Por Valeria M. Rivera Rosas* – Mundiario
La cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghái ha servido de escaparate para un nuevo ensayo de multipolaridad: China como anfitriona, Rusia como socio en resistencia y la India como actor bisagra que tantea equilibrios entre Washington y Pekín.
En Tianjin, una ciudad portuaria del sureste de China, se ha escenificado algo más que una reunión regional. La llegada de Vladímir Putin y Narendra Modi para sentarse junto a Xi Jinping en la mayor cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) hasta la fecha es, en realidad, un mensaje al resto del planeta: hay una alternativa en marcha frente al modelo occidental, y esta se articula en un espacio que va desde el corazón de Asia Central hasta las fronteras europeas.
La OCS nació en 2001 como un foro de seguridad regional, pero el tiempo y las circunstancias la han convertido en un laboratorio geopolítico donde se ensayan nuevas alianzas. A su núcleo original —China, Rusia y varias repúblicas centroasiáticas— se han sumado India, Pakistán, Irán y Bielorrusia, configurando un mosaico de países con intereses divergentes, pero unidos por un propósito común: no quedar subordinados al dictado de Washington. En esta edición, además, se han sumado como socios de diálogo actores tan dispares como Turquía, Egipto o Myanmar, lo que otorga al foro una dimensión que trasciende el continente.
La simbología no es menor. Modi y Xi, cuyos países protagonizaron en 2020 un grave enfrentamiento fronterizo con decenas de muertos, se han esforzado en proyectar la imagen de “buenos vecinos y socios”. El primer ministro indio busca amortiguar el golpe que acaba de recibir desde Estados Unidos, queha impuesto aranceles del 50% a sus importaciones como castigo a sus compras de petróleo ruso.En ese contexto, el acercamiento a China cobra un nuevo sentido estratégico: India juega a varios tableros, y si Washington le cierra una puerta, Nueva Delhi tantea cómo abrir ventanas hacia Oriente.
Putin, por su parte, se presenta en China como aliado necesitado. Aislado de buena parte de Occidente por la guerra en Ucrania, el presidente ruso encuentra en Pekín su sostén económico, energético y simbólico. La prolongada estancia de Putin en el país, con participación en un desfile militar conmemorativo de la Segunda Guerra Mundial, refuerza esa narrativa de “frente común” contra lo que denominan la hegemonía occidental. La presencia prevista del líder iraní y la visita de Kim Jong-un completan un cuadro que incomoda a las cancillerías occidentales: los adversarios de Washington buscan mostrarse no solo coordinados, sino legitimados en un foro multilateral.
El anfitrión, Xi Jinping, se erige en el gran beneficiado de este despliegue. Pekín logra proyectar una imagen de estabilidad y liderazgo regional en un momento de inestabilidad global. Frente a los mensajes agresivos de Donald Trump en Washington —donde el lenguaje de las sanciones y los aranceles marca el tono—, China se presenta como promotora de cooperación y “respeto a la singularidad de cada nación”. No es tanto que esta narrativa sea cierta, sino que resulta atractiva para buena parte del Sur Global, cansado de décadas de intervencionismo occidental.
El verdadero debate es si este bloque heterogéneo tiene capacidad real de construir un orden alternativo o si solo funciona como escaparate de disidencias. Las divergencias internas son enormes: India compite con China por influencia regional, Rusia depende en exceso del apoyo de Pekín, e Irán y Pakistán arrastran sus propias tensiones. Sin embargo, lo que hasta hace pocos años parecía impensable —que Modi, Putin y Xi se alinearan, aunque sea de forma parcial, en un mismo escenario— hoy es una realidad que habla de la transformación acelerada del tablero global.
La OCS no es la OTAN ni pretende serlo. No tiene un tratado de defensa mutua ni una estructura militar comparable. Pero sí es un símbolo de que la multipolaridad ya no es un concepto académico, sino una práctica política que se traduce en foros, cumbres y acuerdos energéticos. Cada encuentro refuerza la percepción de que Occidente ya no dicta en solitario las normas del juego, y que la “globalización” empieza a fragmentarse en esferas de influencia.
Lo que se ha visto en Tianjin no es un punto de llegada, sino un ensayo general. China ha logrado aglutinar a dos socios con los que mantiene relaciones complejas, pero necesarios para su narrativa global. Rusia se aferra a su papel de potencia relevante gracias a su proyección nuclear y energética. La India, en tanto, explora cómo sacar partido de su ambigüedad estratégica. Y el resto del mundo, desde Washington hasta Bruselas, observa con inquietud cómo un foro regional empieza a actuar como catalizador de un orden mundial en disputa.
*Valeria M. Rivera Rosas, periodista, escribe en MUNDIARIO, donde es la coordinadora general. Licenciada en Comunicación Social, mención Periodismo Impreso, se graduó en la Universidad Privada Dr. Rafael Belloso Chacín de Venezuela.
Vía Other News