Los primeros seis meses de Joe Biden en la Casa Blanca. Dossier

Robert Reich Bhaskar Sunkara Kate Aronoff Geoffrey Kabaservice Theodore R. Johnson Valerie Rawlston Wilson

Biden

¿El mayor desastre potencial? El derecho de voto

Robert Reich

Seis meses después, parece que Joe Biden dispone de una buena oportunidad de devolver a Norteamérica al lugar en el que estaba antes de la pandemia. La Covid-19 se bate en retirada. A estas alturas, casi la mitad de la población adulta se ha vacunado por completo. La economía vuelve a bullir, a falta de siete millones de empleos que existían en enero de 2020, pero en camino de volver a la puerta de salida para finales de año. El “Plan de Rescate Norteamericano” de Biden es un éxito de relevancia.

Pero no está claro que Biden lleve de vuelta a Norteamérica hasta donde estaba antes de Trump. Su rimero de órdenes ejecutivas borró la mayoría de las órdenes ejecutivas de Trump, pero no ha demolido todavía todas las crueles medidas políticas de Trump en materia de inmigración. Ha desaparecido la retórica xenófoba de Trump, pero Biden no ha remendado las relaciones con China. Muchos de los aranceles de Trump siguen en vigor. Y hasta con una mayoría demócrata por los pelos en el Senado norteamericano, hay pocas oportunidades de que el Congreso anule todos los recortes fiscales de Trump para las grandes empresas y los ricos.

¿Qué hay de los grandes planes de Biden de rehacer Norteamérica? Dependiendo de tu punto de vista, están suspendidos o atascados. Probablemente logre apoyo bipartidista para más de medio billón de gasto nuevo en infraestructuras “duras”. No es poca cosa. Más allá de eso, es imposible determinar qué demócratas del Senado se pondrán de acuerdo en la legislación sobre atención infantil, medio ambiente, y atención sanitaria y educación que pueda sortear el filibusterismo republicano.

El mayor desastre potencial tiene que ver con el derecho al voto. A medida que los estados dominados por los republicanos siguen restringiendo el voto sobre la base de la gran mentira de Trump acerca del fraude electoral de 2020, y que el Tribunal Supremo norteamericano da muestras de su renuencia a interponerse, la única esperanza reside en la que se suponía era la mayor prioridad de los demócratas, la Ley para el Pueblo [For the People Act], que establece baremos nacionales mínimos para votar, y la Ley de John Lewis de Derecho al Voto [John Lewis Voting Rights Act], que devuelve su autoridad a la vieja Ley de Derecho al Voto [Voting Rights Act] después de que el Tribunal Supremo la destripara en 2013. Pero los republicanos del Senado no se avendrán a ello, y el rechazo de unos cuantos demócratas del Senado a alterar la regla del filibuterismo para permitir que se aprueben con una mayoría simple las ha condenado al limbo.

La incapacidad de Biden de convertir el derecho al voto en su mayor prioridad, de luchar visiblemente por él, convertirlo en su causa personal y echarse al camino a llevar esa causa al pueblo norteamericano, no sólo es una mala decisión política. También es mala política. Les puede costar caro a los demócratas en las elecciones de mitad de mandato del año próximo, y todavía después.

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¿Puede Biden proteger las mayorías de los demócratas en 2022?

Geoffrey Kabaservice

En el hito de la mitad de un año, la administración del presidente Biden ha tenido en buena medida éxito en su objetivo principal de devolver a la sociedad y la economía a la normalidad tras la pandemia. Más de dos tercios de los adultos norteamericanos han recibido al menos una dosis de la vacuna de la Covid-19. El Plan de Rescate Norteamericano ha conllevado un estímulo de 1.9 billones a la economía y ha fortalecido la red de seguridad del bienestar social, haciendo de ello lo que el New York Times ha denominado “el mayor esfuerzo contra la pobreza en una generación”. El acuerdo sobre infraestructuras de 973.000 millones, apoyado por Biden, suministraría, de ser aprobado, una ingente infusión de fondos para rehabilitar tanto las estructuras físicas del país que se desmoronan como para reducir las emisiones de carbono.

Por supuesto, este acuerdo no llega a satisfacer de modo pleno las demandas de los activistas del clima ni muchas de las aspiraciones mismas de Biden, y otro tanto se puede decir del programa de vacunación (socavado por la indulgencia del Partido Republicano hacia los contrarios a las vacunas) y las medidas de estímulo. Otras iniciativas de Biden, tales como su reciente orden ejecutiva “antitrust”, se quedarán inevitablemente cortas en su propósito de recuperar una “competencia abierta y justa” en el capitalismo norteamericano. Pero en conjunto, los avances del programa de Biden encaminados a una seguridad material para la mayoría de los ciudadanos merecen compararse con los de las administraciones demócratas de entre los años 30 y los 60.

Con todo, el legado de Biden dependerá en última instancia de si puede o no conservar las mayorías demócratas en el Congreso en 2022 e impedir que los republicanos reviertan la democracia en 2024. Biden ha reconocido tardíamente el peligro de los esfuerzos de los republicanos en las restricciones al voto y la anulación de elecciones, así como la reacción negativa de los moderados ante prioridades progresistas impopulares en torno a la delincuencia, la desfinanciación de la policía y las extralimitaciones ideológicas sobre justicia social. Todavía por determinar están las repercusiones potenciales de problemas que siguen gestándose, entre ellos la inmigración, la inflación, la demagogia trumpista, el ciberdelito ruso, la agresión china y los avances de los talibán en el Afganistán evacuado por los EE.UU.

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Biden piensa en grande, pero todavía no ha cumplido

Bhaskar Sunkara

La buena noticia es que en seis meses de administración de Joe Biden, ha cumplido uno de sus principales lemas de campaña y le ha devuelto una sensación de “normalidad” al país. Tras cuatro años de volátil gobierno de Donald Trump, la Casa Blanca se ha convertido en un lugar más previsible.

Esa es también la mala noticia, dado que la vieja “normalidad” no estaba cumpliendo con millones de norteamericanos de clase trabajadora.

Biden no ha ignorado por completo a esta gente. Su administración ha bombeado billones a la economía y ha roto con algo de la misma lógica de la austeridad a la que él contribuyó a uncir el Partido Demócrata en décadas pasadas.

Está claro que el presidente quiere gastar más y gastar mejor. Está claro que se ha convencido de que el gobierno puede mejorar la vida de la gente y ha recurrido a figuras como Bernie Sanders para ayudar a dirigir parte de esa generosidad.

Lo que se dice en los círculos de Washington es que Biden quiere ser un gran presidente, más audaz y ambicioso de lo que fue Obama durante la crisis financiera, para dejar una herencia más cercana a Franklin D. Roosevelt que sus demás contemporáneos demócratas. Pero las inyecciones temporales de dinero no traerán el cambio necesario, no sólo para mejorar vidas sino para crear el tipo apoyo perdurable de clase trabajadora que sustentó la coalición del New Deal.

Biden ha mostrado su disposición a pensar en grande, pero no ha acometido reformas estructurales como el salario mínimo a 15 dólares la hora y una Pro Act [Protecting the Right to Organize Act, proyecto legislativo de protección del derecho a organizarse de los trabajadores] destinada a contribuir a recuperar la densidad sindical. Se ve institucionalmente constreñido por fuerzas hostiles en el seno de su propio partido y se ha visto obligado a apañarse con una tenue mayoría en el Congreso, pero a menos que encuentre una manera de utilizar su poder para superar algunas de esas barreras, se encontrará en una posición todavía más difícil después de las elecciones de mitad de mandato en 2022.

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Biden tiene que combatir a su propio partido

Theodore R. Johnson

Joe Biden se elevó a la presidencia declarando que, tras cuatro años bajo el presidente Donald Trump, el país se debatía en una batalla por el alma de Norteamérica. Pero lo que él pretendía que fuera un llamamiento retórico a la unidad se ha convertido en una pregunta que definirá su periodo en el cargo: ¿contra quién va a batallar por el alma de Norteamérica?

Los miembros de su partido presionan en favor una democracia fundamental y de reformas de justicia que exigirán probablemente medidas políticas drásticas como deshacerse del filibusterismo. Los republicanos han renovado su intransigencia legislativa y miran de obstaculizar casi todos los movimientos de la administración de Biden. Los primeros seis meses han demostrado que Biden no se muestra propicio a librar ninguna de estas batallas, prefiriendo en cambio dar prioridad a la consecución de acuerdos bipartidistas para lograr avances políticos progresistas graduales, por encima de ejercitar el músculo de la mayoría. Cuando el alma de la nación pende de un hilo, el pragmatismo es una elección curiosa como arma.

Si bien se ratificó como ley un paquete de ayudas para la pandemia, la resistencia a vacunarse entre franjas significativas de Norteamérica y el surgimiento de una variante enormemente contagiosa sugieren la necesidad de una acción audaz. Las amargas luchas partidistas sobre el derecho de voto, la política de seguridad nacional, un programa masivo de infraestructuras, las reformas de las fuerzas del orden y las medidas políticas respecto a las armas, y hasta el estado de las relaciones raciales, todas señalan que el alma de Norteamérica pende muy mucho de un hilo.

Pero los meses iniciales han dejado bastante claro que Biden ha entrado en la refriega hiperpartidista que vino a definir la presidencia de sus dos inmediatos predecesores. Y le hará falta decidir si va a combatir a su propio partido buscando un enfoque bipartidista o aceptar el desafío de un Partido Republicano cada vez más cautivado por el trumpismo. Los días de triangulación a lo Clinton son inasequibles: la batalla ha empezado y el presidente tendrá que ponerle nombre a la amenaza y luchar hasta el final.

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Biden se ha comprometido con la igualdad racial, pero hace falta emplearse más

Valerie Rawlston Wilson

El liderazgo presidencial establece el tono de cómo afronta el país – o de si va a afrontar – la contradicción entre los ideales norteamericanos de libertad, justicia y democracia, y la realidad de que la raza predice demasiado a menudo el estatus social y económico. A ese respecto, no debería minusvalorarse la significación del compromiso de la administración de Biden con el progreso de la igualdad racial como una de sus primeras acciones oficiales una vez en funciones. Mediante la Orden Ejecutiva 13985, la administración ha tratado de promover la justicia y un tratamiento imparcial, sobre todo respecto al acceso a programas federales y a la participación en contrataciones y adquisiciones federales.

Esto señala un paso tan solo en lo que ha de ser una senda más prolongada camino de una concepción plena de igualdad racial que incluye también la justicia racial – pasos destinados a corregir la exclusión e injusticias del pasado – como componente fundamental. Una visión más expansiva de la igualdad racial trataría de encarar las causas de raíz de las disparidades raciales que llevan a comunidades desatendidas a una mayor necesidad de programas federales, entre ellas las actuaciones gubernamentales que han recortado las perspectivas de los negros norteamericanos de levantar y mantener una riqueza intergeneracional. En última instancia, el progreso real hacia la igualdad racial se estimará por la medida en que podamos reducir, si no eliminar, las disparidades raciales en los resultados económicos.

No es de esperar que la administración Biden resuelva por completo cuestiones que llevan fraguándose a lo largo de siglos, pero el presidente debería continuar apoyándose en esta orden ejecutiva y llevar a la práctica medidas políticas que hagan avanzar de modo mensurable la igualdad racial.

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Biden tiene que actuar ya en la cuestión del clima

Kate Aronoff

Joe Biden no se encuentra en una posición envidiable. Aparte de un Partido Republicano empecinado en impedir que suceda nada bueno, Joe Manchin y Kyrsten Sinema – ambos demócratas que se inclinan a la derecha – pueden ser decisivos en cualquier cosa que pase por un Senado dividido 50 a 50. El Plan de Empleo Norteaméricano de Biden está totalmente desfasado respecto a lo que exige la crisis climática, pero hasta eso se enfrenta a vientos de envergadura en su contra dentro de nuestro entero sistema político de antes de la guerra, erigido empero para impedir que la opinión pública – que apoya un Green New Deal y regulactiones más estrictas – se traduzca en leyes.

Sea lo que fuere que suceda en el Congreso, no obstante, Biden tiene toda una panoplia de instrumentos todavía por explorar a su disposición para empezar a reducir mañana mismo las emisiones. La Oficina del Interventor de Cuentas, el Fondo Federal de Protección de Depósitos y la Reserva Federal, que regulan conjuntamente el sector bancario – podrían elevar los requisitos de capital en el caso de las instituciones que invirten en combustibles fósiles, contribuyendo a cortar de raíz el flujo de dinero de Wall Street que va al carbón, al petróleo y al gas. Declarando una emergencia climática, Biden podría restablecer la prohibición de las exportaciones de crudo, que se han disparado hasta un 750%, puesto que las reglas que las restringen fueron discretamente desactivadas en 2015. Acabar con las perforaciones en terrenos federales – algo al alcance del Departamento del Interior – podría eliminar una cuarta parte de las emisiones norteamericanas.

Si la administración cree de veras que la crisis climática supone una amenaza existencial, no debería dejar que se desperdiciase ninguno de los considerables poderes de su brazo ejecutivo.

Robert Reich ex-secretario de Trabajo norteamericano, es profesor de políticas públicas en el campus de Berkeley de la Universidad de California at Berkeley, columnista del diario The Guardian en su edición norteamericana, y autor de Saving Capitalism: For the Many, Not the Few y The Common Good. Acaba de aparecer su último libro, The System: Who Rigged It, How We Fix It.

Geoffrey Kabaservice es director de estudios políticos de Centro Niskanen de Washington, así como autor de “Rule and Ruin: The Downfall of Moderation and the Destruction of the Republican Party”.

Bhaskar Sunkara director y fundador de la revista Jacobin y columnista de la edición norteamericana de The Guardian, es autor de “The Socialist Manifesto: The Case for Radical Politics in an Era of Extreme Inequality”.

Theodore R. Johnson es director de un programa académico del Brennan Center for Justice y autor de “When the Stars Begin to Fall: Overcoming Racism and Renewing the Promise of America”.

Valerie Rawlston Wilson es directora del programa de Raza, Etnia y Economía del Economic Policy Institute.
Kate Aronoff es redactora de la revista The New Republic, espeializada en cuestiones de calentamiento climático.

Fuente: The Guardian, 14 de julio de 2021

Traducción: Lucas Antón para sinpermiso.info

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