Roberto R. Aramayo, Instituto de Filosofía (IFS-CSIC)
Ernst Cassirer se propuso combatir al nazismo desde la historia de las ideas y para ello decidió recurrir a ciertos pensadores, entre los que se contaba Immanuel Kant.
Como pensaba Cassirer, los climas culturales condicionan que impere una u otra forma de hacer política. Recordemos algunas de las consideraciones que hace Kant en obras como Hacia la paz perpetua o Teoría y práctica.
Las tesis de Hacia la paz perpetua
El Tratado de Basilea se firma en 1795, tras la paz entre la primera República Francesa con el Reino de Prusia. Su monarca decidió abandonar la coalición contrarrevolucionaria liderada por Austria porque le interesaba el botín arrojado por una nueva partición de Polonia y un protocolo secreto le aseguraba la devolución de los territorios conquistados por los franceses al este del Rin.
Ese mismo año Kant redacta su ensayo titulado Hacia la paz perpetua: Un diseño filosófico, remedando la estructura que articula un tratado de paz convencional, destilando grandes dosis de sarcasmo e ironía, mientras presenta ideas muy dignas de consideración.
Entre los artículos preliminares, Kant aboga por la supresión total de los ejércitos permanentes, entiende que ningún Estado debe inmiscuirse por la fuerza en la constitución o el gobierno de otro cuya soberanía no puede conculcar y asume que no se tendrán por válidos aquellos tratados cuyo trasfondo secreto esconda las premisas de una guerra venidera.
Los artículos definitivos trasladan al derecho internacional la idea de Kant sobre lo que debe ser una constitución republicana, presidida por los principios de libertad, igualdad e independencia o autonomía. Tal como individualmente renunciamos a nuestra libertad sin límites para formar parte de una comunidad, los Estados deben hacer otro tanto y garantizar su mutua seguridad renunciando a seguir únicamente los dictados de sus caprichosos intereses e imponérselos a los demás por la fuerza y la violencia.
Kant no es partidario de gigantescos Estados cuyo poderío les invite a ejercer el despotismo sobre los demás. Las relaciones internacionales deben sustentarse sobre un federalismo de estados libres, una confederación de pueblos que se vayan asociando sin llegar a fusionarse, para mantener sus rasgos idiosincrásicos y conservar su soberanía sin dejar de considerarse al mismo tiempo integrantes del orden mundial, porque todos y cada uno somos también ciudadanos del mundo, al margen de nuestra filiación particular.
Esta perspectiva cosmopolita le parece fundamental y nada tiene que ver con el uniformador fenómeno de la globalización.
La deseable simbiosis entre moral y política
En la segunda edición Kant añade un artículo secreto donde se pide atender a la reflexión ético-filosófica. Los Estados armados para la guerra deberían tener en cuenta cuanto digan los filósofos sobre las condiciones de posibilidad para una paz perpetua. Kant no suscribe la tesis platónica de que los filósofos deben gobernar la nave del Estado, pero sí deben poder asesorar a los gobernantes para que iluminen sus asuntos. No cabe aguardar que los reyes filosofen o los filósofos devengan reyes, ni tampoco hay que desearlo, porque la posesión del poder nubla toda reflexión y el poder absoluto corrompe absolutamente.
Puesto que los políticos acostumbran a despreciar el razonamiento moral de los filósofos, por ser muy teóricos y no apegarse a la realidad, Kant les pide que, cuando menos, muestren cierta coherencia y no concedan a sus propuestas ninguna relevancia, puesto que según ellos, a fuer de inocuas, habrían de ser totalmente inofensivas para su inicuo proceder. Kant sólo reclama que desde la reflexión filosófica se sigan haciendo audaces propuestas teóricas, con la esperanza de acometer lo imposible para cambiar ciertas cosas, como el fatídico hecho de ver las guerras como algo inevitable.
Kant reivindica el principio de publicidad como directriz fundamental del derecho y una piedra de toque para decantar lo injusto. Desde luego, decretar un apagón informativo y perseguir cualquier tipo de crítica o disidencia, eliminando al adversario de uno u otro modo, no son cosas que casen con el planteamiento kantiano.
Al Kant de Hacia la paz perpetua le gusta imaginar “un político moral para quien los principios de la prudencia política puedan ser compatibles con la moral, mas no un moralista político que se forje una moral según la encuentre adaptable al provecho del estadista”.
El síndrome de Putin
El primer apéndice de Hacia la paz perpetua nos advierte que “quien acapara el poder en sus manos no se dejara prescribir leyes por parte del pueblo”, describiendo lo que ahora podríamos denominar el síndrome de Putin: “Si una parte del mundo se siente superior a otras, que por lo demás no se interponen en su camino, no dejará de utilizar como medio para reforzar su poderío el pillaje o incluso la dominación de las otras partes del mundo”.
Aunque parezca una quimera en esta tesitura histórica, es muy posible que sigan siendo absolutamente válidas estas palabras del Kant de Teoría y práctica:
“Ningún Estado se halla seguro frente a otro respecto de su independencia o patrimonio. Para esto sólo hay una solución: instaurar un Derecho internacional fundado en leyes públicas coercitivas a las que todo Estado habría de someterse. Pues una paz universal y duradera lograda gracias al denominado equilibro de las potencias en Europa es una simple quimera, comparable a esa casa de que nos habla Swift, tan perfectamente construida por un arquitecto conforme a las leyes del equilibro que, al posarse un gorrión encima, se desplomó en un santiamén”.
¿Quién declara las guerras?
La Unión Europea confiaba en una mediación por parte de China. Esta expectativa parece infundada tras ratificar el gobierno chino su alianza con Rusia, la cual viene a garantizar nada menos que la paz mundial, según rezan las declaraciones de su portavoz. Desde luego no deben compartir esa opinión los ciudadanos de Ucrania, obligados a dejar su país o a defenderlo en una lucha harto desigual en lo tocante al equipamiento militar.
Nadie sabe cuál puedan ser el desenlace y las terribles consecuencias de una guerra convencional en suelo europeo, donde una de las partes, que cuenta con un imponente arsenal nuclear, amenaza con represalias inimaginables a quienes le lleven la contraria.
Seguramente Putin sufra un descalabro interno por el descontento de sus propios compatriotas y los oligarcas que se han amasado grandes fortunas como la suya propia. Hasta entonces todo será sangre, sudor y lágrimas.
Debemos replantearnos muchas inercias que permiten situaciones tan abominables y que sólo pueden ser evitadas a largo plazo con otra forma de ver las cosas. Entretanto, no resulta ocioso subrayar cosas que son bastante obvias pero tendemos a olvidar:
“Si para decidir si debe o no haber guerra, se precisa el consentimiento de la ciudadanía como no puede ser de otro modo en una constitución republicana, nada resulta más natural que se pondere mucho el inicio de un juego tan funesto, dado que son los ciudadanos quienes acaban asumiendo todas las penalidades de la guerra. Pero la guerra es lo más fácil del mundo si un jefe de Estado ejerce como su propietario y no le hace perder ni un ápice de sus cacerías, palacios de recreo u otras cosas por el estilo, pudiendo declararla por motivos insignificantes, como si fuera una especie de juego”.
Hacia la paz perpetua, Kant
Roberto R. Aramayo, Profesor de Investigación IFS-CSIC (GI TcP Etica, Epistemología y Sociedad). Historiador de las ideas morales y políticas. Proyectos: INconRES (PID2020-117219GB-I00), RESPONTRUST (CSIC-COV19-207), ON-TRUST CM (HUM5699) y PRECARITYLAB (PID2019-10), Instituto de Filosofía (IFS-CSIC)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.