Su Majestad el automóvil

En función de un mundo lógico, vivible, medianamente equilibrado, un escenario imprescindible es, si no su abolición total, al menos su reducción drástica, reemplazándoselo con medios de transporte colectivo eficientes.

Marcelo Colussi

Su Majestad el automóvil

Las herramientas están al servicio de la gente, y no al revés. Pero hoy por hoy parece que las cosas se han invertido: estamos al servicio del automóvil. Se le rinde pleitesía, se le ha transformado en “Su Majestad”. La historia del mundo moderno durante el siglo XX y el XXI está marcada por el surgimiento y desarrollo del automóvil. Ese es uno de los símbolos fundamentales de los tiempos actuales.

Las industrias que se mueven en torno a él son numerosas y variadas, pero destacan dos en particular: las terminales automotrices y las empresas petroleras, productoras estas últimas de los combustibles (gasolina, diesel) con que se alimentan sus motores. De más está decir que esas industrias son altamente rentables, de las más importantes del mundo. Aunque el transporte público solucionaría muchos problemas (de contaminación ambiental, urbanísticos, de accidentes viales), el automóvil individual, por como van las cosas, seguirá presente. Quienes los producen no parecen en lo más mínimo intentar terminar con ellos.

Definitivamente la proliferación sin fin de estos ingenios es algo insostenible en términos globales. Su existencia no es la única causa del estado deplorable del medio ambiente, pero contribuye en forma considerable. Las emanaciones de dióxido de carbono de sus motores de combustión interna constituyen uno de los principales factores del efecto invernadero negativo que padecemos. De ahí que comienza ahora la era de los automóviles alimentados sin petróleo. Para dentro de algunas décadas se calcula que habrá solo carros movidos con biocombustible (etanol) o eléctricos. Pero allí sigue habiendo una falacia. El problema no está solo en el alimento que consumen -gran problema ecológico, sin dudas- sino en una cantidad de inconvenientes conexos, de los que los fabricantes nada quieren saber.

Refiriéndose a la producción del ecocombustible etanol a base de maíz en Estados Unidos, Walter Williams dice: “Se necesitan 450 libras de maíz para producir el etanol necesario para llenar el depósito de un todoterreno. Con esa cantidad de maíz se puede alimentar a una persona durante todo un año. Pero es que además se necesita más de un galón de combustible fósil -gasolina o gas natural- para producir un galón de etanol. (…) Se necesitan 1.700 galones de agua para producir uno de etanol”. Es decir que este supuesto combustible “limpio” ocasiona tantos o más problemas que el uso de hidrocarburos. La producción extensiva de especies vegetales para los agrocombustibles (maíz, caña de azúcar, palma aceitera) condena al hambre a cantidades crecientes de personas en el Tercer Mundo, quitándole tierras fértiles que podrían destinarse a la producción de alimentos.

En relación al vehículo eléctrico, otra de las grandes supuestas “soluciones”, dice Horacio Machado Aráoz: “Hoy, todo lo que se hizo posible a costa de un descomunal dispendio de las reservas energéticas fósiles del planeta, en un tiempo que estamos ya padeciendo sus consecuencias geológicas y climáticas, ya no es viable: las automotrices saben que no pueden seguir con su negocio tal como está por mucho tiempo más. Entonces, el automóvil (ahora eléctrico) ataca de nuevo y se convierte en la punta de lanza de la transformación capitalista de la matriz energética mundial. La ficción de la electromovilidad como solución a la crisis climática y como transporte del futuro no resiste el menor análisis porque, por empezar, es incapaz de responder a una pregunta elemental: ¿para cuántos y para quiénes está pensado ese mundo? Se trata de un artefacto ideológico que ocluye no sólo los verdaderos costos ambientales que implicaría mudar el parque automotor hoy existente hacia vehículos eléctricos, sino también sus consecuencias humanitarias y sociales”. Si el litio es lo que podrá alimentar las baterías de los nuevos automóviles, la población boliviana ya sabe lo que eso significa: un cruento golpe de Estado que sacó a Evo Morales y a su partido Movimiento Al Socialismo del poder en noviembre de 2019, buscando las cuantiosas reservas de ese mineral que atesoran los Salares de Uyuni en el país andino.

Por diversos motivos -estrategias propagandísticas, mecanismos que lo han puesto como símbolo de la prosperidad- asistimos hoy ya desde hace largas décadas a un culto casi reverencial del automóvil como no lo hay con ningún otro fruto de la industria moderna. Nada puede compararse con la veneración que sentimos -¡o se nos ha impuesto sentir!- por estos artefactos. Quizá hoy día se les acercan los teléfonos celulares, pero éstos no alcanzan aún a mostrar la “clase” social en la forma despampanante que lo hacen los carros: un Lamborghini o un Rolls Royce, por ejemplo, no tienen parangón con la telefonía móvil, así sea el equipo más caro que exista en el momento.

En definitiva, los carros, coches o autos -como se les quiera mencionar- son instrumentos que nos facilitan el desplazamiento, igual que una bicicleta, un barco, un avión, un globo aerostático o una carreta tirada por bueyes, pero ningún medio de transporte goza de la misma estima, de similar adoración. ¿Por qué esta idolatría por los automóviles?

Difícil precisarlo. ¿Por qué se fetichizó el auto y no otra cosa: los artefactos electrodomésticos, por ejemplo, o la computadora personal? Intervienen ahí diversos e intrincados factores: el automóvil, por sus características, brinda directamente la posibilidad de ejercer un micropoder, llevarse el mundo por delante, desplegar violencia -no así una refrigeradora o un microscopio, u otros monumentales ingenios de la industria moderna-. Con el automóvil se maneja, permitiéndose un poderío tras el volante que hace sentir importante a quien lo empuña. Es como manipular un arma de fuego: crea la sensación de autoridad (y decididamente eso no lo proveen otros productos industriales, por muy importantes que sean: un fármaco, un marcapasos, una antena parabólica). Disponer de un automóvil es disponer de una cuota -mínima quizá, pero cuota al fin- de poder. ¿Quién se pavonea del elevador de última tecnología que hay en su edificio, o del último modelo de secadora que tiene en su lavandería? Por el contrario, eso sí pasa con el automóvil: un Lamborghini o un Rolls Royce no es lo mismo que un carrito taiwanés. Ambos llegan igualmente a destino, pero hay una diferencia monumental en mostrar de qué vehículo se desciende.

Ese “diferencial” de poderío está a la base de nuestra actitud para con él. Y si a ello se suma la avidez enorme de sus fabricantes, se termina teniendo como resultado -ventas estimuladas hasta niveles demenciales de por medio- este ídolo moderno. Dime qué automóvil tienes y te diré quién eres. Se mide lo humano en función de esa herramienta, de ese instrumento. Tener carro, en la lógica hiper consumista que forjó el capitalismo, es sinónimo de confort, de “éxito”. Pero… ¿es sostenible eso?

Lo dramático de su aparición en el escenario del siglo XX es que no tuvo un momento de moda, un pico, y luego una tendencia a la baja. Por el contrario, día a día su presencia aumenta. Con lo que aumentan también los males derivados: la contaminación del medio ambiente, el lugar físico que ocupan, habiéndose tornado ya imposible su circulación en las grandes ciudades, la cantidad de accidentes de tránsito como consecuencia casi obligada (un muerto cada dos minutos a escala mundial).

No hay dudas, como sucede con tantos «avances» de la industria de estos últimos dos siglos, que abrió caminos insospechados en el ámbito de las comunicaciones, y consecuentemente en un sinnúmero de campos relacionados. Pero no hay dudas también -más aún: como arquetipo del desarrollo contemporáneo, como metáfora del modelo de desarrollo que hoy día no pareciera tener alternativas- que, al par de los beneficios aportados, es también una pesadilla. Nadie habla, por ejemplo, de la morbi-mortalidad asociada a los accidentes que provoca, lo cual se constituye en un verdadero problema de salud pública a nivel planetario. Definitivamente, es necesario revisar críticamente su lugar en el mundo.

No hay dudas, tampoco, que su expansión sin límites es absolutamente insostenible. En función de un mundo lógico, vivible, medianamente equilibrado, un escenario imprescindible es, si no su abolición total, al menos su reducción drástica, reemplazándoselo con medios de transporte colectivo eficientes. Pero para ello es preciso comenzar por cuestionar ese culto del que se ha hecho acreedor. También se puede vivir sin auto.

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