¿Tiene sentido el rito democrático?

Manuel D. Arias Monge

Manuel Damián Arias

Este domingo 6 de febrero, las y los costarricenses estamos llamados a las urnas, para delegar, en teoría, nuestra soberanía popular en un presidente, dos vicepresidentes y un cuerpo de 57 diputados; sin embargo, las opciones políticas son totalmente ajenas a los anhelos, inquietudes y esperanzas de la ciudadanía y, en su mayoría, son referentes de una casta que, cada día más claramente, se distancia de la realidad cotidiana de un pueblo al que se llama a legitimar, mediante el sufragio, a unas instituciones que se han vaciado de contenido y que son, apenas, un cascarón vacío que se rige bajo los designios de poderes económicos y fácticos que se ocultan en las sombras para manejar a los titulares de los poderes del Estado como simples marionetas.

La concepción de un Estado democrático, liberal, burgués y representativo, heredada de procesos como la Revolución Francesa y la Independencia de Estados Unidos, bajo los esquemas de Montesquieu, Jefferson, Franklin y otros ilustrados, ha quedado claramente obsoleta, no sólo por la patente manipulación de las masas, que ha alcanzado cotas inéditas con las nuevas tecnologías de la información y de las comunicaciones, sino, sobre todo, por la desconexión palpable que existe entre una clase política proveniente de la élite económica o que aspira a integrarse en ella, con los intereses de una ciudadanía que no encuentra un correlato a su indignación ni en el debate parlamentario, ni en los estrados judiciales ni, mucho menos, en el solio presidencial.

Los dueños de la riqueza han copado el poder político y, tras el colapso del comunismo, ya no hacen concesiones mínimas, que tenían su representación en oportunidades, derechos y garantías que, en la segunda mitad del siglo XX, los idealistas Socialdemócratas calificábamos de “Estado del bienestar”. No es ésta, de ninguna manera, una apología de los nuevos populismos de tinte fascista, que aspiran a derribar el sistema de pesos y contrapesos que aún, y a pesar de todo, obliga al sistema democrático a guardar, por lo menos, una cierta apariencia de apego a la Ley. Tampoco es esta diatriba un roñoso arrebato de nostalgia por ficciones ideológicas que todavía algunos enajenados defienden, como la mal llamada democracia popular o la dictadura del proletariado. Se trata de la constatación dialéctica de que, si los operadores políticos y quienes les dan las órdenes, continúan en la senda de seguir ignorando al pueblo, éste, más temprano que tarde, terminará por hartarse y por lanzarse a las calles para tomar lo que, por tanto tiempo, se le ha negado: una voz que le represente, en toda su magnifica diversidad, en el complejo ajedrez político-democrático.

La única solución posible, ante la inminencia de unas elecciones que no despiertan la pasión de una ciudadanía apática y ajena a los juegos de poder de unas élites,, en muchos casos deslegitimadas por el cáncer de la corrupción, es acudir a sufragar; pero, con la plena conciencia de que la delegación de la soberanía no implica una cesión, por lo que es necesario que la ciudadanía fiscalice y participe, de modo que su voz, desesperada, alcance los altos sitiales en donde los ungidos por las maquinarias electorales en las que se han convertido los pírricos partidos políticos costarricenses, se acomodarán durante los próximos cuatro años, con la bendición del capital y de sus dueños.

Ante la escasez de opciones reales de cambio, es preciso, además, votar con la idea clara de que , paradójicamente, los problemas de la democracia, se arreglan con más democracia, por lo que las soluciones fáciles, de hombres fuertes y mesías de la demagogia, sólo son un camino más expedito hacia el abismo. Nadie es lo suficientemente valiente para revolver el gris panorama electoralista, lo que determina la mediocre oferta partidaria, aunque es fácil percibir cuáles agrupaciones políticas son defensoras a ultranza del status quo y harán lo que sea para que todo siga igual, y cuáles podrían abrirse al diálogo ciudadano inclusivo, para proponer nuevas alternativas de reforma que eviten una explosión social, cuyas consecuencias no han sido dimensionadas por nadie, — ni siquiera por los muy bien pagados “estrategas políticos” que sirven a las élites —; pero que tendrían consecuencias funestas para la sociedad costarricense y para su mito autorreferencial como un país de paz, democracia, libertad, respeto a los derechos humanos, etcétera.

A mediano plazo, la única alternativa para que nuestra democracia deje de ser uno de esos escenarios cinematográficos de bellas fachadas, y vacíos ominosos por detrás, es que, conjuntamente con la actual institucionalidad, — a pesar de su deterioro y de su falta de credibilidad —, las organizaciones sociales propongan la convocatoria urgente a una Asamblea Nacional Constituyente, no sólo para cambiar nuestra desgastada, añeja y obsoleta Carta Magna, sino para que nuestro sistema político evolucione, sin dilación, hacia un nuevo modelo democrático, social, participativo, deliberativo, transparente, descentralizado y que permita un mayor involucramiento de las personas en los procesos de toma de decisiones que condicionan su calidad de vida, sus oportunidades de movilidad social, sus alternativas de progreso económico con dignidad y la protección de su medio ambiente y de sus recursos naturales.

No puede haber dos Costa Rica: la de los anillos de miseria en donde las personas se limitan a sobrevivir, en un océano de drogas, delincuencia y desintegración familiar; mientras hay otra, la de los menos, que habita en condominios con seguridad armada y servicios públicos privatizados, como si se tratase de castillos medievales a los que sólo falta poner un foso para separarlos de la triste realidad circundante. El fundamento del sistema económico de creciente desigualdad y de deterioro del Estado social y democrático de derecho, solidario y del bienestar, sólo conduce a la ruptura y los ejemplos, a escala latinoamericana, son evidentes para quienes no son tan miopes para entender que las particularidades de este país no son sostenibles en el actual clima de corrupción generalizada, de pérdida de valores humanos de convivencia, de descrédito de la institucionalidad democrática, de inseguridad ciudadana rampante y de creciente y sangrante desigualdad en todos los ámbitos.

Por ende, y en conclusión, aunque las elecciones del próximo domingo no generen entusiasmo alguno, es la única oportunidad que, a corto plazo, tenemos quienes entendemos la inminente debacle democrática, para tratar de reencauzar las cosas, antes de que sea demasiado tarde, antes de que haya violencia, sangre y muerte. Así las cosas, es indispensable meditar y, sobre todo, acudir a las urnas, para elegir a aquellos grupos que, eventualmente, entienden que el modelo anterior, el que heredamos de la Segunda República, ya está superado y que, por consiguiente, es menester aprestarse a emprender el diálogo, la concertación y el debate, para construir un marco de convivencia más justo para todas y para todos, de modo que Costa Rica pueda proyectarse hacia el futuro con esperanza.

Comunicador Social

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