¿Y ahora qué hacemos con la propaganda?


Fotograma de ‘El gran dictador’, de Charles Chaplin (1940).
FilmAffinity

Dario Migliucci, Universidad de Almería

En las últimas décadas, la aparición de medios de comunicación digitales ha revolucionado la manera en la que la información se divulga entre los ciudadanos. Las noticias que circulan a través de páginas web y redes sociales tienen un formato distinto al de los noticiarios radiofónicos y telediarios.

Su impacto sobre la audiencia podría ser mucho más efectivo y cada vez más a menudo se señala la existencia de una correlación entre el poder persuasivo de Internet, el auge del populismo y la crisis de la democracia.

Ante la escasez de legislación que reglamente las actividades de los nuevos medios, cabe preguntarse hasta qué punto los gobiernos democráticos estarían legitimados para sancionar abusos como la difusión de noticias falsas.

No se trata de un escenario inédito. A lo largo de la historia, la aparición de nuevos medios de comunicación ha generado siempre gran ansiedad entre los políticos, siendo uno de los antecedentes más claros la actitud que tuvieron las instituciones estadounidenses ante el advenimiento del cine.

Llega el cine

El comienzo, a finales del siglo XIX, del fascinante mundo de las películas se asocia a los nombres de inventores como Louis Le Prince, Auguste y Louis Lumière o Thomas Edison.

En un principio sus imágenes en movimiento fueron divulgadas entre el público a través de ferias y exposiciones (cine de atracciones). En unas pocas décadas, sin embargo, el mundo del cine ya se había convertido en algunos países en una próspera industria. Aparecieron las primeras estrellas, como el latin lover Rodolfo Valentino.

Pero, sobre todo, los directores ya no se conformaban con maravillar al espectador, sino que comenzaron a contar historias. Algunas de ellas contenían mensajes controvertidos. En 1915, por ejemplo, El nacimiento de una nación de D. W. Griffith rescribió la historia de la Guerra de Secesión estadounidense (1861-1865), justificando la segregación de los afroamericanos y ensalzando a la organización xenófoba del Ku Klux Klan.

Tráiler de El nacimiento de una nación, de D. W. Griffith.

El desenfrenado entusiasmo popular por las películas y la simultanea ausencia de leyes que reglamentasen su producción alertó al mundo político. ¿Había que intervenir en el mercado del cine? ¿Era necesario vigilar los contenidos de las películas, eliminando los mensajes inapropiados? ¿Podía el Gobierno utilizarlas para sus campañas de comunicación política?

Mejor con autocontrol

Después de intensos debates, en los años veinte se llegó a la conclusión de que el mundo de los largometrajes tenía que permanecer, igual que el de la radio, en manos privadas, aclarándose de todos modos que las grandes corporaciones tenían que proporcionar un servicio acorde con el interés público.

Un puñado de grandes estudios (Metro-Goldwyn-Mayer, Paramount, Warner Bros., Universal, etc.) acabaron acaparando el mercado. Las instituciones no se opusieron, preocupándose más bien por establecer buenas relaciones. La diplomacia estadounidense trabajó para que las películas de Hollywood pudieran difundirse sin trabas ni censuras en otros países. Productoras y directores, por su parte, contribuyeron a los esfuerzos bélicos del país con propaganda patriótica, tanto en ocasión de la Gran Guerra como de la Segunda Guerra Mundial.

Cortometraje propagandístico a favor de la posición de los Estados Unidos en la I Guerra Mundial, en el que el habitual vagabundo encarnado por Chaplin se enfrenta al káiser alemán.

En los Estados Unidos nunca se llegó a promulgar, por lo menos en tiempo de paz, una ley que censurase los contenidos políticos de las películas. En los teatros pudieron verse largometrajes de derechas y de izquierdas, incluidas las películas que se producían en la Rusia soviética (como las de Serguéi Eisenstein), la Italia fascista o la Alemania nazi (por ejemplo, El triunfo de la voluntad). Sí recibieron críticas algunas películas que, como El gran dictador, denigraban el autoritarismo, pues se las acusaba de hacer peligrar la paz con los países del Eje.

Más preocupación parecían generar películas como la checoslovaca Ekstase (1933), en la que se intuía un orgasmo femenino. Ante la perspectiva de una ley federal que sancionase la inmoralidad, la apuesta fue por la autocensura: el Código Hays, elaborada por la Motion Picture Association, mantuvo sexo, violencia, vulgaridades y alcohol alejados de la gran pantalla hasta los años sesenta.

En cuanto a la producción de largometrajes por parte del Gobierno, dicha práctica se toleró durante la Gran Guerra y la Segunda Guerra Mundial.

Tráiler de Preludio a la guerra, primero de la serie de documentales Why We Fight de Frank Capra, producidos por el ejército de los Estados Unidos.

En tiempo de paz, en cambio, dio lugar a grandes polémicas. Durante la Gran Depresión la administración Roosevelt produjo películas que ensalzaban el intervencionismo estatal para crear empleo o para evitar catástrofes ambientales. El Congreso acabó recortando el presupuesto destinado a dichas actividades.

Polémicas actuales

Las mismas inquietudes y debates del periodo de entreguerras emergen cuando aparecen nuevos medios de comunicación. Década tras década, el objetivo ha sido encontrar un equilibrio entre iniciativa privada e interés público o entre libertad de expresión, moralidad y seguridad nacional.

Recientemente, debido a la aparición de los medios digitales, estamos viviendo un nuevo déjà vu. Si las grandes majors fueron durante mucho tiempo las dueñas del cine y la televisión, ahora el mercado de la comunicación digital ha sido monopolizado por multinacionales como Google, Twitter o Meta.

Tal y como ocurrió con el cine, las instituciones no parecen dispuestas a intervenir en el sector de los medios digitales, incluso tras conocerse que algunas empresas han sido acusadas de haber permitido la difusión de campañas de manipulación capaces de influir en importantes eventos electorales.

Una vez más se ha apostado por la autocensura. Muchas empresas digitales prohíben el desnudo y sancionan arbitrariamente a quienes utilizan lenguaje violento. Y aunque los políticos sí que utilizan las redes sociales con fines electorales, todavía no se han atrevido a organizar grandes campañas para imponer el relato de la democracia sobre la narración populista.

La línea que separa comunicación política y propaganda es muy sutil y nadie quiere ser acusado de manipular a la opinión pública. Igual que en el periodo de entreguerras, en las democracias la palabra propaganda sigue siendo un tabú.The Conversation

Dario Migliucci, Investigador posdoctoral, Historia Contemporánea, Universidad de Almería

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

The Conversation

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