Yo estuve en Ucrania, y te están mintiendo

Por Irene Ruiz y Julio Zamarrón

Este artículo lo firman dos periodistas que viajaron y cubrieron de 2015 a 2019 el conflicto de Ucrania en la región de Donbass. Ante la desinformación y el silenciamiento de otras voces, este artículo busca transmitir los enfoques invisibilizados y las malas prácticas informativas en torno al conflicto.

Barricadas en la ciudad de Donetsk

Nueve años después del estallido del conflicto en el Donbass ucraniano, volvemos al punto de partida. Como periodistas y testigos en terreno de la guerra en Ucrania, nos produce especial dolor este eterno retorno a lo que fuera tragedia, y ahora es una farsa tan esperpéntica que resulta muy difícil de tragar; y eso que en cuestiones de política internacional tenemos tragaderas por aquí. Si no, que se lo digan a Javier Solana, que pasó de dar mítines anti Otan en el Hebe de Vallecas a ordenar el bombardeo de Belgrado. Pero eso fueron otras guerras.

La que nos ocupa hoy no puede comprenderse sin antes conocer el mapa político ucraniano y como éste responde a brechas lingüísticas, religiosas y culturales que se remontan siglos atrás. No puede simplificarse el conflicto a una cuestión de gas, rublos y tanques, pues lo que hay en juego se trata en gran medida del control de un relato. Y por desgracia para nostálgicas como las que suscriben, tampoco se puede resumir ya con lógicas de la Guerra Fría; aunque derive directamente de ellas. No podemos pedir a la opinión pública que se acerquen a la política internacional cuando esta se explica a golpe de conflictos de usar y tirar, (¿Alguien se acuerda de las afganas? ¿y qué ha ocurrido con Kazajistán?) pero sí es legítimo pedir un poquito más de nivel del periodismo mainstream y de la clase política que nos mete en una guerra a golpe de fragata.

Quienes hemos cubierto conflictos armados sabemos que las guerras no las hacen las historias individuales, sino que deben situarse en la historia y en el análisis geopolítico; nada hay más colectivo que las guerras

Quizá pedimos demasiado: Boris Johnson se marcha a Kiev para tapar sus fiestas locas en Downing Street, mientras que su Ministra de Exteriores no es capaz de situar la ciudad rusa de Rostov en el mapa. A Biden le falla la memoria y cuando quiere decir Afganistán dice Ucrania, perdón, Iraq, porque total, qué más da, y mientras, Pedro Sánchez se hace fotos telefoneando a la OTAN y ofrece Rota y fragatas, pero, como en Bienvenido Mr. Marshall, los americanos vuelven a pasarle de largo y le excluyen de la ronda de negociaciones. Lo más grave es que ya nada de esto nos sorprenda.

En materia de manipulación informativa, tampoco estamos mejor. Quienes hemos cubierto conflictos armados sabemos que las guerras no las hacen las historias individuales, sino que deben situarse en la historia y en el análisis geopolítico; nada hay más colectivo que las guerras. Sin embargo, es mucho más efectista narrar un conflicto desde los testimonios, desde la lágrima, el dolor y la empatía. Lo preocupante es que sólo nos llegan las voces de una parte del conflicto, las que interesa amplificar, porque a no ser que saques historias de vidas destrozadas por el exilio y la muerte, nadie va a comprarte que mandes una fragata a un país a cinco mil kilómetros, donde no se te ha perdido absolutamente nada.

El problema viene cuando ninguna de esas historias se sostiene: en solo dos semanas, hemos visto como El Diario rectificaba una noticia en la que entrevistaba a una activista ucraniana que resultó ser nieta de un criminal de guerra de las Waffen SS-Galitzia, la división ultranacionalista ucraniana que desplegó las políticas nazis en el territorio. El Mundo entrevistaba también a Ivan Vovk, un portavoz de la Asociación Patriótica de Ucranianos en España, cuyas redes sociales le mostraban haciendo el saludo nazi rodeado de parafernalia militar alemana; y Televisión Española entrevistaba a unas mujeres mayores en Jarkov como “voluntarias civiles”: lástima que se les colara en plano las banderas con emblemas ultras y nazis del Batallón Azov, el destacamento militar fascista para el que las señoras de bien cosían redes de camuflaje.

La deshumanización de lo ruso ha conducido a estereotipos xenófobos y excluyentes: mafiosos y opacos ellos, sexualizadas y pasivas ellas

Quienes conocimos otras caras del conflicto también tenemos relatos. El de la maestra de Kirovsk que se quedó sin escuela. El de la infancia abandonada a su suerte en hospicios sin futuro. El de las babushkas que alimentaban los comedores populares. El de los voluntarios del “no pasarán” llegados de toda Europa. Pero no es nuestra intención romantizar una guerra: solo los imbéciles y los fascistas, como Marinetti, que decía aquello de que la guerra es bella, pueden idealizarla. Nuestra intención es hacer un llamamiento a no caer en los errores de hace casi una década, en normalizar la agresión y el dolor de un pueblo, en trivializar un conflicto que lleva una década clavado en Europa.

Nos están mintiendo: una importante parte de la población ucraniana que más activamente apoya la intervención por la que aboga Washington, Londres y Varsovia pertenece a partidos y movimientos ultraliberales, de extrema derecha o directamente neonazis. Esos grupúsculos fueron financiados y crecieron al calor de la “soft diplomacy” hasta provocar un estallido social de enorme violencia en el país en 2013, en la plaza de Maidán. Os invitamos, por lo menos, a sospechar de “demócratas” y “patriotas” de oscuro origen.

Nos están mintiendo: los malos no son tan malos ni los buenos, intachables. No queremos sonar equidistantes, ni tampoco a un planfleto pro Kremlin-Pekín, pero hemos de reconocer que la rusofobia está inserta en el corazón de la Unión Europea. Es incluso anterior a la Unión Soviética: las crónicas de Luca de Tena en Moscú a principios del siglo XX ya estaban cargadas de odio a todo lo ruso; y después Vallejo Nájera, nuestro Menguele patrio, dedicó tiempo a estudiar el gen rojo señalando a las rusas como “furia y repulsión”, por ejemplo. La deshumanización de lo ruso (incluida la población étnicamente rusa mayoritaria en Donbass y Crimea, con toda la diversidad de posturas en su seno) ha conducido a estereotipos xenófobos y excluyentes: mafiosos y opacos ellos, sexualizadas y pasivas ellas. Este silenciamiento activo de sus identidades es cuanto menos, injusto. A nivel político, la brecha idiomática y cultural limita la información que opera desde estos territorios: poca gente sabe que Donbass fue el seno de una milicia popular y de un proyecto político socialista arrasado por sus propios aliados. Tampoco es que a nosotras nos hayan dejado contarlo.

Nos están mintiendo: no se trata —sólo— de gasoductos, de oligarcas, clanes e inversiones, o de escudos antimisiles. Se trata de dominar unas narrativas en torno al control de una región (el corazón continental, que diría McKinder) y lo que simbólicamente significa en nuestra historia. Pensémoslo bien: ¿puede permitirse una guerra una Ucrania con la grivna por los suelos y al borde de la recesión? ¿Quién querría semejante socio europeo? Del mismo modo, ¿Qué ganaría Moscú confrontando con el Oeste cuando toda su artillería diplomática está orientada hacia China?. Preguntémonos pues, qué intereses hay en recuperar el relato de un occidente democratizador (soft imperalism mediante),y de una OTAN fuerte en medio del declive de la hegemonía euroatlántica. Desde luego, al menos en Donbass, duele hasta decirlo, pero con Trump estaban mejor.

Nos están mintiendo: haya o no conflicto, lo peor no está por llegar, porque hace años que ha llegado. Detrás del alarmismo, de esas imágenes de tanques en la nieve, hay personas. Miles de muertos. Seis millones de refugiadas. Poblaciones condenadas a esperar una restauración post conflicto que nunca llega. Un estado fallido. Una economía sumergida entre clanes y oligarcas de todo signo que ahoga a la población civil, sobre todo, a las mujeres, convertidas en carne de la industria sexual: pero esa es otra vieja guerra.

Nos están mintiendo: la cobertura de un conflicto no puede dejarse en manos de Risto Mejide y de los teletipos de cuatro agencias internacionales. Existen analistas estupendos, como Rafael Poch, como Inna Efigenoviena, como Pedro G. Bilbao, que aportan datos y conocimiento para enmarcar esta guerra fuera del relato de conveniencia, el de Biden, la democracia teledirigida y las fragatas. Compartamos su trabajo. Y por favor, amigos de la izquierda: dejad de invitar a Pedro Baños, y de paso, invitad a alguna mujer. Que somos unas cuantas.

La maquinaria propagandística hace su parte, los intereses geopolíticos la suya, incluida la dichosa barquita que tan cara ha costado a la legitimidad de este estado. Pero nos gustaría que, desde el periodismo crítico, el activismo, o simplemente, desde la curiosidad, frenemos esta escalada de mentira y de manipulación y seamos críticos con este planteamiento. Porque hoy vuelve a ser Ucrania, pero bien sabemos que otras veces son verdades más cercanas las que se ahogan en la infoxicación y en la economía de la atención. Quienes estuvimos allí donde no llegó nadie, ni la OSCE, ni los corredores humanitarios, ni la ayuda militar, ni la civil, donde por no llegar, ni llegó la paz ni la tregua, también queremos contarlo.

Fuente: El Salto vía Resumen Latinoamericano

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