Frida Kahlo

André Breton

Frida Kahlo

El 13 de julio de 1954 moría en Coyoacán una mujer irremplazable, irrepetible: Frida Kahlo

Cuerpo abierto por las heridas, alma quebrantada por el dolor, pintora de su propia vida. La recordamos hoy mediante este texto de André Breton de 1938.

Donde se abre el corazón del mundo, liberado de la opresiva sensación de que la naturaleza, la misma en todas partes, carece de impetuosidad, de que pese a cualquier consideración de razas el ser humano, hecho en molde, está condenado a no realizar más que lo que le permiten realizar las grandes leyes económicas de las sociedades modernas; donde la creación se ha prodigado en accidentes del terreno, en esencias vegetales, se ha superado en gama de estaciones y en arquitectura de nubes; donde desde hace un siglo no deja de crepitar bajo un gigantesco fuelle de forja la palabra INDEPENDENCIA que como ningún otro lanza estrellas a lo lejos, fue allí donde esperé mucho para ir a probar la concepción que me he hecho del arte tal como debe ser en nuestra época: sacrificando deliberadamente el modelo exterior al modelo interior, dando resueltamente precedencia a la representación sobre la percepción.

Esa concepción, ¿era lo bastante fuerte para resistir al clima mental de México? Allá, todos los ojos de los niños de Europa, entre ellos el que yo fui, me precedían con mil fuegos embrujadores. Veía, con la misma mirada con que me paseo por los lugares imaginarios, desplegarse a la velocidad de un caballo al galope la prodigiosa sierra que estalla al lado de los rubios palmares, las haciendas feudales arder en el perfume de cabelleras y jazmín de China de una noche del sur, perfilarse más alta, más imperiosa que en ninguna otra parte, bajo los pesados ornamentos de fieltro, de metal y de cuero, la silueta específica del aventurero, que es el hermano del poeta. Y sin esos retazos de imágenes, arrancados al tesoro de la infancia, cualquiera que fuese su poder mágico, no dejaban de hacerme sensibles ciertas lagunas.

No había oído los cantos inalterables de los músicos zapotecos, mis ojos seguían cerrados a la extrema nobleza, a la extrema destreza del pueblo indio tal como se inmoviliza en el suelo de los mercados, no me imaginaba que el mundo de las frutas pudiera extenderse a una maravilla como la pitahaya de pulpa gris y sabor de beso de amor y de deseo, nunca había tenido en la mano un bloque de esta tierra roja de la que salieron, idealmente maquilladas, las figurillas de Colima que combinan la mujer y la cigarra, no se me había aparecido finalmente, tan parecida a estas últimas por su porte y además adornada como una princesa de leyenda, con hechizos en las puntas de los dedos, en el trazo de luz del quetzal que al volar deja ópalos sobre las piedras, Frida Kahlo de Rivera.

Estaba allí ese 20 de abril de 1938, dentro de uno de los dos cubos —no sé si era el azul o el rosa— de su casa transparente cuyo jardín lleno de ídolos y de cactos de cabellera blanca como otros tantos bustos de Heráclito no se rodea más que de una hilera de «cirios» verdes, entre los cuales se deslizan por la mañana las miradas de curiosos venidos de toda América y se insinúan las cámaras fotográficas que esperan sorprender el pensamiento revolucionario como a un águila, al descalzarse, en su nido. Es que en efecto, se supone que Diego Rivera anda todos los días de cuarto en cuarto, pasea por el jardín deteniéndose para acariciar a los monos-araña, por la terraza donde asciende por una escalera lanzada sobre el vacío sin protección alguna, con su hermoso andar balanceándose y su estatura física y moral de gran luchador —él encarna, a los ojos de todo un continente, la lucha intensamente llevada contra todas las potencias del esclavizamiento, y para los míos, por lo tanto, lo que puede haber de más valioso en el mundo— y sin embargo, no conozco nada que valga en calidad humana tanto como su domesticación al pensamiento y las maneras de su mujer, así como en prestigio, lo que rodea para él la personalidad hechicera de Frida.

En la pared del gabinete de trabajo de Trotski admiré largamente un retrato de Frida Kahlo de Rivera por ella misma. Con un vestido de alas doradas de mariposa, es muy realmente bajo ese aspecto como entreabre la cortina mental. Se nos permite asistir, como en los mejores días del romanticismo alemán, a la entrada de una mujer joven, provista de todos los dones de seducción y acostumbrada a evolucionar entre hombres de genio. En ese caso, se podría esperar que su espíritu fuera un lugar geométrico: en él se hacen para encontrar su solución vital una serie de conflictos del orden de los que afectaron en su tiempo a Bettina Brentano o a Caroline Schlegel.

Frida Kahlo de Rivera se encuentra justamente en ese punto de intersección de la línea política (filosófica) y la línea artística, a partir del cual deseamos que se unifiquen en una misma conciencia revolucionaria sin que por eso se vean llevados a confundirse los móviles de esencia diferente que los recorren. Como esa resolución se busca aquí en el plano plástico, la contribución de Frida Kahlo al arte de nuestra época está llamada a adquirir, entre las diversas tendencias pictóricas que se abren camino, un valor divisorio muy particular.

Cuáles no serían mi sorpresa y mi alegría al descubrir, en cuanto llegué a México, que su obra, concebida con total ignorancia de las razones que pudieron impulsarnos a actuar a mis amigos y a mí, en sus últimas telas florecía como surrealismo. En la etapa actual del desarrollo de la pintura mexicana, que desde comienzos del siglo xix es la que mejor se ha sustraído de toda influencia extranjera, la más profundamente amante de sus propios recursos, encontraba en el otro extremo de la tierra esa misma interrogación, espontáneamente brotada: ¿a qué leyes irracionales obedecemos, qué signos subjetivos nos permiten en todo momento dirigirnos, qué símbolos, qué mitos están en potencia en una amalgama de objetos, en una trama de acontecimientos, qué sentido dar a ese dispositivo del ojo que permite pasar del poder visual al poder visionario? El cuadro que Frida Kahlo estaba terminando entonces —»Lo que me dio el agua»— ilustraba, sin que ella lo supiera, la frase recogida por mí de labios de Nadja: «Soy el pensamiento en el baño en la pieza sin espejos».

Ni siquiera le falta a este arte la gota de crueldad y de humorismo que es lo único capaz de ligar las raras potencias afectivas que entran en composición para formar el filtro del que México tiene el secreto. Los vértigos de la pubertad, los misterios de la generación alimentan aquí la inspiración que, lejos de tenerlos como en otras latitudes por lugares reservados del espíritu, se pavonea por el contrario en ellos, con una mezcla de candor e impertinencia.

Llegué a decir, en México, que no había, en el tiempo ni en el espacio, pintura que me pareciera mejor situada que ésta. Añadiré que no hay otra más exclusivamente femenina en el sentido de que, por ser la más tentadora, acepta de buen grado ser alternativamente la más pura y la más perniciosa.

El arte de Frida Kahlo de Rivera es una cinta alrededor de una bomba.

Tomado de Le surréalisme et la peinture, París, Gallimard. www.elviejotopo.com vía lahaine.org

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