Testimonio del primer director del Parque Nacional Corcovado
Por Alberto Salas
Yo llegué a Corcovado con oficio en abrir áreas protegidas. Había sido voluntario en el PN Volcán Poás con el Club Leo en 1970, pasé luego al SPN en 1974, como jefe del Taller de Interpretación —esa disciplina tan olvidada hoy—, y más tarde asumí encargos puntuales: en el Monumento Nacional Cahuita para expropiar la casa de Puerto Vargas a la Lumber Company (subsidiaria de la Compañía Bananera de Costa Rica), y en el Parque Nacional Tortuguero en 1975 para levantar las estaciones de guardaparques en Cuatro Esquinas, Jalova y Lomas de Sierpe Azul. Álvaro Ugalde supo ver en mí a alguien dispuesto a empezar desde cero.
Cuando pisé por primera vez Corcovado aún funcionaban el comisariato, la cantina y la bodega de don Félix Avellán, también comerciante en Carate. Dormí en una bodega de granos y allí empecé a entender la complejidad humana del parque: coligalleros, precaristas y oportunistas políticos que alentaron invasiones; un diputado que organizó marchas de ocupación; y hasta un piloto —apodado “Muñeco Araya”— que llegaba con motosierras que se pagaban con madera o carne de monte. La conservación no empezaba en el bosque, sino en la realidad social.
Nuestra meta en dos años y resto fue clara: sanear el PNC. Sine embargo, no trabajé solo. Al SPN se sumaron el Instituto de Tierras y Colonización (ITCO) hoy INDER, la Guardia Rural y la Sección Aérea. ITCO peritaba “mejoras” (que ironía) y evaluaba compensaciones; la Guardia escoltaba y también me protegía cuando yo debía pagar subsidios quincenales a 115 familias (unas mil personas) para que no hicieran nada relacionado con talar y abrir montaña. Ellos, con humor ácido, lo llamaban “el suicidio”. Defensa Civil (hoy CNE) tramitaba los pagos; RECOPE transfería a ITCO, e ITCO a Defensa Civil. En tiempos de Roger Morales se había intentado con alimentos, pero la logística a de volar a Sirena y Llorona, desde la Sección Aérea en el Juan Santamaría, era compleja.
La protección aérea fue posible gracias a la insistencia de Álvaro Ugalde y a la atención del presidente Daniel Oduber y, muy especialmente, a influencias de doña Marjorie Oduber. También a don Rodolfo Quirós Guardia, exministro de Agricultura quien fue clave para articular la Sección Aérea e ITCO con el SPN y Álvaro Ugalde. Fue un arreglo ganar–ganar: con donaciones internacionales gestionadas por Álvaro Ugalde y el CCT se mantenían en óptimas condiciones las aeronaves (Cessna 182, Cessna 208 y Otter de Havilland) que nos transportaban a mi, los guardaparques y los alimentos y materiales al PNC.
Tras año y medio de trabajo conjunto, RECOPE giró los fondos de pago por mejoras para precaristas y poseedores. Hubo cheques muy altos —recuerdo el del señor Marenco, equivalente casi a un millón de dólares de la época (mas de seis millones de colones, al cambio de esa época del dólar a 6,60 colones)— y un costo humano alto: además de trasladar familias por aire y mar con sus enseres, pertenencias y hasta sus perros de caza, al personal del PNC nos tocó construirle las casas a los desalojados en la Finca Cañaza, cerca de Puerto Jiménez la cual fue expropiada al señor Santi Ovares para reasentar a las familias. Aquello terminó llamándose “Pueblo Negro” por las láminas oscuras del techo.
Con el parque saneado, vino el manejo colateral: retirar ganado, caballos y cerdos (se pagó por los animales), donar reses a vecinos de Carate, aprovechar caballos para logística interna del parque y —como política de limpieza de especies invasoras, — sacrificar un cerdo por semana y así además de limpiar el parque, mejorar la dieta del personal.
Luego, la discusión estratégica: ¿seguir transportando por aire madera y zinc para las casas de guardaparques o usar lo que el propio bosque, de manera responsable, ofrecía? Propuse comprar aserraderos portátiles para procesar madera muerta y techumbre de suita y guágara. Álvaro Ugalde no quiso firmar, y, con todo mi respeto y admiración hacia él, insistí hasta que el Oficial Mayor del MAG, Diógenes Amador, autorizó la compra. Con eso reconstruimos la vieja estructura de don Félix Avellán: en dormitorios dignos, oficina, comedor-cocina y —clave— un segundo piso de unos 250 m² para investigadores. Allí Daniel Janzen y sus estudiantes encontrarían base para profundizar la ciencia en Corcovado. La logística la ordenamos con la ayuda de un operador excepcional conocido como “Rojitas”, exguada rural con mucha experiencia que vivía en Tres Ríos.
Dos emergencias marcaron nuestra cultura de seguridad. La primera: el orero “Caite de Pato”, mordido por una terciopelo; el rescate tardó, aplicamos indicaciones del Calderón Guardia por “phone patch” tres vacunas de suero antiofídico y, pese a todo, falleció en la madrugada. Me tocó, por primera y única vez, levantar un acta de defunción. La segunda: un joven guardaparque mordido por una terciopelo bebé —jugar con una víbora nunca es juego—. El avión llegó casi al anochecer, aterrizamos a las 19:00 en el Juan Santamaría y a las 20:00 estaba en el hospital. Pasó tres meses internado. De allí nacieron protocolos más estrictos.
También atendimos el componente de rescate de fauna. Rescatamos una jaguar hembra, “Vita”, capturada viva en San Vito de Java (hoy San Vito de Coto Brus); con apoyo veterinario del ITCO, la trasladamos y liberamos preñada en el parque. Semanas después se vieron huellas de una madre con dos crías; luego sólo con una. Y también llegó “Pancho”, un mono araña que no pudimos rehabilitar del todo y que terminó trágicamente por una coz de caballo, porque les halaba el rabo. Cuando el Parque Bolívar por razones de espacio dejaba de mantener individuos en cautiverio, nos tocó decidir caso por caso, siempre con ética y realismo.
Entregué Corcovado sin poseedores y precaristas a mi amigo y colega Bernardo Madriz, y sólo con seis coligalleros eventuales que llegaban a Sirena a vender oro y a contar historias; a uno de ellos, “Rubí”, lo contratamos como guía y guardaparque. Después seguí mi camino…
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