Siria, la nación amancebada

Guadi Calvo

Siria

Con la caída en diciembre pasado del gobierno del presidente Bashar al-Assad, después de haber resistido casi quince años a la entente occidental, en la que desde el inicio se sumaron las monarquías del golfo, Siria se ha convertido en la sumisa manceba de Israel.

Una vez entronizado en Damasco, Abu Mohammed al-Jolani, el emir de la organización terrorista Hayat Tahrir al-Sham (Organización para la Liberación del Levante), emergido del revulsivo subsuelo del frente al-Nusra. Alguna vez la filial de al-Qaeda en Siria y después matriz del Daesh, abandonado su nombre de guerra, ahora usa el real, Ahmed al-Sharaa.

Desde entonces, el nuevo presidente ha recibido caricias y halagos de la mayoría de los países que más invirtieron en el proceso contra el gobierno de al-Assad: Donald Trump, Emmanuel Macron, también con el príncipe heredero de Arabia Saudita, Mohammed bin Salman, el emir de Qatar, Tamim bin Hamad al-Thani o del presidente turco Recep Tayyip Erdoğan, forman parte de la lista que en la nueva Siria está avalando los ataques de los antiguos “yihadistas” contra comunidades religiosas y étnicas que conformaron hasta ahora el espectro social sirio. Sin bien, por motivos obvios, no se ha entrevistado con Benjamín Netanyahu, qué duda cabe de que los contactos deben ser tan fluidos como con Washington.

Y que, al parecer, las fuerzas residuales del Hayat Tahrir al-Sham, compuestas mayoritariamente por sunitas, hoy centro del nuevo ejército sirio, ejecutan una campaña de exterminio contra cristianos y chiitas, convertidos desde el ocho de diciembre pasado en el blanco de esa fuerza.

Los sunitas, que representan el setenta por ciento de los veinticinco millones de sirios, han tomado el control de todos los estamentos gubernamentales y creado el ya tenebroso Jihāz al-Amn al-ʿĀmm (JAA), el nuevo servicio de inteligencia sirio desde donde se ejecutan operaciones de persecución contra las minorías. Fundamentalmente, contra los alauitas (chiitas), que representan un quince por ciento del total de la población y a la que pertenece la familia al-Assad.

Han sido numerosas y poco difundidas las matanzas contra la comunidad alauita. Miles de ellos han sido obligados a abandonar sus viviendas en Damasco, Homs y Alepo: donde además se han realizado arrestos masivos y desapariciones forzadas. En enero, cerca de dos mil alauitas fueron detenidas acusadas de haber colaborado con “el régimen Assad”; de pocos de ellos se han vuelto a tener noticias.

En marzo, en la región costera de Latakia y Tartus, se reportaron cerca de doscientos mil alauitas que sufrieron desplazamientos forzosos; cuarenta mil ya han huido al Líbano y centenares de ellos han sido ejecutados.

Mientras que combatientes drusos en el este de la ciudad de Jaramana, a unos ocho kilómetros de Damasco, intentan todavía contener a las fuerzas del actual gobierno.

Muchos de estos crímenes fueron reivindicados por el grupo Saraya Ansar al Sunnah (Brigadas de los partidarios de la comunidad (sunna)), que opera desde el primero de febrero pasado y a todas luces es un brazo parapolicial del militar del JAA.

Desde entonces las desapariciones, las ejecuciones y los secuestros extorsivos no se han detenido. Los barrios alauitas están siendo patrullados por grupos parapolicias generando terror en esas comunidades.
Mientras que desde el mismísimo estado se derraman campañas publicitarias donde se exaltan los valores del islam sunita, alentando el odio hacia cualquier minoría, a excepción de la kurda, que rápidamente se ha alineado al nuevo régimen.

La vieja costumbre del terror

Llámese Abu Mohammed al-Jolani o Ahmed al-Sharaa; se autodenominen Fuerzas Armadas de Siria, Hayat Tahrir al-Sham, Jihāz al-Amn al-ʿĀmm o Saraya Ansar al-Sunnah, lo único cierto es que no pueden escapar al patrón terrorista que, desde que sus fundadores se instalaron en Siria, tras el comienzo de la Primavera Árabe en 2010, han mantenido de manera inalterable.

A más de seis meses de haber tomado el control del país, con el guiño de los Estados Unidos e Israel, los terroristas no cesan en sus operaciones, profundizando cada vez más sus acciones.

El pasado domingo veintidós, un shahid (atacante suicida) con uniforme militar ingresó a la Iglesia Ortodoxa Griega Mar Elias del barrio damasquino de Dwelaa, una zona de clase trabajadora, densamente poblada, extremo oriental de la capital, donde unos doscientos cincuenta fieles que habían asistido a la misa se encontraban concentrados en sus rezos. El terrorista, tras insultar a los feligreses, antes que quienes estaban en sus cercanías pudieran detenerlo, se detonó, arrasando una importante parte del templo, matando a más de cincuenta personas e hiriendo a otras cincuenta.

Según se ha conocido anteriormente, en Dwelaa, un barrio extremadamente empobrecido por los últimos años de guerra en el país, ya había sufrido hechos de violencia sectaria. Meses atrás, un misterioso vehículo se había detenido frente a esa misma iglesia, intentando amedrentar que, ante la reacción de los feligreses, debió ponerse en fuga. Desde entonces, miembros de esa comunidad fueron amenazados a través de sus redes.
Después del ataque a Mar Elias, el presidente Ahmad al-Sharaa, por intermedio de un comunicado, condenó el atentado, prometiendo… lo de siempre, “trabajar día y noche” y utilizar “todas nuestras agencias de seguridad especializadas para capturar a los responsables”.

Más tarde, el Ministerio del Interior aseguró que el atentado del domingo fue responsabilidad del Saraya Ansar al-Sunna, de la que el gobierno se desvincula y acusa de ser una khatiba del Daesh.

En todas las comunicaciones gubernamentales se llamó a las víctimas del atentado “muertos”, y no “mártires”, un detalle que excede lo semántico, para hacer una fuerte diferenciación religiosa. Lo que produjo mucha indignación en la comunidad cristiana, que desde el inicio del conflicto en 2010 se ha mantenido al margen, dejando bien en claro el pensamiento y la dirección de los fundamentalistas que gobiernan actualmente Siria. En algunos barrios cristianos de la capital y en otras ciudades, se han detectado trampas explosivas colocadas en autos estacionados en cercanías de iglesias, parroquias e incluso viviendas “sospechadas” de que en ellas viven cristianos. Mientras las mujeres que salen a la calle con velo han comenzado a ser acosadas.

Los funerales de las víctimas, para lo que se ha debido solicitar aportes individuales de miembros de la comunidad, dada la crisis económica, se transformaron en un acto político, ya que a él asistieron ciudadanos de diversas ciudades y pueblos del interior, que, si bien dado el apoyo internacional con que cuenta el gobierno, podría significar un paso importante para integrar a los diferentes grupos que resisten a los antiguos terroristas, y que con acciones como la del pasado domingo, intentando escarmentar a los disidentes.

Inmediatamente después del ataque a la iglesia de Dwelaa, se han interrumpido las actividades en las principales iglesias y capillas cristianas del país, principalmente en Alepo, la capital cristiana del país, que alcanzó a tener una población de cerca de doscientos mil feligreses, y que tras los quince años de terror fundamentalista ha disminuido de manera contundente. Al igual que en otros grandes centros cristianos de Siria, como Damasco, al-Qamishli, Homs, Latakia o Hamá, donde estas comunidades, debido a las persecuciones de al-Nusra a partir del 2011 y el recrudecimiento de los enfrentamientos interreligiosos e interétnicos, desde mediados de 2024, se han debido desplazar miles de cristianos considerados kufar (infieles), al igual que los chiíes en este caso denunciados como murtaddun (apóstatas) por los integristas.

Es poco probable que la orden del ataque contra la iglesia de Mar Elias haya salido de la oficina del antiguo muyahidín al-Jolani, hoy reconvertido en un ejemplar presidente proccidental, aunque su amancebamiento con norteamericanos y sionistas ya lo habrá puesto en la mira de muchos de sus antiguos hermanos, por lo que hechos como los del domingo veintidós se repetirán con mayor frecuencia.

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