Leonardo Garnier
El pasado miércoles 6 de enero el mundo se vio sorprendido por la toma del Capitolio en Washington por parte de turbas trumpistas que, azuzadas por el propio Trump desde las afueras de la Casa Blanca, querían evitar la certificación parlamentaria de la elección de Joe Biden como nuevo presidente de los Estados Unidos. Sin embargo, por grotescas que fueran las escenas de estas turbas recorriendo el Capitolio, fue mucho más significativo que, horas después y restaurado el orden, más de la mitad de los legisladores republicanos, un sorprendente 56% de los congresistas y senadores de ese partido, votaran a favor de mociones que buscaban desconocer o cuestionar el resultado de las elecciones presidenciales en Estados Unidos. Estaban votando por desconocer la decisión popular, estaban votando contra la democracia.
El trumpismo: ¿acaba, o empieza?
El trumpismo y la presidencia de Trump han sido un fenómeno que ha conmocionado la política en los Estados Unidos y que ha asombrado al mundo. Contra todos los pronósticos y a pesar de ser visto con desdén y hasta burla por sus oponentes y por la prensa, en 2016 Trump destrozó a los precandidatos del establishment republicano. Luego, también contra lo esperado, derrotó a Hillary Clinton y, si bien no ganó el voto popular, lo cierto es que recibió 63 millones de votos. Cuatro años después, a pesar del pésimo manejo de la pandemia, Trump obtuvo aún más votos, alcanzando los 74 millones: más votos que cualquier otro candidato a la presidencia, excepto Biden, que le derrotó.
Aún en la derrota, Trump sigue siendo un fenómeno político. En diciembre, recién pasada su derrota, si bien el porcentaje de la población total que aprobaba el trabajo de Trump como presidente fue de 39% según una encuesta de Gallup (1), lo cierto es que seguía teniendo el apoyo de un 87% de los republicanos. Más grave aún: otra encuesta de la Universidad de Quinnipiac (2) mostró que un 73% de los republicanos estaban convencidos de que la derrota de Trump frente a Biden había sido el resultado de un fraude electoral masivo y generalizado. El propio Ted Cruz – patético personaje – lo dijo en el Capitolio: “Las últimas encuestas muestran que el 39% de los estadounidenses creen que las recientes elecciones fueron fraudulentas. Quizá ustedes no estén de acuerdo. Pero es verdad para casi la mitad del país”. La lógica circular de la mentira es tenebrosa: le mentimos a la gente diciendo que hubo fraude, mucha gente nos cree… y entonces decimos que debe ser cierto porque mucha gente lo cree.
Las turbas que vimos tomar el Capitolio son parte de esta masa fiel que sigue y apoya a Trump y que ni siquiera ven mal los actos bochornosos del pasado 6 de enero. De acuerdo con una encuesta de YouGov Direct (3), apenas una cuarta parte de los republicanos vieron esos eventos como una amenaza a la democracia y prácticamente la mitad de los republicanos dijeron apoyar activamente las acciones de quienes invadieron el Capitolio. Estamos hablando de que un 21% de los estadounidenses dijeron apoyar tales acciones.
Es en este contexto que cobra importancia la pregunta que se hizo el comentarista de CNN, Van Jones, la noche de ese día: “Todavía no sabemos qué es lo que estamos viendo. ¿Es esto el final de algo, o más bien el comienzo de algo? ¿Estamos viendo la agonía de algo feo en nuestro país, desesperado, a punto de desaparecer, o son más bien estos los dolores de parto de un trastorno peor?”
La contrarrevolución de ronald reagan y el trickle-down
Para responder esa pregunta es preciso ver un poco para atrás, porque nada de esto empezó con Trump. Desde la posguerra hasta los años setenta, la sociedad estadounidense no solo vivió años de progreso y crecimiento económico, sino que fueron también años de grandes luchas sociales que resultaron tanto en mejoras distributivas como en grandes avances de los derechos civiles, en particular de los derechos de las poblaciones afrodescendientes y de las mujeres. Ya desde esos años, el partido Republicano – el partido de Lincoln, el partido de la abolición de la esclavitud – se había ido moviendo hacia la derecha, marcado por personajes como Barry Goldwater y por el peso de los estados del Sur que, paradójicamente, dejaron de ser leales al partido Demócrata en la medida en que este se fue moviendo a posiciones de centro izquierda (que en Estados Unidos llaman “liberales”) y, sobre todo, a posiciones que apoyaron las causas de la población negra.
Así se fue gestando en Estados Unidos – y con más claridad desde el partido Republicano – una contrarrevolución conservadora. Nixon jugó un papel temprano en este proceso – recordemos la infame guerra contra las drogas diseñada para golpear tanto a la población afro como a los grupos radicales blancos – pero cayó antes de tiempo por su propia corrupción y torpeza.
El giro más radical se gestó a inicios de los ochenta y se concreta con la candidatura, triunfo y presidencia de Ronald Reagan, un actor de segunda en Hollywood que encontró su mejor papel en Washington. Su política económica resultó socialmente devastadora: el “trickle down economics” fue la receta cínica que ofrecía la alquimia de transformar las rebajas de impuestos a los ricos en mayor bienestar para los pobres. Ciertamente bajaron los impuestos a los ricos, pero nunca mejoró la situación de los pobres y más bien se inauguró un largo período de creciente desigualdad, como destaca un sinnúmero de investigaciones recientes, como las de Piketty, Zucman y Sáez (4), que muestran cómo la mitad más pobre de los hogares de los Estados Unidos, que habían llegado a recibir cerca del 22% del ingreso nacional en los años sesenta y setenta, pasaron a recibir cerca del 12% hacia 2014. Al mismo tiempo, el 1% más rico vio cómo su tajada del ingreso nacional crecía de un 11% a un 20% entre 1978 y 2014.
En un trabajo reciente de Kuhn, Schularick y Steins (5) se confirma esta tendencia y se destacan dos hechos: que fue la clase media la que más perdió frente a la creciente concentración del ingreso en los grupos más ricos, y que en eso años se profundiza la brecha racial en la distribución del ingreso y la riqueza. En términos agregados, la creciente desigualdad se traduce en un gran aumento del índice de desigualdad de Gini, que pasó de 0,43 en 1971 a 0,58 en 2016.
Religión y política: un ataque a la fibra moral de la nación
Pero el problema más grave no era económico. Recuerdo en mis años de estudiante en la New School for Social Research, en New York, cuando un grupo de compañeros conversábamos en la cafetería de la universidad, preocupados por las graves consecuencias que tendrían las políticas económicas y sociales neoliberales de la administración Reagan. De pronto se acercó nuestro profesor Robert Heilbroner, que nos había escuchado, y nos hizo ver las cosas desde otra dimensión. “No, muchachos – dijo – el problema con Reagan no es su política económica. La mala política económica de un gobierno la corrige el gobierno siguiente. El problema con Reagan es mucho más grave: se trata del daño que le va a hacer a la fibra moral de la nación”. Tenía razón.
Ronald Reagan era la cara visible de un movimiento conservador mucho más amplio y profundo. Los think tank neoconservadores diseñaron una estrategia que aprovecharía los temores y angustias de esa población blanca que estaban dejando atrás, lo que algunos despectivamente han llamado el white trash, para convencerla de que la culpa de sus desgracias no la tenían quienes en esos mismos años se estaban enriqueciendo velozmente, sino otros pobres: las poblaciones afrodescendientes, los latinos y demás migrantes que supuestamente amenazaban sus trabajos y sus ingresos. Peor aún, a los hombres blancos trabajadores los azuzaron con la amenaza de otro tipo de enemigo que amenazaba su poder personal y su identidad: las mujeres y la población sexualmente diversa.
Para lograr esto, los neoconservadores recurrieron a un poderoso elemento unificador: las nuevas corrientes religiosas evangélicas que, en esos mismos años, vivían su propio proceso de reincorporación a la política. La organización más importante en este viraje fue la Moral Majority, una organización político-religiosa fundada en 1979 por el televangelista Jerry Falwell que rompía con la tradición de las iglesias bautistas de no mezclar religión y política.
Para construir su capital político, la Moral Majority se aprovechó de temas como el aborto, el divorcio, el feminismo, los derechos de la población LGBTIQ+, haciéndolos ver como ataques al concepto y los valores de la familia tradicional; y basó su prédica proselitista en la supuesta decadencia moral de los años sesenta y setenta, revolución cultural de la que culpaba a las políticas del partido Demócrata y a “la izquierda liberal”.
La Moral Majority fue un elemento clave en el proceso simultáneo de radicalización política de los grupos evangélicos (aunque no solo de ellos) y de radicalización religiosa de la derecha política, particularmente del partido Republicano. Esta mutua simpatía se facilita porque el fundamentalismo neopentecostal que caracterizaba a estos movimientos religiosos se asociaba con lo que se conoce como el Evangelio o Teología de la Prosperidad, según la cual no había que esperar a la otra vida para recibir nuestro premio o nuestro castigo: Dios premia a los buenos con riquezas en este mundo igual que castiga a los pecadores con la pobreza – nada mejor para justificar las riquezas crecientes de los mercaderes de la fe, o para justificar el desprecio por los más pobres.
Jugaron un papel preponderante en la movilización religiosa que apoyó la candidatura de Ronald Reagan, y mantuvieron importante influencia durante todo su gobierno. Al disolver la organización en 1989 Falwell declaró: “Nuestro objetivo se ha logrado. (…) La derecha religiosa está sólidamente en su lugar y (…) los conservadores religiosos en Estados Unidos están aquí para quedarse.” (6) En efecto, la religión y la política habían fraguado una nueva alianza conservadora y de derecha que combinaba los objetivos del debilitamiento institucional de todo tipo de regulaciones al capitalismo salvaje, con los objetivos del oscurantismo cultural y el rechazo al avance de los derechos humanos que se había experimentado durante buena parte del siglo XX.
En los años noventa, el proyecto conservador y neoliberal recibió un nuevo impulso de la mano de Newt Gingrich, hábil político de la derecha republicana que, luego de cuatro décadas de control demócrata del Congreso, lideró la victoria republicana en las elecciones al Congreso de 1994, convirtiéndose en el Speaker of the House, e impulsando lo que llamó el “Contrato con América”, una agenda legislativa profundamente conservadora. En la campaña de 2016, Gingrich estaría muy cerca de Trump y se le mencionó incluso como un potencial candidato a la vicepresidencia.
En los gobiernos de los Bush, la agenda política estuvo muy asociada a lo que se conoce como los grupos neo-conservadores, en particular asociados al Project for a New American Century, un think tank fundado en 1997 por William Kristol y Robert Kagan, y diez de cuyos fundadores fueron parte del gobierno de George W. Bush, incluyendo a su vicepresidente y mano derecha, Dick Cheney, a Donald Rumsfeld y a Paul Wolfowitz.
Finalmente, y muy relacionado con la elección de Barack Obama, la alianza conservadora neoliberal va a recibir un nuevo y poderoso impulso mediante el surgimiento del Tea Party en 2009, un movimiento integrado por distintas fuerzas de la derecha política y religiosa estadounidense, cuyo objetivo ha sido el de apoyar a los candidatos más afines a su pensamiento dentro del partido Republicano y atacar a los que no considera suficientemente radicales. Su popularidad aumentó rápidamente y se estima que hacia 2013 contaba con el apoyo del 10% de la población y – algo que no se puede dejar de mencionar – recibieron un fuerte apoyo de Americans for Prosperity, una de las organizaciones libertaria y conservadora más influyente, financiada por los hermanos David y Charles Koch.
Del sueño a la pesadilla americana
El cambio tecnológico y la globalización habían golpeado a la clase trabajadora estadounidense que, a partir de fines de los setenta, veía que el país seguía creciendo y progresando mientras sus ingresos se estancaban. Esto ha sido particularmente duro para la clase trabajadora blanca, que siempre se sintió parte del “sueño americano” y poco a poco empezó a sentir que vivía más bien en una pesadilla. Paradójicamente, los ideólogos del neoconservadurismo neoliberal armaron una jugada magistral: lograron que esa población blanca no les pasara la factura a los sectores que realmente se estaban enriqueciendo de manera dramática en los últimos cuarenta años, ni con los políticos que ejecutaban esta contrarrevolución, sino con otros sectores pobres a los que percibieron como su enemigo. En primer lugar, contra los negros, que desde las luchas por los derechos civiles en los años sesenta habían empezado a recobrar al menos una parte de sus derechos y mucho de su dignidad. A esto se agrega – en el caso de los hombres blancos – un creciente resentimiento contra lo que podríamos llamar “el feminismo”, entendido como el movimiento que, también desde los años sesenta, ha venido reclamando la igualdad de derechos para las mujeres. En el mismo terreno del género, se sumaron luego las luchas de la comunidad LGBTIQ+ por ser reconocidas y respetadas con igualdad de derechos en la sociedad. Y, finalmente, la clase trabajadora blanca se ha sentido agraviada por la población migrante, en la que ven una amenaza contra sus trabajos y sus ingresos.
Todo este conjunto de personas – negros, mujeres, comunidad sexualmente diversa, migrantes – no solo fueron percibidos como una amenaza económica sino como algo mucho más difícil de asimilar: una amenaza identitaria, cultural y – como no podía ser de otra forma – de poder. El reclamo de los hombres blancos era el reclamo por el sueño americano, un sueño que sentían les estaba siendo robado por esos “otros” que reclamaban también una tajada de un pastel que se encogía.
Así, en lugar de reaccionar contra las políticas económicas y sociales neoliberales implementadas desde los años de Ronald Reagan – y continuadas incluso en las administraciones demócratas de Clinton y Obama – y que eran la explicación de fondo sobre su estancamiento y creciente inseguridad, la clase trabajadora blanca de los Estados Unidos resintió su desvalorización relativa y se convirtió en el caldo de cultivo ideal para un proyecto aún más conservador y casi podríamos decir que neofascista, que le devolvía su orgullo perdido. Y fue así como Trump pescó donde otros habían sembrado.
El resistible ascenso de Donald Trump
En lo que, paradójicamente, podría verse como un encuentro planeado en el infierno, los movimientos políticos de la ultraderecha conservadora y evangélica encontraron su personificación soñada en Donald Trump, la caricatura ideal del gran dictador americano, incluyendo rasgos que nos recuerdan el histrionismo de Mussolini y a Hitler, como bien apunta Ruth Ben-Ghiat en su libro “Strongmen: Mussolini to the Present”. (7) Fue así que, aunque a muchos les parecía un payaso poco creíble, Trump no solo ganó las elecciones de 2016 destrozando a todos sus opositores republicanos y venciendo a Hillary Clinton, sino que luego de cuatro años de ejercer la presidencia, logró tener el apoyo de 74 millones de votantes.
Trump aprovechó magistralmente el descontento de la clase trabajadora blanca – de los hombres blancos, en particular – y, retomando el slogan de Reagan de Let´s Make America Great Again, les ofreció regresar a un pasado que nunca existió pero, más que eso, les ofreció un sentido de revancha: les hizo sentir bien de sus propias limitaciones, como reivindicando al Homero Simpson que cada uno llevaba dentro con algo de vergüenza. Trump les ofrecía devolverles su orgullo, su dignidad de machos blancos, extensible, por cierto, a muchas mujeres conservadoras blancas, que resienten todavía el avance del feminismo como una ofensa contra su autopercepción de mujer del hogar, de mujer de su hombre. Está bien ser supremacistas blancos, les decía. Está bien ser machistas – grab’em by the pussy – les decía. Está bien ser homofóbicos, les decía. Está bien andar armados y sentirse por eso fuertes y libres, les decía. Y todo en nombre de Dios, todo en nombre del nacionalismo cristiano y blanco. El orgullo del hombre blanco fue la carnada, una carnada que pescaba en el terreno fértil de décadas de empobrecimiento en un país en el que otros prosperaban a niveles insospechados. Paradójicamente, Trump hacía todo esto al mismo tiempo que mantenía y exacerbaba las políticas a favor de los sectores más ricos de los ricos y en contra de la mayor parte de la población. El trickle down, era trickle up.
Así, a lo largo de esos cuatro años, el proyecto neoconservador personificado por Trump se dedicó a desmantelar las de por sí débiles políticas sociales de los Estados Unidos, simbolizadas por el tímido intento de Obama por crear un sistema de seguridad social y salud pública: Obamacare; a desmantelar las regulaciones ambientales y retirarse del acuerdo de París, poniendo en riesgo la subsistencia misma de nuestra vida en el planeta; a profundizar la desregulación de los mercados y a seguir recortando los impuestos a los más ricos de los ricos; a debilitar tanto los instrumentos de la diplomacia como los del comercio internacional; a devolver los tribunales y las cortes al dominio de jueces brutalmente conservadores; y a fomentar el odio identitario convirtiendo al vecino de color en el enemigo, a la mujer en el objeto, al conocimiento y la información en fake news.
Así, Trump y sus aliados profundizaron como nunca el proyecto dirigido a consolidar la más extrema desregulación de la sociedad y a destruir – como agudamente había observado Heilbroner – la fibra moral de la nación, fomentando odios viscerales que fragmentaban a la sociedad y desviaban la mirada de lo que realmente estaba pasando. Para todo ello, Trump ha contado con un ferviente apoyo del Partido Republicano, de la derecha religiosa, del imperio mediático de Rupert Murdoch y la cadena Fox, de nuevos y más radicales medios de la Derecha Alternativa o AltRight y con la creciente influencia de grupos como los de QAnon, que promueven las más grotescas y estrafalarias teorías de la conspiración, que esperan un nuevo Gran Despertar, que ven a Donald Trump como el elegido – the chosen one – y que ven en su lucha nada menos que la continuación de la guerra de secesión. No en balde ondean en las manifestaciones trumpistas las banderas confederadas.
Y entendámoslo: Trump bien pudo haber ganado las elecciones. De no haber sido por la pandemia – y por su terrible manejo de la pandemia – hoy estaríamos viviendo su inauguración para el segundo período de su presidencia. Pero perdió; y esto nos permite volver a la pregunta de Van Jones: “¿Estamos viendo la agonía de algo feo en los Estados Unidos, o son más bien estos los dolores de parto de un trastorno peor?”
La gran transformación: ¿es viable un capitalismo democrático?
Hemos visto que, a pesar de lo grotesco que ha sido Trump – y del germen fascista que representa – nada de esto empezó con Trump. Y por eso mismo, nada terminará con Trump, excepto para él. El reto del sistema político estadounidense – y muchos países podemos vernos reflejados en ese reto – es el reto de nuestro tiempo: ¿será posible evitar la concentración brutal del ingreso, de la riqueza y del poder que estamos viviendo en este cambio de siglo? ¿Será posible volver a engarzar el dinamismo económico con la inclusión social y la profundización de los derechos humanos? ¿Será posible combinar el dinamismo de los mercados con las regulaciones indispensables para garantizar la sostenibilidad de nuestra vida en el planeta? ¿Será posible encauzar al capitalismo dentro del marco de convivencia de la democracia liberal… o se desbocará totalmente el capitalismo autoritario y salvaje que hoy campea en el mundo? ¿Quedará espacio para repensar la posibilidad de trascender al capitalismo sin perder, sino más bien reforzando las libertades y los derechos humanos?
Como han planteado muchos autores en tiempos recientes – siguiendo el planteamiento pionero de Karl Polanyi en su libro “La Gran Transformación” (8) – el siglo XX fue el gran experimento en el que muchos países, golpeados por las guerras y ante la amenaza del comunismo, pudieron avanzar de distintas formas hacia un entendimiento entre la economía y la política, entre el mercado y la sociedad. Fue así como los derechos humanos, las políticas redistributivas y diversos niveles de estados de bienestar se pudieron constituirse en ese contrapeso, ese balance que buscaba un capitalismo más humano, o un socialismo más dinámico (según la lectura que se quiera hacer). Como han señalado abundantemente autores como Thomas Piketty (9), el siglo XX permitió experimentar notables avances al vincular el crecimiento económico con el progreso social, logrando una mejora igualmente notable en la distribución del ingreso, sobre todo en los países de capitalismo avanzado – el tercer mundo también iba atrás en esto. Fueron los años en que crecieron y mejoraron las clases medias de muchos países. Hasta que el acuerdo se rompió.
Como vimos, esto ocurrió a fines de los años setenta. Si bien en esos años el final del comunismo abrió la posibilidad de ampliar las libertades en muchos países – algo no siempre logrado – fueron también los años en que surgen y se consolidan las políticas neoliberales que revierten brutalmente muchos de esos avances sociales y devuelven la desigualdad a los niveles que había tenido a fines del siglo XIX y principios del XX. En muchos países, la concentración del poder económico se va a reflejar también en un deterioro de la democracia política.
En ese contexto, Trump estaba logrando lo que parecía imposible: que los perdedores de un esquema voraz de capitalismo financiero y global cada vez más desregulado, apoyaran fervientes a quienes con más crudeza se seguían enriqueciendo con ese modelo – algo que la pandemia solo vino a exacerbar, si juzgamos por la forma en que los más ricos de los ricos han visto aumentar su riqueza en los últimos meses. Para hacer esto, como dije, Trump se aprovechó de las peores inseguridades y temores, azuzando al nacionalismo supremacista blanco y al machismo y utilizando demagógicamente los valores religiosos más conservadores.
No le alcanzó. Fue derrotado por Joe Biden y el partido Demócrata. Pero derrotarlo electoralmente no resuelve las contradicciones que hicieron posible a Trump y al trumpismo. Para que, como advertía Van Jones, este no sea el inicio de algo mucho más feo, la sociedad estadounidense tendrá que recuperar para la democracia los instrumentos de la política, cada vez más capturados por los grupos de poder económico y del oscurantismo religioso.
Por último, no podemos ser ingenuos y creer que este problema nos resulta ajeno. Este no es un reto específico de los Estados Unidos, es el reto que hoy encontramos prácticamente en todos los países formalmente democráticos, incluido el nuestro. Es un reto que deberá pelearse en cada país, pero, en la época del capitalismo global, tenemos que entender que enfrentar la peligrosa alianza de la extrema derecha económica con el conservadurismo religioso, ha pasado a ser también un reto global.
Notas
(1) Aquí se puede ver la encuesta de Gallup: https://news.gallup.com/poll/203198/presidential-approval-ratings-donald-trump.aspx
(2) Los datos de la encuesta de la Universidad de Quinnipiac pueden verse aquí: https://poll.qu.edu/national/release-detail?ReleaseID=3686
(3) El estudio de YouGov se puede ver aquí: https://today.yougov.com/topics/politics/articles-reports/2021/01/06/US-capitol-trump-poll
(4) Datos tomados de: Piketty, Saez, Zucman: Distributional National Accounts: Methods and Estimates for the United States The Quarterly Journal of Economics, Volume 133, Issue 2, May 2018, https://doi.org/10.1093/qje/qjx043
(5) Kuhn, Schularick, Steins: Income and Wealth Inequality in America, 1949–2016. Journal of Political Economy, Vol. 18, No. 9, September 2020 https://doi.org/10.1086/708815
(6) Allitt, Patrick: Religion in America Since 1945: A History, p. 198. New York: Columbia University Press, 2003.
(7) Ben-Ghiat, Ruth: Strongmen: Mussolini to the Present, W.W. Norton and Company, New York, 2020.
(8) Polanyi, Karl: The Great Transformation: the political and economic origins of our time, Beacon Press, 1957
(9) Piketty, Thomas: El Capital en el Siglo XXI, Fondo de Cultura Económica, México, 2014
Tomado de Página Abierta