Guadi Calvo
¿No será hora de preguntarse si lo que en verdad sucede en Pakistán no es una guerra civil? Quien siga la información sobre el país centroasiático, se encontrará a diario con la misma noticia: Muertos en… todas partes
Ya no importan las precisiones: del lugar, las causas o las cantidades. Todos los muertos suman, en el atormentado país de los puros, aunque parece que nadie se toma la molestia de contarlos. Al tiempo que la crisis económica se abisma a raíz del ciclo de siempre: endeudamientos, políticas del FMI, inflación, desocupación, mayor endeudamiento.
Lo que sin duda incide en el amplio abanico de violencia: la insurgencia islámica, sobre la Línea Durand; la frontera con India, Cachemira; la lucha independentista de Baluchistán; las tensiones con los talibanes afganos; las disputas políticas o las persecuciones religiosas.
Desde el día veinticuatro, todo Islamabad permanece militarizada y prácticamente sin servicios de internet y telefonía móvil, en espera de que cientos de miles de partidarios del primer ministro depuesto, Imran Khan, que están intentando llegar a la capital, a pesar de las órdenes judiciales que lo han prohibido bajo pena de prisión, y de que las fuerzas policiales hayan cerrado los caminos y puentes. A pesar de todo, familias enteras de militantes del Pakistán Tehreek-e-Insaf o PTI (Movimiento por la Justicia de Pakistán) de todo el país marchan a la capital, convocados por su líder encarcelado, injustamente a partir de un juicio con causas fraguadas, para reclamar su liberación. Sin que, hasta el momento de escribir estas líneas, todavía la concentración no se haya producido, al tiempo que la tensión de ambos lados aumenta, la jornada del lunes puede ser histórica.
La violencia extrema que desde hace décadas sacude a Pakistán, no ha podido contenerla nadie y mucho menos el gobierno espurio de Shehbaz Sharif, a quien no le tembló el pulso para asumir el cargo, después de que una componenda entre la embajada norteamericana y el ejército pudiera derrocar y encarcelar a Imran Khan, el líder popular más importante de la historia del país, desde Zulfikar Ali Bhutto, también Primer Ministro, también derrocado por un golpe militar, aunque en su caso los sicarios terminaron ejecutándolo en 1979.
Las khatibas del Tehrik-e-Talibán Pakistán o TTP (Movimiento de los Talibanes Pakistaníes) operan a lo largo de la Línea Durand, como se conoce a la frontera de casi tres mil kilómetros entre Pakistán y Afganistán, y particularmente en la región de Waziristán, donde las operaciones contra puestos de las fuerzas de seguridad (Policía, Ejército y Guardias Fronterizas) y emboscadas a sus convoyes son prácticamente cotidianas. Estas operaciones en lo que va del año han generado entre mil quinientas y dos mil bajas a las tropas regulares. Sin que, desde Islamabad, que cuenta con todo el apoyo de Washington, se decida una campaña que limpie la frontera de terroristas.
La razón quizás se deba a que tanto el TTP como otras organizaciones, declaradas ilegales en 2018, como el Lashkar-e-Jhangvi (LeJ) (Soldados de Jhangvi), el Lashkar-e-Taiba (Soldados de los Puros) y Jaish-e-Muhammad (Ejército de Mahoma), que, con alguna periodicidad, atacan en diferentes áreas del país, han sido una creación, o por lo menos alentadas y financiadas, por el ejército, desde su poderosa oficina de inteligencia, el Inter-Services Intelligence (ISI), para utilizarlas según sus necesidades políticas.
Nunca las Fuerzas Armadas pakistaníes han estado subordinadas a ningún gobierno y, si alguno pretendió recortar su autonomía, como en los casos de Bhutto o Khan, ya se conoce su final.
El caso de los grupos insurgentes originarios de la provincia de Baluchistán es diferente. Mientras las khatibas integristas pretenden aplicar la sharia como forma de gobierno, los grupos baluchis, luchan por independizar su patria del poder central y recuperar el esplendor del kanato de Kalat, forzado a integrarse a Pakistán en 1955, cuando ya Pakistán e India se habían separado en 1947 a consecuencia de la retirada británica.
En la actualidad, la organización baluch más activa es el Ejército de Liberación de Baluchistán (BLA, por sus siglas en inglés), que en los últimos meses ha protagonizado importantes acciones contra intereses del gobierno central, pretendiendo su desestabilización y generar un estado de conmoción general, atacando también objetivos civiles, como el pasado nueve de noviembre, cuando un shahid (mártir) se detonó en la estación ferroviaria de la ciudad de Quetta, la capital de Baluchistán, asesinando a cerca de cuarenta personas. (Ver: Pakistán, el viejo orden está de vuelta).
Chiítas y sunitas, odio inmemorial
En este contexto de violencia, la renovada guerra entre chiíes y sunitas alcanzó en estas últimas semanas un nuevo estadio, cobrándose desde este viernes veintidós cerca de cien muertos y ciento cincuenta heridos.
Unas semanas atrás, habíamos hablado de las embocadas entre partidarios de la ummah o comunidad (sunitas) y los partidarios de Alí, primo y yerno del Profeta Mahoma (chiitas), en el distrito de Kurram, de la provincia de Khyber Pakhtunkhwa (K.P.), que entonces dejó cerca de cuarenta muertos, para completar el centenar, que en diferentes hechos se produjeron desde julio último. (Ver: Pakistán, matar y morir por el mismo Dios).
Tras la emboscada del día jueves, cuando, aparentemente, elementos sunitas, equipados con armas ligeras y automáticas y granadas de mortero, abrieron fuego contra una caravana chií de más de cien vehículos, que se dirigía desde la ciudad de Parachinar, cabecera del distrito de Kurram, a Peshawar, la capital de K.P.
A pesar de que la columna llevaba escolta policial, según algunos testigos, cuatro desconocidos emboscados al costado del camino abrieron fuego contra la caravana, dejando, además de los cerca de cien muertos, decenas de heridos, al menos once de ellos de extrema gravedad.
Tras esa embocada, el viernes por la noche y después de los rituales funerarios, los chiitas devolvieron el golpe atacando distintos pueblos sunitas, produciendo, una veintena de muertos, el incendio de unos trescientos comercios y alrededor de un centenar de viviendas.
Según las autoridades, los grupos armados abrieron fuego, saquearon edificios públicos, mercados e incendiaron un puesto de control policial, además de viviendas y tiendas. Los tiroteos se siguieron repitiendo, por lo menos, hasta el domingo por la mañana.
En el contexto de estos últimos enfrentamientos, más de trescientas familias chiitas han abandonado la región de Kurram, buscando refugio en las ciudades de Hangu y en Peshawar.
En las últimas horas del domingo, una comisión, constituida por importantes dirigentes provinciales, consiguió establecer un alto el fuego, para todo el distrito de Kurram, de siete días.
La comunidad chiíta pakistaní, que cuenta con unos cuarenta millones de los 240 millones de ciudadanos que tiene el país, es la segunda población chií más numerosa del mundo, después de la de Irán.
La persecución de la comunidad chiita en Pakistán suele golpearlos en diferentes regiones de Pakistán, donde las penas por blasfemia, suelen ser extremadamente duras, y para los sunitas más conservadores, como los wahabitas, los chiíes son considerados kafiris infieles o incrédulos.
En los últimos meses, unos cincuenta chiíes fueron acusados de blasfemia en Pakistán, el menor de ellos tiene tres años. Los castigos pueden incluso considerar la pena de muerte o la prisión perpetua, cuando no son linchados por la multitud, cuando el pecador es descubierto. Y los chiíes siempre han sido sospechosos de ese delito.
En septiembre del 2020, una ola de violencia contra la comunidad chií comenzó desde las redes con el hashtag: “infiel, infiel, los chiítas son infieles”, exigiéndole a las autoridades que todos los chiítas fueran declarados herejes.
A mediados de aquel mes, unos treinta mil sunitas fundamentalistas se reunieron en Karachi, llamando a la decapitación de los chiítas. Esa fue la mayor marcha anti chií en Pakistán en muchísimos años. La manifestación también tuvo sus réplicas en otras ciudades, incluso en Islamabad.
El inestable equilibrio que vive Pakistán, profundizado a partir del derrocamiento de Khan, en abril del 2022, parece tener todas las condiciones para que una guerra civil estalle; solo se trata de saber cuántos más muertos faltan.
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