Sobre el alcance de la anunciada rebelión del grupo Wagner

Enrique Gomáriz Moraga

Enrique Gomariz

No es la primera vez que le sucede a Putin que uno de los nuevos ricos promovidos por él se le sube a las barbas. Hay una larga lista de personajes que hoy viven el exilio dorado, como el caso del oligarca Mijaíl Jodorkovski, el jefe del imperio petrolero Yukos, que se sintieron con suficiente poder y prestigio como para creer que podían condicionar el mandato del actual presidente de la Federación Rusa. La diferencia con Yevgueni Prigozhin reside en ninguno antes se había dedicado directamente a la organización de fuerzas militares, que cumplían tareas opacas que los militares profesionales no querían acometer. Algo que el grupo Wagner ha llevado a cabo en Oriente Medio, África y más recientemente en la guerra en Ucrania.

Pero el proceso de ascenso y caída de Prigozhin no es muy diferente al de otros casos. Putin promueve al personaje y su grupo, principalmente en el campo económico, mediante contratos con el sector público, hasta que comienza a tener también influencia política y se codea con las élites que rodean el Kremlin. Pero si el personaje se sobrestima y quiere condicionar la política nacional, compitiendo con Putin, el mandatario ruso usa sus palancas operativas, apoyándose en el respaldo de esas élites y los aparatos de seguridad, así como en el poder institucional que le entrega legalmente el Estado, incluyendo la propia Constitución. La caída puede ser tan aparatosa como sea la dimensión de la resistencia del personaje. Por ejemplo, cuando varios de sus cabezas fuertes no estuvieron de acuerdo con modificar la normativa que permitía prolongar la continuación de la presidencia de Putin, simplemente abandonaron la escena pública, lo que les ha permitido seguir viviendo en Rusia.

En el caso de Prigozhin la cosa se complicaba porque sus hazañas en el campo de batalla le habían conseguido el reconocimiento del propio Putin. Pero su osadía de enfrentarse a la cúpula militar directamente, insultando de forma procaz al ministro de Defensa, Serghei Shoigu, pusieron en un aprieto al mandatario ruso. Y no tuvo más remedio que atender los reclamos de la cúpula militar y la mayoría del establishment político, para permitir que la maquina formal del Estado comenzara a poner orden.

A finales del mes de mayo, la batalla se desarrolló en el parlamento de la Federación, la Duma, donde Prigozhin buscaba un estatus particular para las fuerzas irregulares, mientras la mayoría de la cámara pretendía lo contrario. En la primera semana de junio, esta divergencia se resolvió claramente. La Duma confirmó legalmente el monopolio de la violencia al Estado, con lo cual todos los combatientes, movilizados, voluntarios y ejércitos privados deben someterse a la jerarquía del Ministerio de Defensa. El ejercito checheno aceptó de inmediato esa legislación. El grupo Wagner no lo hizo.

Prigozhin creyó que podría mantenerse en la zona gris en la que había existido hasta ese momento. Pero cuando los mandos militares comenzaron a poner en práctica la nueva normativa, exigiendo a todos los movilizados en el frente de Ucrania la firma de los documentos que consignaban su contrato directo con el Ministerio de Defensa, el empresario y jefe militar se vio en un callejón sin salida.

Entonces inventó lo del bombardeo de sus campamentos por parte de las fuerzas armadas regulares. Con esa justificación comenzó a preparar la insubordinación. Pero tanto los servicios de inteligencia occidentales, especialmente ingleses y estadounidenses, como los propios servicios rusos, detectaron los preparativos de Prigozhin. De esa forma, 48 horas antes de que las fuerzas de Wagner se instalaran la ciudad fronteriza de Rostov, Putin estaba perfectamente al corriente de la operación. Era un órdago completamente anunciado.

Así, cuando el jefe del ejército privado más importante del mundo, amenazó con llegar hasta Moscú “para pedir justicia”, ya existía un acuerdo interno y externo de operar con extrema prudencia. Putin no tuvo más remedio que acusar de traición a la insubordinación y amenazar con graves represalias. Pero el avance de los blindados del grupo Wagner no encontró ninguna reacción armada y tampoco la protagonizó.

En el exterior, la prudencia no fue menor. La consigna “este es un asunto interno de Rusia, que nos causa preocupación porque es un país con armas nucleares”, emitida por Washington y Londres, y repetida más tarde en Bruselas, se divulgó por todos los medios diplomáticos.

Mientras, todas las partes se dieron a la tarea de encontrar algún mecanismo presentable que permitiera la salida de la crisis. Ha sido la mediación del presidente bielorruso, Aleksandr Lukashenko, la que ha resuelto que los insubordinados puedan ser acogidos en ese país, sin que Prigozhin sea juzgado. Con ello, Lukashenko adquiría un cierto prestigio doméstico, que buena falta le hace.

Desde luego, en el exterior de Rusia la crisis adquirió mayor relieve. Los medios occidentales divulgaron la idea de que se avecinaba una guerra civil interna como continuación a un intento de golpe de Estado, pese a que Prigozhin lo negara repetidamente. Más una expresión de deseo occidental que otra cosa. Pero quienes han lanzado las campanas al vuelo han sido las autoridades en Kiev. El presidente Zelenski habló inmediatamente de caos en las fuerzas rusas y varios asesores aseguraron que esta situación dará un impulso sustantivo a la contraofensiva ucrania que avanza sólo muy lentamente en los últimos días. No ha faltado quien, como el asesor del Ministerio del Interior, Anton Gerashenko, afirmara: “Hoy, Ucrania se ha acercado unos pasos más a la victoria completa sobre Rusia y a la devolución completa de sus territorios, incluida Crimea”.

Pero al margen de esta previsible propaganda bélica, cabe la pregunta de cuál será el verdadero impacto de esta crisis en la guerra en Ucrania. Los representantes del Ministerio de Defensa ruso han señalado que todas las unidades militares están en sus puestos de combate, incluyendo a los destacamentos del ejercito checheno, que se desplazaron a Rostov en el curso de la crisis. Pero no cabe duda de que la insubordinación del grupo Wagner supone una fuerte subida en la moral de los combatientes ucranios.

Todavía es pronto para saber si esta crisis modificará de forma sensible el enfrentamiento en el escenario de guerra. Pero, a menos que haya un impacto considerable, la calificación que se hacía hace dos semanas en la revista Foreign Affairs, de que es una guerra unwinnable (imposible de ganar), seguirá siendo válida. Lo cual mantiene un escenario en el que sigue siendo crucial que los aliados de las partes combatientes presionen a Moscú y a Kiev para que detengan un enfrentamiento que cuesta decenas de miles de muertos y heridos cada semana. No hay otra perspectiva que la solución negociada. La derrota estratégica de alguno de los contendientes sigue siendo una quimera.

También importa identificar el significado de la crisis en interior de la Federación Rusa. Al parecer hay una cierta división de opiniones en la ciudadanía. Según la inteligencia estadounidense, los más simpatizantes del grupo Wagner no han acogido con agrado la crisis, pero la mayoría que apoya a Putin es favorable a la normalización de los aparatos militares acordada en la Duma. Otra cosa es reconocer si existirá alguna reverberación al interior del Kremlin. Los observadores externos se dividen al respecto. Para algunos, puede que haya grupos, incluso al interior del Ejército, que estén pensando en la sucesión de Putin, nunca en el corto plazo, desde luego. Pero existen quienes consideran que la crisis puede operar en sentido contrario y producir un estrechamiento del control por parte de los incondicionales de Putin en el Kremlin. Habrá que seguir con especial atención los indicios que aparezcan en Moscú las próximas semanas.

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