Diciembre 2024
Durante su primer año de gobierno, Javier Milei se ha valido de una retórica que hace eje en el individualismo extremo, la demonización del Estado y la primacía del mercado. El presidente argentino, que se presenta como un domesticador de la inflación, expresa, en el terreno sociocultural, un tosco y anacrónico ideal conservador.
Roy Hora
En el año que se cierra, la Argentina ha sido sometida a un experimento político ambicioso y singular, pero de bases endebles y destino incierto. Sobre los escombros de un orden político que en la última década solo despertó esperanzas para pronto cambiarlas por frustración y resentimiento, se abre camino una nueva promesa, nacida en la extrema derecha, que tiene a la denuncia de la clase política y la reforma radical del exhausto y disfuncional capitalismo argentino como su corazón y su bandera.
El sorprendente ascenso del outsider libertario Javier Milei, que se impuso en las elecciones presidenciales de noviembre de 2023, combina azar y determinaciones de fondo. Comencemos por los factores contingentes. Este economista de personalidad volcánica y estilo plebeyo que seduce a los ciudadanos de a pie logró capitalizar la oportunidad que le otorgaron los errores de cálculo del expresidente Mauricio Macri. Bajo la guía del líder del partido Propuesta Republicana (PRO), Juntos por el Cambio, la coalición opositora de centroderecha que en 2022 tenía todo para ganar las elecciones presidenciales, eligió el camino de la división y la discordia, y terminó asociada al oficialismo que venía a reemplazar. Con un jefe político de miras más elevadas y, sobre todo, más convencido de la necesidad de cohesionar a su tropa y presentar a la sociedad una oferta electoral más ordenada, el espacio para un outsider surgido de los medios de comunicación hubiera sido más reducido. Y la historia, en 2023, podría haber sido diferente.
El peronismo en el gobierno también hizo su aporte a la victoria del candidato de La Libertad Avanza. Por una parte, estimuló y financió su crecimiento a partir del cálculo egoísta de que con ello restaba apoyos a la coalición de centroderecha que se aprestaba a desplazarlo del poder. Y, sobre todo, lo ayudó ofreciendo una clase magistral de impericia en la gestión del Estado, con momentos estelares como las peleas a cielo abierto que sus principales facciones protagonizaron durante el malogrado gobierno de Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner (2019-2023).
En síntesis, de uno y otro lado de la cerca política que dividió al país por más de una década, el espectáculo penoso e irritante de una elite dirigente enfocada en disputas que solo le interesan a ella misma convenció a muchos votantes de que había llegado el momento de promover una profunda renovación del elenco gobernante, y proyectó hacia el centro del escenario a una figura que –sin pasado conocido, sin lazos con la elite dirigente, y sin apariencia ni modales de político– no podía ser más contrastante. Desprovisto de la involuntaria ayuda de las figuras que dominaron la vida pública desde que la crisis política de 2001 renovara el elenco gobernante, es improbable que Milei hubiese llegado a la Casa Rosada aupado, en la segunda vuelta electoral, por el 56% de los votos.
Estos factores contingentes ayudan a explicar el momento y el nombre, pero no el sentido y la profundidad de la transformación en curso. Porque por detrás de las egoístas maquinaciones de nuestra elite gobernante había una sociedad cada vez más resentida, cansada de largos años de promesas vacías. Sobre el telón de fondo de un extenso ciclo de entusiasmos seguidos de fracasos y frustraciones que cubre todo el período democrático inaugurado en 1983, los gobiernos del nuevo siglo agravaron el problema conduciendo al país hacia un callejón sin salida. El problema de fondo es que los esfuerzos de los gobiernos de Néstor Kirchner (2003-2007) y, sobre todo, de Cristina Kirchner (2007-2015), para recrear el patrón de crecimiento centrado en la industrialización por sustitución de importaciones –del que el resto de los países de América Latina se fue alejando en el último medio siglo– terminaron forjando una economía muy cerrada y muy regulada, y por ende poco competitiva y poco dinámica. Ese marco económico solo pudo ofrecer una primavera redistributiva destinada a degradarse tan pronto como el contexto internacional de altos precios para las exportaciones –el que también hizo posible la bonanza sobre la que se montó la «marea rosa» en toda América Latina– revirtiera su signo.
Abrazar un proyecto económico arcaico, que cerró una economía ya caracterizada por una muy baja tasa de apertura, aislando a la Argentina de las fuerzas creadoras de la globalización (en el curso de la década 2005-2015, el sesgo antiexportador hizo que el número de empresas exportadoras se redujera un tercio, al mismo tiempo que el país prácticamente no recibió inversión extranjera y cayó la productividad), tuvo beneficios redistributivos inmediatos, pero al costo de hipotecar el mediano y el largo plazo. El mejor indicador de esta miopía es el pobre desempeño de la economía nacional, que palidece cuando lo comparamos con el curso ascendente de sus vecinos latinoamericanos en el siglo XXI. Medida contra las expectativas que despertó, la promesa inclusiva contrastó con la pobreza de sus resultados (que ya en 2007 comenzaron a ser maquillados mediante la falsificación sistemática de la estadística pública).
De allí que, en un país caracterizado por la intensidad de sus reclamos redistributivos, frente a los cuales los gobiernos kirchneristas siempre se mostraron muy sensibles, tanto por razones ideológicas como prácticas, la respuesta a la anemia del sector privado fue una expansión sin precedentes del gasto público, que incluso superó la de los años iniciales del primer peronismo, entre 1946 y 1949. Empujado por el incremento de los recursos destinados a subsidios y transferencias dirigidos a conquistar la adhesión de amplios sectores de la población a los que el mercado les ofrecía poco, en apenas una década el tamaño del Estado saltó de 25% a un infinanciable 45% del producto. Sin acceso al crédito y sin reformas fiscal, y tras agotar todas las reservas, la consecuencia inevitable de tanto gasto fue estancamiento e inflación.
Además, a los padecimientos que provocó un largo período sin crecimiento que comenzó en 2011 se sumó el agudo malestar que acompañó el prolongado encierro con el que, una década más tarde, el país enfrentó la pandemia de covid-19. Sobre estas dos dolencias operó un tercer mal: la aguda degradación de la moneda por la excesiva emisión, que solo en el último año del gobierno de Alberto Fernández, cuyo mandato se extendió entre 2019 y 2023, con el inescrupuloso Sergio Massa a cargo del Ministerio de Economía, alcanzó la astronómica cifra de 7% del producto y, con una inflación anual superior al 211%, dejó al país encaminado hacia la hiperinflación. La experiencia política que, dos décadas atrás, había comenzado con superávit fiscal y superávit externo, terminó ofreciéndole a la sociedad la negación de esas virtudes, y derrapando por el camino del estancamiento, el control de cambios, la caída salarial, la alta presión impositiva, los servicios públicos de baja calidad, y la inflación desbocada (la corrupción, desde hace tiempo endémica y muy visible entre la dirigencia peronista, no parece haber mermado significativamente el apoyo popular a esta fuerza política). Todo ello dañó, como nunca antes, la legitimidad de los promotores de la expansión del Estado y el gasto público como la solución a todos los males.
Impugnado y desprestigiado el ideal del «Estado presente», que las franjas mayoritarias del progresismo y la izquierda abrazaron sin beneficio de inventario hasta hacerse indistinguibles de la propuesta del oficialismo nacional-popular, la alternativa no podía sino venir del arco de centroderecha. Sin embargo, esa respuesta no provino de una alternativa promotora de giro gradual hacia una política más amiga de la acumulación que de la distribución –como la que en su momento ensayó sin suerte el gobierno de Mauricio Macri (2015-2019) –sino de una más profunda y radical, centrada en una drástica reducción del gasto del sector público y la emisión monetaria y una muy ambiciosa, pero por el momento también selectiva, desregulación de la actividad económica (no comprende, por ejemplo, las ventajas fiscales de que gozan las empresas radicadas en la provincia austral de Tierra del Fuego, tal vez el caso más escandaloso de capitalismo de amigos, cuyos dueños tienen a varios de los principales políticos del país en su lista de pagos). A tono con el mensaje de una campaña electoral en la que Milei se exhibió ante sus seguidores blandiendo una motosierra, en su primer año de gobierno el presidente libertario impuso un duro recorte fiscal, cercano a 4,5% del PBI, o 30% de las erogaciones del sector público central.
Muchos pensaron que un ajuste de esta magnitud, para el que no existen precedentes en la historia argentina, despertaría grandes resistencias y se revelaría políticamente inviable. Estimaron, en definitiva, que la protesta social frente a un gobierno que carece de mayorías parlamentarias propias, lo haría descarrilar. Se equivocaron. La aceptación de un paquete de medidas que incluye una reducción tan drástica del gasto público y tiene costados muy dañinos (fuerte caída de la inversión en obra pública y pensiones, en educación, salud y ciencia), pero que alcanzó éxitos muy visibles en el control de la inflación (en el curso de un año, cayó de 25% a 2,5% mensual), habla del extendido rechazo que concita la clase dirigente que carga sobre sus espaldas con los fracasos de muchos años y, sin duda, de la capacidad del presidente libertario para despertar alguna esperanza en el futuro allí donde desde hace tiempo solo florecían decepciones. De hecho, pese a la fuerte contracción económica y el incremento de la pobreza que acompañó los primeros meses de la administración de Milei, cuando el programa de ajuste se cobró muchas víctimas, el apoyo popular al nuevo gobierno apenas cedió, y desde el comienzo se mantiene firme en torno de 50% de los votantes.
La actitud de los grandes sindicatos, tanto del sector público como del privado, es reveladora. Consciente de que incluso entre sus afiliados el deseo de confrontar con Milei es débil, y al igual que hizo frente a la reforma promercado del presidente Carlos Menem (1989-1999), la oligarquía sindical que los conduce ha renunciado a impulsar cualquier ofensiva popular contra el gobierno, y se contenta con preservar, además de sus privilegios personales, el poder y los recursos de las organizaciones que controla con mano de hierro. Los líderes de los otrora poderosos movimientos de desocupados, hasta hace poco dueños de la calle, también se mantienen en la pasividad, pese a que el gobierno los ha castigado duramente cortando su acceso a los fondos públicos con los que financian sus organizaciones. La dirigencia de centro-derecha, y parte importante de la peronista, sobre todo en el interior, duda si acompañar o enfrentar a un gobierno que no los reconoce como interlocutores legítimos pero cuyo programa ellos y sus votantes comparten en aspectos esenciales. De allí que, frente a una clase dirigente que ha perdido prestigio y atractivo, y que no tiene claro cuál debe ser su lugar en el campo político, el medio país que lo acompaña hace de Milei el único actor con capacidad de iniciativa política. Solo la provincia de Buenos Aires, gobernada por el kirchnerista Axel Kicillof, ofrece un polo de poder de envergadura abiertamente enfrentado con la Casa Rosada. Que los apoyos de Milei se distribuyan a lo largo de todo el arco social habla del daño que su ascenso ha causado tanto en la coalición de centroderecha (que recoge votos en las clases medias) como en el peronismo (que tiene su bastión tradicional en las clases populares), cuyos líderes ven con preocupación una sangría que por el momento no se detiene.
En su furiosa denuncia contra la elite que rigió los destinos del país en las últimas décadas, Milei también desprecia lo mejor de la cultura democrática del país que, desde que el presidente Raúl Alfonsín llevó a los responsables de la última dictadura militar (1976-1983) ante los tribunales civiles, constituye uno de los faros democráticos de América Latina. Su retórica agresiva y polarizadora revela que, si algo está ausente en su manera de ver el mundo, es el ideal del liberalismo político. Sus agresiones al periodismo, muchas veces con nombre y apellido, son muy reveladoras de la intensidad de sus pulsiones autoritarias y su desprecio por valores liberales como la pluralidad y el debate de ideas. Sin embargo, los que lo acusan de no ser un digno heredero de Juan Bautista Alberdi y Julio Argentino Roca y los héroes fundadores de la tradición política que construyó el orden constitucional y el estado en la segunda mitad del siglo XIX pierden el tiempo. Hace ya casi una centuria que el liberalismo es una fuerza menguante en el debate público, y la nueva administración, que lo invoca rara vez y siempre de manera selectiva, no parece interesada en rehabilitarlo. El liberalismo no solo les resulta desconocido, sino también irrelevante para darle carnadura a un proyecto que concibe a la política como enfrentamiento antes que como diálogo entre diversos intereses y puntos de vista. Milei prefiere a Menem, el peronista convertido al credo del mercado, que a los promotores de una sociedad plural y tolerante. Y se hace eco de los llamados a librar una «batalla cultural» que recoge las visiones agonales de la cultura y la política en sus concepciones más belicosas y más simplistas.
A falta de una concepción verdaderamente liberal de lo social y del orden político, en el seno del oficialismo conviven la retórica del individualismo extremo, la celebración del Estado mínimo y la primacía del mercado con un tosco y anacrónico ideal conservador, que rechaza los cambios sociales y culturales que volvieron a la Argentina del último medio siglo una sociedad cada vez más compleja y plural. Para empujar esta agenda reaccionaria, el gobierno Milei tiene donde apoyarse. El coro de voces que hoy lo acompaña en su impugnación de temas como el feminismo y la agenda de género nos recuerdan que, pese a que la discusión pública ha estado por largo tiempo dominada por una humor progresista, también cuentan, y mucho, los sectores de sensibilidad conservadora, que en estas últimas dos décadas habían sido forzados a mantenerse a la defensiva, mascullando su resentimiento contra las novedades del siglo.
Sin embargo, quienes conciben el dilema político argentino como una gran disputa ideológica en torno a ideales alternativos de sociedad debieran recordar que, más allá de las ambiciones refundacionales que cada tanto inspiran a las fracciones más rupturistas de la clase dirigente, los consensos que cimentaron las hegemonías políticas más perdurables siempre se estructuraron sobre planos muy prosaicos. Y esto no solo porque es difícil definir a fuerzas como el peronismo o incluso el radicalismo, los grandes protagonistas de la política del siglo XX, a partir de dimensiones ideológicas alineadas en torno al eje derecha-izquierda. También porque, incluso en un país como Argentina, conocido por la intensidad de su debate político y el fuerte arraigo social de las identidades partidarias, las batallas de ideas solo involucran a minorías militantes. Debilitadas las poderosas identidades partidarias surgidas en la primera mitad del siglo XX, la argentina es una sociedad mucho más consensual de lo que muchos protagonistas del debate ideológico imaginan, por lo que la suerte de un gobierno depende de factores bastante pedestres, como la marcha de la economía y, sobre todo, de su capacidad para mejorar los salarios y producir bienestar. Estos son los grandes temas que preocupan a un amplio sector de la población que, distante de los debates que agitan la superficie de la vida pública, tiene mucho de mayoría silenciosa. Es improbable que el ascenso de la nueva derecha o la relevancia adquirida por la política de las redes, grandes novedades de nuestro tiempo que vuelven más intenso y agonal el debate público, alteren radicalmente esta antigua verdad.
Por otra parte, la Argentina posee la que, muy probablemente, es la sociedad civil más densa, potente y movilizada de América Latina. Si esta arisca sociedad ayer rechazó la deriva autoritaria del gobierno de Cristina Kirchner cuando esta, en su segundo mandato, se propuso pintar con sus colores la vida pública y la administración del Estado, lo más probable es que ahora resistirá las tentaciones decisionistas que por momentos parecen animar a la administración de Milei. De allí que, si durante el gobierno kirchnerista nunca fue realista el temor a que la sociedad fuese domesticada hasta transformarse en un eco austral de la dictatorial Venezuela, hoy tampoco parece realista la alarma ante la «batalla cultural» contra lo que Milei denomina «zurdaje empobrecedor» y la tosca motosierra libertaria, por más daño que esta cause en ciertos sectores e instituciones (educación, sistema de salud, ciencia, cultura). Pese a muchas ineficiencias y abusos, y pese al uso partisano de algunas agencias estatales, esas instituciones son cruciales hoy y lo serán todavía más en el futuro para cualquier proyecto de desarrollo. Ello no quita, sin embargo, que la calidad del intercambio cívico se esté deteriorando como consecuencia de la violencia retórica y el agravio al que son sometidos todos los que osen pensar distinto al gobierno (incluyendo al periodismo, víctima de constantes agresiones). La democracia solo prospera en un ambiente pluralista y respetuoso, y el primer mandatario está lejos de entender que tiene la obligación constitucional de cuidar y recrear ese entorno. Prefiere, en cambio, jugar a la polarización y la división, tan rentable políticamente en un país en el que la ira contra la clase dirigente sigue a flor de piel.
¿Estamos asistiendo al nacimiento de lo que algunos observadores quizás demasiado encandilados por la novedad ven como una nueva configuración político-ideológica? Pese al vértigo de estos doce meses, el escaso tiempo transcurrido es insuficiente para evaluar si este primer año de gobierno de Milei representa la aurora de una nueva era o de un capítulo más, siempre reversible, de la larga saga de fracasos que jalonan el descenso argentino y vuelven al país un caso ejemplar de nostalgia por glorias pasadas. En 1985, con Raul Alfonsín y su plan Austral1, y en 1991, con Menem y su convertibilidad2, el país ya conoció programas de estabilización que tuvieron éxitos iniciales y conquistaron vastos apoyos ciudadanos y, más tarde o más temprano, terminaron siendo repudiados y revertidos. A un año de la llegada de Néstor Kirchner al poder, era imposible imaginar cómo terminaría su gobierno y, mucho menos, qué forma tomaría, con Cristina, el kirchnerismo maduro como forma de poder estatal. En cualquier caso, y en tren de señalar novedades, uno de los aspectos más originales e intrigantes de este nuevo tiempo se refiere a la naturaleza de la coalición que sostiene a Milei, que sugiere que algo de fondo está cambiando.
Es habitual señalar que Milei recoge sus mayores adhesiones entre las nuevas generaciones, en especial entre los varones, con los que además establece una conexión muy intensa y empática. Hombres jóvenes incómodos frente a la politización de las relaciones de género y el desafío que supone el ascenso femenino, y jóvenes trabajadores de la economía de las plataformas y el sector informal que reclaman un ordenamiento más sensible hacia el emprendedurismo popular serían los voceros más convencidos de las verdades contenidas en los rugidos del león libertario. A ellos se suman los nuevos empresarios y los trabajadores de la poderosa y expansiva economía digital. Sin embargo, los que ven a Milei como el profeta de una revolución juvenil de derecha no exenta de contenido popular olvidan que el nuevo mandatario concita seguidores en toda la escala social (y, pese a sus aspectos misóginos, también entre no pocas mujeres). A la luz de la historia electoral argentina, una coalición tan transversal constituye una rareza, que ninguna fuerza política del siglo XX logró estabilizar. La Unión Cívica Radical y el PRO terminaron atando su suerte a la de los sectores medios, y el peronismo a la de los populares. Por el momento, la base de apoyo de Milei es mucho más amplia, tal vez porque, antes que como el ideólogo de un nuevo orden, el libertario es percibido como el domesticador de una inflación desquiciada. Y el hecho de que, en medio de un ajuste que cae con fuerza sobre amplios sectores de la clase media y la baja, el único programa social que ha reforzado sea la Asignación Universal por Hijo (AUH) -una dotación a la población más pobre- dice mucho sobre sus ambiciones de crear una coalición popular que se dé la mano con la economía de mercado.
Además de apoyos en toda la escala social, la coalición que acompaña a Milei tiene, también, una singular dimensión territorial. Sus principales apoyos están localizados en el interior del país, y esto constituye un hecho igualmente singular. Durante un siglo, desde que en 1916 la Argentina abrazó el camino democrático, el destino nacional se hizo y deshizo en torno a la capital del país. Buenos Aires y su gran periferia urbana, que desde muy temprano alojaron a un tercio del padrón electoral, produjeron los actores –empresarios, sindicatos, estudiantes universitarios, clases medias, movimientos de desocupados– que animaron las principales disputas cívicas, a cuyos proyectos el resto del país siempre se plegó sin resistencia. Allí nació y se impuso el radicalismo3, de allí surgió el peronismo, allí también nació y se impuso el PRO.
Pese a que es difícil imaginar a una figura más porteña que Milei, el presidente no es profeta en su tierra sino señor del interior. Las elecciones de 2023 lo pusieron de manifiesto, y los estudios de opinión realizados a lo largo de 2024 lo siguen confirmando. El PRO de Macri, junto a distintas expresiones de centroizquierda, y el peronismo de izquierda de Cristina Kirchner y su delfín (y hoy retador) Axel Kicillof, se reparten las lealtades de parte muy considerable de los votantes de la Ciudad de Buenos Aires y el Gran Buenos Aires. En estos dos distritos, La Libertad Avanza ocupa un segundo plano. Si todo dependiera de lo que sucede en Buenos Aires, Milei no sería presidente. El «león» -como lo apodan sus seguidores- está en la Casa Rosada porque así lo quiso el resto del país. Es allí, sobre todo en la franja central y occidental, donde el ascendiente de Milei no tiene rivales entre las figuras de proyección nacional. Esto sugiere que estamos asistiendo a la emergencia de una nueva sensibilidad política, cuya espina dorsal coincide con el trazado de la ruta 40, la que recorre el país de norte a sur. Tenemos aquí una de las razones que, más allá de la política de las transferencias discrecionales de recursos desde el gobierno federal a las provincias, explican el alineamiento de muchos gobernadores del interior con la Casa Rosada.
¿La adhesión a Milei y su motosierra supone un repudio a esa dispendiosa Buenos Aires que, según muchos creen, en los últimos veinte años ha vivido subsidiada, con gas, energía eléctrica y transporte casi gratis, mientras el resto del país pagaba altos precios por todos estos servicios? ¿Supone, asimismo, una impugnación a los cientos de miles de desempleados –los «planeros» del Gran Buenos Aires4– que, se indignan sus críticos, percibían subsidios sin contraprestación laboral, y cuyas movilizaciones en torno a la sede del Ministerio de Desarrollo Social fueron radiografiadas y vilipendiadas hasta el cansancio por los más diversos canales de televisión ? ¿Significa un repudio a una clase dirigente nacional que, además de remota y egoísta, muchos ven como representante de un proyecto político centralista que margina a los habitantes del interior? Y un último interrogante, referido a una cuestión más de fondo: ¿este cambio en las preferencias de los votantes, además de reactivo, también tiene un costado positivo, asociado a las promesas que ofrece el ascenso de una nueva economía que tiene por gran protagonista al interior, y que se mueve al ritmo de la expansión de la minería andina, de los hidrocarburos del enorme depósito de Vaca Muerta, de la vitivinicultura de Mendoza, de la agricultura exportadora? ¿Está naciendo con Milei una nueva Argentina productiva y exportadora que, a diferencia del entramado productivo del capitalismo sobreprotegido que hoy impone su ley a toda la economía argentina, está en condiciones de prosperar en un entorno más abierto y con un tipo de cambio más bajo, lo que, de paso, también lo coloca en condiciones de seducir, con sus promesas de dólar barato, a sectores de clase media y popular? En definitiva, ¿el «antiporteñismo» y el antiestatismo del que Milei es intérprete hablan también del deseo de dejar atrás el horizonte de la industrialización por sustitución de importaciones que tuvo su origen y todavía tiene su principal hogar en el conurbano bonaerense como gran organizador de la vida económica argentina, y anuncian la emergencia de una nueva coalición apoyada sobre una nueva geografía económica cuyos pilares son los recursos naturales y la desterritorializada economía digital?
Todavía no tenemos respuestas para estas preguntas que nos hablan de una transformación que, antes que ideológica, es política y territorial. Concebir a Milei en esta clave —como la expresión de un nuevo orden estatal pero también de una nueva configuración territorial apoyada en una economía que se presenta como superación del proyecto centrado en la industria protegida que dio vida al gran Buenos Aires— es prematura y tentativa, porque estos cambios productivos son incipientes y todavía endebles y quizás reversibles, y darles volumen e impacto social va a requerir, además de estabilidad macroeconómica, grandes inversiones en capital físico y humano (sobre todo porque la muy acotada capacidad de esos sectores de generar empleo de calidad en gran escala es conocida). Pero es importante recordar que, luego de tantos fracasos, muchos argentinos piensan que allí están las mejores oportunidades que tiene este país hace tiempo en retroceso para volver a crecer.
El 17 de Octubre, en Berisso, la ciudad que se precia de ser el kilómetro cero del peronismo, el gobernador Kicillof organizó un acto por el Día de la Lealtad peronista, al que concibió como un hito del lanzamiento de su carrera hacia la presidencia en 2027. Se entiende por qué una figura como Kicillof, de endebles pergaminos peronistas (su origen está en la izquierda marxista), quiso mimetizarse con la ciudad cuya historia está identificada con la de la organización partidaria en la que decidió hacer carrera política: Berisso es la ciudad industrial de la que, el 17 de Octubre de 1945, salieron muchos de los trabajadores que protagonizaron la jornada que constituye el mito de origen del partido asociado, más que ningún otro, con la sociedad creada al calor del proteccionismo industrial. Pero la ocasión no podría ser más reveladora porque, desde hace varias décadas, ésta degradada urbe exhibe a flor de piel las heridas que fue acumulando como consecuencia de la declinación del proyecto socioeconómico anudado en torno a la economía cerrada, el papel central del Estado en el proceso de acumulación, y la industrialización por sustitución de importaciones. En este sentido, Berisso es un emblema no solo del origen sino también de la declinación del programa socioeconómico que el peronismo hizo suyo y, en particular, de las dificultades de esta fuerza para ofrecer un proyecto de orden productivo dinámico e inclusivo para la Argentina del siglo XXI. De allí que, si Milei consolida su liderazgo y la coalición mileísta se afirma, tal vez haya llegado el momento de preguntarnos si, además de kilómetro cero del peronismo, ese castigado y empobrecido mundo del conurbano está dejando de representar el gran nudo que mantiene congelada a la Argentina en un rumbo que durante décadas no ha podido ofrecer verdadero desarrollo, y comienza a ser parte del pasado. De un pasado que no va a ceder su lugar sin lucha, pero que ya no está en condiciones de imponer su ley política y económica al país que hoy pugna por nacer tras la declinación del peronismo y de su heredero el kirchnerismo.
La llegada de Milei a la Casa Rosada, junto con la reformulación del campo político que viene con ella, plantea enormes desafíos conceptuales y políticos a las fuerzas progresistas y de la izquierda democrática. Por largo tiempo furgón de cola del proyecto nacional-popular, quizás ha llegado el momento de que este sector de la opinión se libere de esa asfixiante servidumbre y avance hacia la elaboración de una visión realista y moderna de los desafíos que el país tiene por delante, más capaz de aunar crecimiento económico y desarrollo personal, igualdad y libertad. Le toca, además, encarar la compleja tarea de redefinir su perfil y su lugar en el campo político en un momento de gran incertidumbre, en el que el escenario se encuentra hegemonizado por alternativas deplorables. Para ello debe tomar distancia de una propuesta que tiene los ojos clavados en el pasado y de otra que, además de dañina para la construcción de una mejor democracia, imagina un futuro donde los valores de la igualdad y la solidaridad no tienen lugar. De un proyecto nostálgico y arcaico, y no exento de lastres corruptos y autoritarios, pero también de otro insensible a la necesidad de reparar los agravios que el mercado produce en la vida social y que, por ello, es incompatible con el núcleo mismo de la idea de una sociedad liberal. Nada garantiza que el progresismo y la izquierda democrática puedan salir airosos de esta difícil empresa. Pero tienen, al menos, un estímulo para encararla: la certeza de que la Argentina se transforma, y de que ninguna fuerza que quiera incidir sobre el destino nacional puede quedarse al margen de ese cambio.
1. El Plan Austral fue un programa de estabilización anunciado en junio de 1985, durante el gobierno de Raúl Alfonsín, cuando la inflación rondaba el 30% mensual. Pese a sus éxitos iniciales, su fracaso se hizo evidente ya en la segunda mitad de 1986.
2. El Plan de Convertibilidad ató el valor del peso argentino al del dólar estadounidense. Implementado en 1991, durante la primera presidencia de Carlos Saúl Menem, el régimen de cambio fijo terminó quebrándose en 2001, desatando una profunda crisis económica.
3. Por la Unión Cívica Radical, fundado en 1891 y la fuerza mayoritaria de la política argentina desde que la Ley Saénz Peña consagró el sufragio masculino obligatorio en 1912 y la creación del Partido justicialista por el coronel Juan Perón en 1946.
4. Forma despectiva de referirse a quienes reciben asignaciones sociales.
Fuente: nuso.org