcadamente partidista de la época.

«Algunas de las gacetas de los Estados Unidos se han llenado de todas las invectivas que la decepción, la ignorancia de los hechos y las falsedades maliciosas pueden inventar», se desahogó en una versión malhumorada del discurso, «para tergiversar mi política y mis afectos; para herir mi reputación y mis sentimientos; y para debilitar, si no destruir por completo, la confianza que os habíais complacido en depositar en mí».

En el borrador final, sin embargo, Washington no fue más que magnánimo mientras se preparaba para dar un paso al costado y ceder el poder -de buen grado, a diferencia de aquellos monarcas con los que había sido tan injustamente comparado-.

Dejaría las interminables disputas a las generaciones futuras.

* En una época en la que el partidismo virulento se estaba convirtiendo en algo habitual en la prensa, la Aurora -publicada por el nieto de Benjamín Franklin- era un periódico particularmente antifederalista. «Si lees la Aurora… o esas Gacetas que están bajo la misma influencia», escribió Washington, no puedes sino haber percibido con qué maligna industria, y perseverantes falsedades soy asaltado, en aras de debilitar, si no destruir, la confianza del Público».

** Martha Washington, que achacaba el deterioro de la salud de su marido a los incesantes ataques que sufría, sentía un odio especial por Jefferson. Los dos peores días de su vida, dijo, fueron cuando murió el presidente y cuando Jefferson fue a Mount Vernon a darle el pésame.

Tomado del libro «Bad Days in History»