Igor Barrenechea Marañón, UNIR – Universidad Internacional de La Rioja
Por estas fechas, hace exactamente 80 años, se combatía de manera encarnizada en los edificios destruidos de la ciudad rusa hoy renombrada Volgogrado.
En el marco de la Segunda Guerra Mundial, el 22 de junio de 1941, Hitler había dado luz verde al inicio de la Operación Barbarroja, la invasión de la Unión Soviética, reuniendo a un gigantesco ejército para alcanzar su sueño imperial. E infravalorando a su oponente, calculó que en poco menos de seis meses derrotaría al gigante soviético y configuraría, de este modo, su imperio de los mil años (lo que duraría el Tercer Reich, en el ideario fantasioso de Hitler), forzando la claudicación de Gran Bretaña, e instaurando una paz germana en Europa.
Sin embargo, esos planes tan fantasiosos fallaron. La inmensidad del espacio a conquistar y la tenaz lucha de su adversario soviético, que pugnaba por su supervivencia contra las criminales políticas nazis, hicieron no solo que no pudieran tomar Moscú, sino que se quedaran lejos de acabar con la resistencia bolchevique. La campaña militar de 1941 fracasó, pero la guerra continuaría.
La Operación Azul
Así, en el verano de 1942, tras haber logrado la toma de Sebastopol y la península de Crimea, se le encomendaría al VI Ejército de Von Paulus iniciar la denominada Operación Azul, cuyos objetivos eran ocupar todo el Cáucaso y Stalingrado. Tras la debacle sufrida ante las puertas de la capital rusa, Hitler centró su objetivo en el Cáucaso, para tener acceso directo a las fuentes de petróleo de la regiones de Maikop, Bakú y Grozni.
La Wehrmacht (denominación del ejército alemán durante la guerra) padecería durante toda la contienda una carestía crónica de combustible, piedra angular de los ejército modernos. El 21 de agosto de 1941, los nazis plantaban la esvástica en el monte Elbrus, alcanzando la cima más alta de Europa.
Un símbolo de resistencia
No fueron más lejos. Más al norte, la ocupación de Stalingrado, junto al Volga, estaba prevista como un objetivo secundario, debido a las dificultades que implicaba la lucha callejera; pero pronto se iba a convertir en el símbolo de la contumaz resistencia soviética.
La conquista de la urbe industrial pasaría a ser prioritaria para Hitler y se convertiría en un terrible pulso que centraría todos los esfuerzos y recursos del mando alemán; un grandísimo error que sería aprovechado por Stalin.
La superioridad táctica alemana, aquí, quedó invalidada, y el desgaste alemán se cobró un alto peaje en hombres y material insustituible, teniendo que conquistar palmo a palmo, en un auténtico solar de ruinas y cascotes que favorecía la resistencia numantina soviética.
Más de medio millón de muertos civiles
Por desgracia, también, el peaje civil fue muy elevado. De los 600 000 habitantes que fueron obligados a quedarse por orden de Stalin para enardecer la resistencia (solo se evacuó la industria armamentística), entre muertos y posteriores evacuaciones solo quedarían 9 796 almas desangeladas (entre ellos 994 niños) que resistieron hasta el final de los combates.
En todo caso, los alemanes se enfrentaron a su peor pesadilla en una batalla urbana (se denominaría como guerra de ratas, Rattenkrieg), y aunque lograron apoderarse de cerca del 90 % de aquel páramo de dolor y muerte, la ciudad, pese a todo, no cayó.
Invicta, a un alto precio
Vasili Ivánovich Chuikov
(el mismo que recibió personalmente la rendición de las fuerzas alemanes en Berlín, el 2 de mayo de 1945) fue el oficial soviético encargado de impedir que eso sucediera, adoptando órdenes draconianas: miles hombres y mujeres se sacrificarían para impedir la conquista alemana (surgiendo figuras legendarias como el francotirador Záitsev).
Mientras tanto, el mariscal Zhúkov prepararía y orquestaría una letal ofensiva oculta a los alemanes: la Operación Urano. En la fría madrugada del 19 de noviembre de 1942, dos fuertes pinzas acorazadas aplastaron los débiles flancos del Eje, guarnecidos por unidades italianas, rumanas y húngaras, cercando a un exhausto VI Ejército.
El éxito fue completo. Un cinturón de acero se cernió sobre la ciudad, unos 250.000 soldados del Eje se vieron inmovilizados y atrapados. Justo cuando parecía que estaban tan cerca de lograr culminar su tarea, la suerte de las armas germanas se alteró por completo.
La rendición alemana
Aunque Hitler encomendaría al mariscal de campo Von Manstein liberar a las tropas cercadas, no se lograría. Nada pudo librar al comandante supremo del VI Ejército, von Paulus, de rendirse el 31 de enero de 1943. le quedaban 91.000 supervivientes, de los que solo 5.000 regresarían de Siberia tras el fin del conflicto.
El shock de la derrota fue un mazazo para la opinión pública alemana, imbuida de la mística nazi de la invencibilidad de sus ejércitos, que consideraría, por primera vez, seriamente la posibilidad de que podrían perder la contienda.
Un lugar histórico
Stalingrado iba a ocupar un lugar especial en la memoria soviética, tanto por su capacidad de resiliencia (aunque el tributo en sangre fue espantoso) como por devolver a los alemanes su propia medicina, utilizando contra ellos sus exitosas tácticas militares.
Aún los soviéticos tendrían que aprender más duras lecciones, pero la balanza bélica se decantaba claramente a su favor. Hitler había sobrevalorado sus fuerzas e infravalorado a sus enemigos. Fue el principio del fin para el Tercer Reich.
Objeto de análisis reciente
Aún en la actualidad, Stalingrado sigue ostentando en el acervo popular un lugar de reconocimiento enorme contra el nazismo. De hecho, el reciente libro de Xosé M. Núñez Seixas, sobre la memoria de los países europeos de la Segunda Guerra Mundial destaca por su título: Volver a Stalingrado.
Se han publicado otras excelentes crónicas sobre lo ocurrido, como los de Craig y Beevor o la tetralogía de Stalingrado (desde un punto de vista militar), de David M. Glantz y Jonathan M. House, así como el de Jochen Hellbeck, Stalingrado.
Material de ficción
Tampoco podemos olvidar de la épica novela de Vasili Grossman, publicada íntegramente hace poco en castellano, Stalingrado; o la ingente filmografía que se ha producido a este respecto desde el punto de vista alemán, ruso–soviético o italiano, en filmes como El médico de Stalingrado (Geza von Radványi, RFA, 1958), Stalingrado: batalla en el infierno (Frank Wisbar, RFA, 1959), Los girasoles (Vittorio De Sica, Italia, 1970), Nieve Ardiente (Gavriil Yegiazarov, URSS, 1972), Lucharon por la patria (Sergei Bondarchuk, URSS, 1975), la antibelicista Stalingrado (Josep Vilsmaier, Alemania, 1993), Enemigo a las puertas (Jean-Jacques Annaud, Reino Unido, 2001), Hasta donde mis pies me lleven (Hardy Martins, Alemania, 2001), sobre la suerte de los supervivientes alemanes; o la última, la belicista Stalingrado (Fiódor Serguéievich Bondarchuk, Rusia, 2013).
Desolación y ruinas
Como es bien sabido, la mortífera sangría no se detuvo ahí. Prosiguió hasta la toma de Berlín en mayo de 1945, dejando tras de sí no solo un panorama de desolación y ruinas, sino un precio en vidas ingente.
Escribía Núñez Seixas:
“La guerra en el Este provocó una universalización del sufrimiento y de la memoria de la guerra entre amplias capas de la población, entre ocupantes y ocupados, civiles y militares”.
Lástima que todo ello no haya servido para inducir a los rusos a aprender del pasado. Pues, mientras que los alemanes son muy conscientes de aquel espanto, abogando por el pacifismo, el uso y abuso con el que Putin ha dispuesto en la memoria rusa la Gran Guerra Patriótica (como base de un nacionalismo agresivo) parece haberla preparado para la guerra en Ucrania.
No para recordar, precisamente, el espantoso sacrificio, sino para enfrentarse a los mismos camaradas ucranianos con los que derrotaron al nazismo.
Igor Barrenechea Marañón, Profesor y Doctor en Historia Contemporánea, UNIR – Universidad Internacional de La Rioja
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.