No se desmantela un Estado sin consecuencias

Edipcia Dubón

Challo

Cuando se estudian ciencias políticas, el primer curso que suele abordarse es la “Formación del Estado”. En este curso se realiza un análisis profundo de la historia de la humanidad y de las formas en que se ha configurado el Estado, una estructura que parece depender de tres variables indisolubles: gobierno, ciudadanía y territorio. En este contexto, el Estado se presenta como un aparato que, más allá de lo institucional y operativo, se encuentra comprometido con el llamado contrato social, es decir, el acuerdo de convivencia entre los habitantes de un territorio.

A lo largo de la historia, la configuración de este pacto social se ha moldeado mediante conflictos, negociaciones y acuerdos, consolidando prácticas, tradiciones y leyes que definen cómo se gobierna; cómo se toman decisiones y cómo se gestiona el poder. Estas ideas tienen como precursor a Jean-Jacques Rousseau, quien conceptualizó el contrato social como la base para la organización política de la sociedad.

En este sentido, el Estado actúa como un elemento esencial y vertebrador, aunque muchas veces permanece oculto en la dinámica de la vida política y en la vida cotidiana de la gente. Sin embargo, si analizamos a contracorriente estos conceptos en el caso del régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo durante los últimos 17 años, queda claro que ha trastocado profundamente cada una de estas variables. Su gobierno ha sido el resultado del desmantelamiento del sistema de partidos políticos, seguido por el control absoluto del aparato Electoral y del Poder Legislativo.

Todo lo anterior no sólo ha garantizado su continuidad en el poder, sino que también ha permitido la consolidación de Rosario Murillo como “codictadora”, asegurando el ejercicio cada vez más creciente de su poder en el país.

En 2023, el régimen tuvo la osadía de declarar la muerte civil a ciudadanos nicaragüenses nacidos en el país (ius soli) y a hijos de nicaragüenses (ius sanguinis), a quienes los despojó de su nacionalidad, declaró “traidores a la patria” y les impuso otras “penas” arbitrarias como la confiscación de sus bienes.

En cuanto al territorio, el régimen ha protagonizado una serie de acciones que vulneran su integridad y trastocan la forma en que se ejerce control sobre él. Ejemplos de ello son la concesión del Canal Interoceánico, las más de 300 concesiones mineras y, más recientemente, las supuestas “reformas constitucionales” que pretenden ampliar su supuesto ejercicio de soberanía sobre el río San Juan, en abierta contradicción con sentencias firmes de la Corte Internacional de Justicia. Esa decisión abre otra puerta de conflicto con el país vecino Costa Rica que alberga a más de 500 000 nicaragüenses.

Estas reflexiones evidencian que el régimen, en su afán por concentrar el poder, ha minado lentamente las bases fundamentales de nuestro pacto como nación. Su golpe “maestro” lo da mediante supuestas reformas que, bajo el control coercitivo que ejerce, busca imponer un modelo sin contrapesos. Este modelo, descrito por Bob Jessop como “un Estado depredador”, opera como un parásito que drena la economía y la sociedad civil, ejerciendo un poder despótico que, en última instancia, no sólo socava a estas dos, sino al Estado mismo.

Los asesores del régimen parecen haber ignorado que, en la ciencia política, también se estudian los efectos de las configuraciones estatales. Dicho de otro modo, la forma en que un Estado se organiza tiene consecuencias estructurales profundas en el corto, mediano y largo plazo. Un Estado no opera en el vacío; su existencia está en constante interacción estratégica con la sociedad y el mundo. Aunque se asuma que este modelo puede perpetuarse ad aeternum, la falta de legitimidad y su lógica hegemónica constituirán el caldo de cultivo para una de las crisis más profundas que haya vivido nuestro país, misma que no sólo afectarán a la oposición sino también a los adláteres del régimen.

El estallido de 2018 ya evidenció el agotamiento de este modelo. La ciudadanía, mediante las formas convencionales establecidas, demandó un cambio. Sin embargo, siete años después, en 2024, el régimen ha intensificado su dominio ideológico y territorial a través de la represión y el absolutismo. Este camino de imposición cierra las puertas al diálogo, la paz y la concordia, arrastrando al país hacia un abismo de polarización y conflicto que no parece tener solución en el corto plazo.

Directora ejecutiva de Puentes para el desarrollo y directora del programa de televisión ContraPoder, coordinadora del Diálogo de Mujeres por la Democracia. Exdiputada de la Asamblea Nacional por el Movimiento Renovador Sandinista.

Fuente: divergentes.com

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