Luis Paulino Vargas Solís
El argumento central de los banqueros privados y sus economistas, para oponerse a la fijación de un tope a las tasas de interés, bebe del modelo teórico de oferta y demanda, según el planteamiento simplista esperable en los cursos introductorios en las escuelas de economía de la UCR o la UNA.
La cuestión va más o menos así: el crédito es el bien o mercancía que se intercambia; los bancos son los oferentes y la gente común y silvestre es la que demanda. La tasa de interés, entonces, opera como el precio. Desde ahí se da un salto acrobático realmente espectacular, ya que, de forma implícita pero muy clara, se asume que las tasas de interés observadas en el mercado, son “las tasas de equilibrio”. Es decir, esas tasas que vemos en el mercado financiero costarricense son los precios donde los deseos de la gente por la obtención de crédito, que se expresan en la curva de demanda, se equilibran con la oferta que la banca “produce” y lleva al mercado.
El paso siguiente, también de manual básico de economía, advierte que fijar un tope a las tasas es fijar un límite a éstas que estará por debajo de la tasa o precio de equilibrio. Recordemos que ésta última permite establecer la igualdad entre oferta y demanda. Al poner un tope inferior a la tasa de equilibrio, automáticamente se darán dos efectos: los “productores” –o sea los bancos– ofertarán menos crédito, y los demandantes –o sea la gente– demandarán más crédito. Se abre entonces una brecha, y mucha gente que querría “comprar” crédito ya no podrá obtenerlo.
Se producirá así un efecto de racionamiento. A eso se refieren los bancos cuando dicen que la clientela bancaria más modesta, o sea, la de ingresos más bajos, se quedarán sin su tarjeta de créditos o, más en general, sin acceso al crédito. Acontece –según esta narrativa agiotista– que el precio, o sea la tasa de interés, ya no cubre los costos, excepto si se trata de clientes de mayores ingresos, que por ello mismo son más confiables. La clientela de ingresos más bajos es por ello más riesgosa y, por lo tanto, proveerle el servicio es más costoso. A esa clientela le darían la patada y la dejarían por fuera.
La argumentación, así formulada, parte de supuestos fantasiosos y apela a una construcción teórica comprobadamente falaz e inconsistente. Así, por ejemplo, la curva de demanda, tal cual es postulada, parte de la presunción de que es posible construirla por simple agregación o sumatoria de las demandas de cada persona. Eso es absurdo: primero, porque la interacción entre las personas cambia sus propias demandas individuales y, segundo, porque el movimiento de los precios “en busca” del presunto equilibrio, cambia las distribuciones del ingreso y, con esto, toda la función de demanda. La cuestión, entonces queda indeterminada, por lo que el equilibrio se vuelve una imposibilidad, tanto teórica como empírica.
Pero, sobre todo, la argumentación de estos banqueros y economistas, incurre en múltiples contradicciones.
Primero, suponen que esa clientela de humildes ingresos, está dispuesta a “comprar” crédito a precios exorbitantes (tasas arriba del 40% o incluso por encima del 50%), todo conforme a los principios de racionalidad del “consumidor soberano”. Si el modelo tuviera algún sentido –pero claramente no lo tiene– a esas tasas altísimas la demanda se reduciría drásticamente, y, sobre todo, las personas de menos ingresos se autoexcluirían, precisamente porque precios tan altos las induciría a hacerlo, igual que el elevado precio de los cortes finos de carne, reducen su demanda.
Pero lo cierto es que la demanda que el mercado registra es, en su mayor parte, una demanda inducida, fundamentalmente por dos factores que se refuerzan mutuamente. Primero, las agresivísimas e irresponsables estrategias de mercadeo de los bancos privados, que de forma engañosa atraen a una clientela incauta y muy mal informada. Segundo, las carencias en los ingresos de la gente (cuyo poder adquisitivo se ha mantenido estancado por todo un decenio), que, en el contexto de una cultura desbocadamente consumista, empuja al endeudamiento en forma desmedida y, finalmente, insostenible.
O sea, y en contra de lo que el burdo modelito nos receta, la demanda se mantiene alta incluso a precios muy elevados, por causas complejas que convierten en papel higiénico toda la banal verborrea teórica a la que se apela.
Pero, además, es lo cierto es que esta dinámica del sistema financiero –algo por completo ajeno a la virtuosa racionalidad autorreguladora que se le atribuye al mercado– tiene en sí mismo un poderoso efecto de exclusión: conduce a niveles insoportables de deuda, que a su vez conducen a la moratoria de pagos, el cobro judicial y los expedientes crediticios manchados. Y, como sabemos, esto hoy día está literalmente expulsando del mercado financiero a miles y miles –hasta sumar centenares de miles– de personas.
O sea, lo que los banqueros y sus economistas nos dicen, es que para evitar la exclusión financiera hay que ¡¡¡promover la exclusión financiera!!!
Está claro que se trata de una argumentación insostenible. Pero además es ofensivamente demagógica. Pretenden hacernos creer que les preocupa la clientela de bajos ingresos y que les mueve el propósito de evitar que esa clientela se quede sin acceso al crédito. Y con tan “loables” motivaciones vienen y nos dicen que los topes, caso de establecerse, deben andar por encima del 50%, y hasta más del 60%.
Que, por gracia del cielo, alguien me expliqué: ¿cómo es eso de que para favorecer a la gente pobre hay que cobrarles tasas de interés de hasta el 60%? Esto es demagogia de la más vulgar, pero sobre todo, da testimonio de una falta de imaginación realmente patética. Habría que ser muy estúpido para tomarse en serio un cuento tan burdo.
O sea: de la falacia hemos pasado al insulto. Es la ideología de la usura en su expresión más repulsiva. Tanto cinismo y tal grado de desfachatez ponen en evidencia un comportamiento abiertamente antisocial, irrespetuoso incluso con las más elementales normas que rigen la convivencia civilizada. Es grave y evidencia un grado de descomposición moral realmente alarmante.
Igualmente alarmante es la complicidad por parte de encumbradas autoridades de gobierno: ya no solo el Banco Central y su presidente Rodrigo Cubero, sino incluso el propio presidente Carlos Alvarado.
Sin exageración, debe admitirse que esto es realmente muy grave.
– Economista/Director CICDE-UNED
Fuente: Soñar con los pies en la tierra