Enrique Gomáriz Moraga
Todavía estoy encajando el torbellino de sensaciones que me ha producido la lectura del artículo de Dave Eggers en Babelia (17/10/20) sobre la coyuntura crítica en que se encuentra Estados Unidos, que él considera al borde del abismo. Por un lado, su testimonio personal, en tanto ciudadano estadounidense que le duele su país, me ha provocado una enorme empatía. Hay ocasiones en que las palabras, habladas o escritas, de la gente que sufre una delicada situación histórica no sólo conmueven a sus contemporáneos, sino que se convierten en datos duros que luego los historiadores retoman para reconstruir un momento irrepetible. Algo que la historiografía ya ha hecho con la llegada de Hitler al poder o el inicio de la guerra civil española.Pero la narración de Eggers también contiene observaciones cruciales para entender la crisis Trump desde la sociología política. Después de describir con agudeza la naturaleza de la presidencia de Donald Trump, llegando a decir que hoy “Estados Unidos es una mezcla terrorífica de reality show televisivo, republica bananera y Estado fallido”, poco a poco se aproxima a tratar de reconocer las causas del engendro. Como de pasada menciona algunos errores políticos del partido demócrata para detener a un presidente “clínicamente loco”, cuya demencia reconocen tanto los republicanos como sus aliados.
Pero Eggers se empeña en buscar todavía más al fondo. Y debajo del fragor mediático y de la arena política, se encuentra con una verdad resplandeciente. Después de mostrar como la pandemia multiplicó exponencialmente los espantos que cometía Trump, afirma: “Estos horrores no han disminuido el apoyo que le prestan sus fieles seguidores. En la mayoría de las democracias liberales —espero—, esas tácticas despóticas significarían el final de su presidencia. Pero lo que ha puesto de manifiesto el mandato de Trump es que, en realidad, muchos estadounidenses no están comprometidos con la democracia”.
Impactante hallazgo. Pero entonces ¿qué régimen político prefieren?
Eggers explica: “Están entregados a mantener el orden y el statu quo. Después de la elección de Trump, los sociólogos descubrieron que el principal rasgo que compartían sus partidarios no era la afición al maquillaje anaranjado y el tinte de pelo amarillo, sino el gusto por el autoritarismo. Preferían a un líder fuerte y autocrático antes que el proceso de construcción de consensos, a menudo lento y caótico, inherente a la democracia. Preferían la sencillez, la rigidez y la obediencia. Hasta que llegó a la presidencia, nunca habría dicho algo así, pero ahora estoy seguro de que al menos la cuarta parte de nuestro país preferiría una autocracia trumpiana permanente que una verdadera democracia”.
Potente explicación sociopolítica; sin embargo, genera algunas preguntas y observaciones. La primera es: ¿y desde cuando los estadounidenses han adquirido ese gusto por el autoritarismo? Eggers se suma a la idea de que se trata de un fenómeno reciente o, como dice algún republicano contrario a Trump “una fiebre estacional, que pronto pasará”. Me temo que es algo más complejo. Ya Kennedy se dio cuenta hace mucho tiempo que la ciudadanía en USA estaba acostumbrada a exigir cosas a la democracia, mucho más de las que estaba dispuesta a hacer para su fortalecimiento. Es cierto, como dice Eggers, que los sociólogos descubrieron que un rasgo de asociaba a los seguidores de Trump era su gusto por el autoritarismo. Pero ese es un problema de los sociólogos y los politólogos en muchos lugares del mundo: que han creído que era posible desarrollar una democracia con un montón de gente descreída, no comprometida con ella; en suma, que era posible lograr una democracia de calidad sin verdaderos demócratas.
La otra observación que salta a la vista se refiere a la dimensión del universo de gentes que muestran su gusto por el autoritarismo. Según Eggers, ese fenómeno afecta “al menos a la cuarta parte de nuestro país”. Creo que el escritor norteamericano confunde sus deseos con la realidad. Es evidente que hoy Estados Unidos esta políticamente dividido prácticamente por la mitad. Un cálculo más realista debería hacerse en torno a la hipótesis de trabajo de que el desinterés por la democracia no afecta a menos de un 40% de la ciudadanía estadounidense. Esa cifra no extraña demasiado en América, porque el Latinobarómetro lleva lustros mostrando que un 50% de las personas consultadas prefiere un régimen no democrático si con ello resuelve sus problemas económicos, de seguridad, etc. El bolsón de ciudadanía no comprometida con la democracia es enorme en todo el mundo.
Algo que da pie a otra observación sobre el asunto. Eggers cree que las tácticas despóticas de Trump no tienen lugar en otros lugares del mundo, aunque, en este caso, adjunta un prudente “espero”, por si acaso. Sin embargo, lo que dicen las investigaciones de cobertura mundial es que cerca de la mitad de países presentan lo se denomina “regímenes híbridos” o como también se califican “democracias con muchos problemas”. Pero es cierto que los rasgos autoritarios de la presidencia de Trump no adquieren esa gravedad en América y Europa, excepción hecha en Brasil. Pero si el foco de atención se pone en la calidad de la cultura política, entonces el problema es mucho más extendido.
Sin ir más lejos, la pasada semana varios prestigiosos medios europeos han señalado el ambiente irrespirable de la política interna en España. Unos aseguran que el hecho de que España tenga los peores datos de Europa en su respuesta a la pandemia es producto de una “clase política venenosa”, otros incluso llegan a plantear que el país ibérico se estaría acercando a la condición de Estado fallido. Pero la propia pandemia esta mostrando que lo que está fallando es la irresponsabilidad cívica y política en las entrañas de la sociedad. Es decir, hay evidencia de una pobre cultura política, que también se ve reflejada en la gran cantidad de basura que se expresa en las redes sociales.
En todo caso, parece importante que nuevas firmas vengan a sumarse a esa conclusión que algunos repetimos machaconamente: la calidad de la democracia no solo depende de la calidad de las instituciones, sino también de la calidad de la ciudadanía.