Con la agresión militar Putin pierde la legitimidad política

Enrique Gomáriz Moraga

Enrique Gomariz

Para defender las causas propias en una confrontación geopolítica, hay líneas rojas que no se pueden sobrepasar. Y esa máxima no ha sido valorada por el presidente ruso Vladimir Putin, cegado por el significativo apoyo institucional y ciudadano en su propio país. Así, todo el argumentario de Moscú sobre la ofensiva geoestratégica de la OTAN contra la seguridad de Rusia, se ha derrumbado como un castillo de naipes ante la comunidad internacional. La agresión militar a Ucrania es completamente condenable. Todo lo demás ha quedado subordinado a esa justificada condena, que, lógicamente, está siendo aprovechada por el atlantismo más rancio para justificar su dinámica confrontativa.

Con la agresión militar la madrugada del jueves 24 de febrero, Putin ha proporcionado el deseado escenario político autoanunciado por los halcones europeos y de la Alianza Atlántica. Ha logrado que la OTAN y los Estados Unidos se reivindiquen como verdaderos oráculos de las intenciones últimas de Putin, que los países de la Unión Europea reduzcan significativamente sus diferencias (al menos en público) y que la ONU, cuyo Secretario General, Antonio Guterres, no hace mucho decía estar seguro de que nunca se produciría una guerra abierta en torno a la crisis ucrania, se rasgue ahora las nobles vestiduras y condene sin paliativos al gobierno de Moscú.

En pocas palabras, con su agresión militar, Putin ha logrado galvanizar a los representantes occidentales y arrastrar tras de ellos a la opinión pública de medio mundo. Incluso China, que días antes no había tenido inconveniente de mostrarse como aliada de Rusia, está teniendo una posición más que prudente ante los nuevos acontecimientos.

Cabe la pregunta de cuales son las razones de este órdago rotundo de Putin. Son de distinto orden. En primer lugar, las de naturaleza militar. El cálculo del Kremlin acerca de la posibilidad de ganar rápidamente todo el territorio formal de las dos provincias, Donest y Lugansk, se demostró errado. El gobierno ucranio fue capaz de producir una concentración de fuerzas considerable en el Donbast, que mostró a las fuerzas contrarias (de los secesionistas prorusos y el ejército ruso) que el combate abierto iba a ser extremadamente duro. Para evitarlo, Rusia tenía que evitar esa concentración de fuerzas, logrando fijar al resto de las fuerzas ucranianas en sus lugares de origen. Para ello era imprescindible amenazar otras partes del territorio ucraniano. Y esa amenaza debía superar el estacionamiento de los destacamentos al otro lado de la frontera, por lo que un ataque militar disuasivo se hizo procedente desde un punto de vista militar. No podía ser una invasión territorial generalizada, porque las fuerzas rusas en terreno no tiene esa capacidad. Con una excepción notable: algunas ciudades fronterizas y la propia Kiev, que está a solo 60 kilómetros de la frontera con Bielorrusia (una distancia que cualquier tanque puede recorrer en menos de dos horas), donde la amenaza debe ser más evidente, colocando fuerzas a las afueras de la ciudad.

Ahora bien, esta necesidad, en términos de estrategia militar, de atacar diversos puntos del territorio ucranio, tiene un elevado costo geopolítico. Ha fortalecido el discurso del atlantismo confrontativo y se ha marginado la opinión publica europea. Puede que las sanciones económicas occidentales no sean tan graves a corto plazo para la economía rusa, pero un escenario de Rusia frente al mundo (occidental) no era lo que se planteaba Moscú. Entre otras razones, porque, si bien es cierto que Putin tiene hoy el apoyo mayoritario de los actores políticos y la población rusa, esa situación puede no mantenerse en el tiempo. La ciudadanía moscovita tiene todavía fresca la memoria de Afganistán y la idea de mantener una guerra abierta por mucho tiempo y sin el más mínimo respaldo político fuera de sus fronteras no es muy popular. Putin puede equivocarse también acerca de las consecuencias que tiene este error geopolítico en la política domestica de su país.

En todo caso, la condena insoslayable que debe tener la intervención militar rusa en Ucrania no debe hacernos perder la perspectiva de desarrollar una corriente de opinión favorable a la distensión y contraria a la dinámica de bloques. Aunque debamos lamentar la obstrucción de los medios diplomáticos, que refleja, por ejemplo, el hecho de que el presidente francés, Enmanuel Macron, haya anunciado que abandona sus acciones de intermediación y se suma a la unidad de acción europea contra Rusia. Ese quizás es un buen ejemplo de las bajas de legitimidad que Putin esta sufriendo en este enfrentamiento.

No hay duda de que Putin ha sobrepasado las líneas rojas del derecho internacional y que ello deba ser rechazado y condenado. Pero no puedo compartir la satisfacción cómplice del atlantismo rancio de haber logrado que Putin se cueza en su propia salsa. Entre otras razones, porque el fuego que alimenta ese caldo corre a cuenta principalmente de las vidas de seres humanos ucranianos.

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