Recuperar la idea socialdemócrata

Thomas Meyer

Recuperar la idea socialdemócrata

Recientemente se cumplieron 150 años del nacimiento del Partido Socialdemócrata de Alemania (spd). Pero además del aniversario –siempre una oportuna ocasión para la introspección–, es la actual crisis económica y financiera la que llama a una reflexión profunda y urgente sobre las ideas y las prácticas socialdemócratas. En este artículo, el autor convoca a recuperar la radicalidad de la socialdemocracia retomando de manera militante sus cinco grandes objetivos: igualdad, superación de la sociedad de clases, Estado social universal que asegure la inclusión, seguridad social y humana y predominio de las decisiones políticas democráticas frente al poder de la gran propiedad y los mercados.

Si un partido con 150 años de historia no se conforma con mantener «la vitalidad de siempre» y aspira a continuar su misión trascendente con un nuevo impulso, adaptado a las profundas transformaciones de la actualidad, debe estar preparado para cambiar a tiempo. Para ello no puede seguir el modelo del «cuasicristal», que depende de la percepción del observador para detectar algún punto de conexión en los muchos episodios divergentes a partir de los cuales se compone su práctica, a lo largo de las circunstancias cambiantes entre oposición y gobierno. En función de las necesidades, el Partido Socialdemócrata de Alemania (spd, por sus siglas en alemán) ha realizado más de una gran innovación a través de su larga historia. Décadas de controversias condujeron desde la «sociedad socialista del futuro», promovida en los años fundacionales, hacia el «socialismo democrático» basado en los valores fundamentales, como proceso de reforma permanente al estilo del Programa de Godesberg1. La identidad partidaria posterior a Godesberg tuvo mucho que ver con la época dorada de la democracia social. Dicha experiencia se desarrolló durante las primeras tres décadas de posguerra, en las que los rasgos más horrorosos del viejo capitalismo –así se lo denominaba– parecían medianamente dominados después de la catástrofe sin precedentes que habían significado el fascismo y la Segunda Guerra Mundial. Más aún, por entonces casi todo indicaba que finalmente se pondría en marcha el tan anhelado proceso de avance lineal, que civilizaría cada vez más y mejor a la fiera desenfrenada para convertirla en el animal doméstico útil de una sociedad democrática. Por cierto, a diferencia de lo que señalaban algunos de los adversarios izquierdistas, este optimismo socialdemócrata nunca fue ciego. En todas sus plataformas, tanto en Alemania como en el resto de Europa, los partidos socialdemócratas siempre marcaban la necesidad de controlar democráticamente la propiedad de los grandes medios de producción y regular los mercados. De cualquier forma, poco a poco surgió una discrepancia entre este análisis de tono escéptico y una filosofía política práctica orientada a la armonía social, en cuyo marco se insertaron con firmeza y solidez –según parece– las promesas socialdemócratas de reforma.

Tras una lucha de década y media, que por momentos resultó encarnizada, apareció la muda ecológica del viejo partido obrero como respuesta frente a las grandes crisis ambientales y el fortalecimiento de los nuevos movimientos sociales a partir de los años 70. Sin embargo, en los últimos tiempos, el supuesto animal doméstico de la democracia social, el capitalismo amansado, comenzó a tirar con fuerza de su correa (que antes, siguiendo las aparentes leyes de hierro de la globalización, se había aflojado y debilitado por el desgaste gradual). Aunque el animal aún no ha logrado desembarazarse por completo del control, la peligrosa extensión de la correa ya ha socavado sensiblemente el bienestar y la seguridad de muchísima gente en el mundo, así como la paz social en Europa. Ante la necesidad de intentar una domesticación renovada y más eficaz, habida cuenta de las experiencias realizadas, el miedo a un fracaso total se ve alimentado por la irritante impotencia y una vacilación política incomprensible. Con sus «armas financieras de destrucción masiva» (Warren Buffett), el nuevo capitalismo de mercado ha acumulado un enorme potencial de aniquilación y al mismo tiempo ha generado una gran cantidad de dependencias. Son muchos los que ahora comienzan a preguntarse, incluso en los más altos niveles políticos, si las formas convencionales de gobierno aún permiten alcanzar una defensa exitosa y escapar de sus garras sin producir un total descalabro en la economía mundial. Mientras tanto, las embestidas ya han provocado una ola de indignación y resistencia en casi todos los países afectados, con una magnitud que no se registraba desde hacía mucho tiempo y con un especial ímpetu en Europa.

A la hora de domesticar el capitalismo salvaje –después de la catástrofe combinada causada por la crisis económica mundial, el fascismo europeo y la Segunda Guerra–, la democracia social fue el único proyecto histórico que resultó exitoso durante décadas. Sin embargo, nunca pudo concretarse de manera íntegra, ni siquiera en la época dorada que significaron los primeros 30 años de posguerra. Los mayores déficits existieron, sobre todo, en los ámbitos claves de la economía. Pero el proyecto impulsó notables avances en la mayoría de los países europeos, especialmente en el norte del continente. Incluso en Estados Unidos hubo dos olas de política parcialmente afín: por un lado, el New Deal, como respuesta a la crisis económica mundial de los años 30; por el otro, la Great Society del presidente Lyndon Johnson, como respuesta a las masivas protestas sociales efectuadas por sectores marginados en la década de 1960. Ellas llevaron mucho más que un mero soplo de democracia social, introduciendo importantes regulaciones en el sector financiero (que, en sus rasgos esenciales, volvieron a anularse cuando parecía que lo peor ya había pasado).

Con sus «armas financieras de destrucción masiva» (Warren Buffett), el nuevo capitalismo de mercado ha acumulado un enorme potencial de aniquilación

En las dos últimas décadas quedaron suprimidos algunos logros que parecían asentados y que figuraban en el haber histórico de la socialdemocracia, como seguridad, participación, igualdad social, movilidad y predominio de la democracia sobre el poder económico. Esto fue el resultado no solo de la gran crisis, sino también de los recortes previos dirigidos a evitarla. El proceso se desarrolló al principio de manera sigilosa, con pequeños pasos y en muchos frentes, pero sin grandes debates ni decisiones democráticas abiertas. De repente, debemos reconocer que nuestras sociedades se asemejan mucho a las de la época anterior a la socialdemocracia. Nuevamente se acentúa la división de clases en bloques, se eliminan las oportunidades de ascenso social y aumenta el riesgo de caer en la precariedad, mientras el contrapoder sindical se debilita y el Estado democrático tiene cada vez menos poder para imponer las reglas a la economía.

El perfil se acentúa

De este modo, con un nivel de intensidad y rapidez mayor al previsto, surgió «objetivamente» (en las propias relaciones reales) un «momento socialdemócrata», que ahora exige una respuesta adecuada. Tal vez los perjudicados e indignados no lleguen a ser 99% de la población mundial, como indicó el Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz, pero la cantidad en Europa supera largamente la de cualquier otro momento desde el reinicio político tras la Segunda Guerra.

Este desarrollo plantea a la socialdemocracia una pregunta identitaria: «¿qué hacer?». Para alcanzar respuestas consistentes y –sobre todo– creíbles, es necesario aclarar antes otra cuestión: «¿cómo fue posible?». Dentro de este marco, debemos prestar especial atención a tres interpretaciones. En primer lugar: la tesis de Karl Polanyi ha demostrado en forma convincente y por segunda vez en un plazo relativamente breve que la domesticación social del capitalismo no es un proceso de avance lineal, sino un resultado precario y provisorio dentro de un esquema de permanente inestabilidad, que oscila entre las fases de expansión del capitalismo de mercado (cuando decaen las fuerzas de resistencia social) y las etapas de inclusión social (cuando crece la indignación frente a sus embestidas). En segundo término: la globalización del mercado no solo es una realidad, sino también una excusa. Como realidad, genera una mayor competencia entre las empresas y entre los órdenes sociales, aunque lo hace parcialmente y de ninguna manera abarca todos los sectores. La respuesta anglosajona radica en eliminar las regulaciones y desechar la inclusión social; el modelo escandinavo, por su parte, apunta a modernizar ambos aspectos. Con sus limitaciones, los gobiernos elegidos democráticamente pueden decidir entre esas dos alternativas. Bajo la presión de la globalización como ideología, una gran cantidad de países (entre ellos, Alemania) ya han recorrido un largo tramo siguiendo la primera de las opciones. En tercera instancia: sin duda, fue una buena intención la que llevó a los gobiernos socialdemócratas a reducir las regulaciones del mercado; supuestamente, la mayor competencia aceleraría al máximo la recuperación en materia de empleo e ingresos y, al mismo tiempo, aseguraría la inclusión y los fundamentos del Estado social. Sin embargo, esta expectativa solo se cumplió de forma parcial, mientras que los objetivos socialdemócratas esenciales –igualdad, seguridad social y control democrático de la economía– se vieron seriamente afectados. El balance es dudoso: la socialdemocracia pagó un alto costo en términos de credibilidad; aunque este daño ya se ha subsanado en gran medida en los papeles, no ocurre lo mismo en la práctica.

La nueva situación ofrece la oportunidad de recrear un accionar con credibilidad, siempre que se mantenga el «momento socialdemócrata». Para aprovechar la ocasión, es necesario cumplir dos requisitos. En primer lugar, la socialdemocracia debe mostrar un perfil político vinculado efectivamente al modo de superar la crisis, exponiendo con claridad su enfoque del problema y la «radicalidad» de su visión. Además, sin ningún tipo de represiones ni maquillajes demoscópicos, debe expresar sus objetivos: superar la desigualdad y la división de clases sociales, poner freno al capitalismo financiero de mercado y crear una Europa solidaria, como condición para impulsar todas aquellas iniciativas en las que las sociedades ricas deben invertir más que las pobres. También hay que lograr que la democracia social se recupere del daño sufrido en la realidad y se reconstituya como una perspectiva confiable para alcanzar una buena sociedad, enfrentada al capitalismo financiero.

¿De dónde vendrá el impulso?

La nueva respuesta debe ser ambiciosa e ir más allá de los objetivos que resultan alcanzables hoy y mañana, no como un utopismo del mero deseo, sino como una utopía realista con fundamentos concretos y viables. Después de las experiencias realizadas y los amplios debates desarrollados en los últimos años, queda claro lo que esto significa. Se trata de renovar a tiempo los cinco grandes objetivos perseguidos históricamente por la socialdemocracia: igualdad, superación de la sociedad de clases, Estado social universal que asegure la inclusión, seguridad social y humana y predominio de las decisiones políticas democráticas frente al poder de la gran propiedad y los mercados. En este programa de utopía realista no hay nada obsoleto ni anticuado; solo es necesario volver a afilarle los dientes: en el lenguaje, en los símbolos, en el asunto tratado. Sigue siendo radical en sus reivindicaciones, incluso más que antes del golpe actual del péndulo de Polanyi. Sin embargo, la socialdemocracia siempre se diferenció del utopismo izquierdista por no dejarse llevar por el radicalismo verbal, con sus fórmulas populistas y sus promesas vacías.

Los escépticos se preguntan: ¿de dónde vendrá el entusiasmo para generar ese resurgimiento después de 150 años? ¿O acaso la voluntad de cambio del spd no está estancada desde hace tiempo, con muchos funcionarios, mandatarios y electores socialmente saturados tras una historia tan larga? Son buenas preguntas, pero también hay buenas respuestas. Bajo las actuales condiciones de competencia política, el prestigio, la credibilidad, la vida y el éxito de un partido socialdemócrata solo pueden originarse de una forma: absorbiendo y reuniendo toda la indignación y pasión de todos los intereses y fuerzas que impulsan una sociedad mejor. Por cierto, incluso después de 150 años, queda claro que este proceso no ocurre únicamente fuera del partido, sino que también vuelve a profundizarse en su interior como consecuencia del retroceso social. En definitiva, la injusticia social y la incapacitación política impuestas por el nuevo capitalismo financiero de mercado nos indignan a todos.

Nota:

1. Aprobado en 1959, suele considerarse el Programa de Godesberg como inicio del spd como partido popular impulsor de reformas sociales en lugar de un partido de los trabajadores influido por las teorías marxistas; en ese congreso, el partido abandonó los postulados vinculados al estatismo en favor de una economía social de mercado. Sobre el tema, v. Peter Von Oertzen: «El futuro del programa de Godesberg» en Nueva Sociedad No 7, 7-8/1973, disponible en [N. del E.].

Thomas Meyer: profesor emérito de Ciencias Políticas en la Universidad de Dortmund y jefe de redacción de Neue Gesellschaft/Frankfurter Hefte. Sus últimos trabajos publicados son Soziale Demokratie. Eine Einführung [Socialdemocracia. Una introducción] (vs, Wiesbaden, 2009) y Was ist Fundamentalismus? [¿Qué es el fundamentalismo?] (vs, Wiesbaden, 2011).

Traducción del alemán de Mariano Grynszpan.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad No 247, septiembre-octubre de 2013, ISSN: 0251-3552.

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