Hace 49 años estalló en Portugal la llamada «Revolución de los Claveles», una sublevación militar que se convirtió en una revolución popular con aspiraciones socialistas
Por Valerio Arcary
Se ha dicho que las revoluciones tardías son las más radicales. Seis años después del Mayo del 68 francés, pero cuatro años antes de que se pusiera en marcha una movilización de masas en el Estado español, la Revolución de los Claveles desplazó a un régimen dictatorial que llevaba casi medio siglo en el poder.
El 25 de abril de 1974 cayó la dictadura más antigua del continente europeo. La rebelión militar organizada por el MFA, una conspiración liderada por los mandos intermedios de las Fuerzas Armadas que evolucionó en pocos meses de articulación corporativa a insurrección, fue fulminante. Maltrecho militarmente por una guerra interminable, agotado políticamente por la ausencia de una base social interna, agotado económicamente por una pobreza que contrastaba con el estándar europeo, cansado culturalmente por el atraso oscurantista que había impuesto durante décadas, unas horas bastaron para una rendición incondicional. Fue en ese momento cuando se inició el proceso revolucionario que conmovió a Portugal. La insurrección militar precipitó la revolución, y no al revés.
El actual régimen semipresidencialista de Portugal no debe confundirse como heredero directo de las libertades y derechos sociales conquistados por la revolución en sus intensos dieciocho meses. El régimen que mantiene a Portugal como el país europeo más pobre es el resultado de un largo proceso de reacción de las clases propietarias y de sus aliados en las clases medias propietarias. La insurrección militar se levantó como una revolución democrática, cuando las masas populares salieron a la calle, que enterró al salazarismo y salió victoriosa. Pero la revolución social que nació del vientre de la revolución política fue derrotada. Tal vez sorprenda la caracterización de revolución social, pero toda revolución es una lucha en proceso, una disputa, una apuesta en la que reina la incertidumbre. En historia no se puede explicar lo ocurrido considerando sólo el resultado. Eso es anacrónico. Es una ilusión óptica del reloj de la historia. El final de un proceso no lo explica. De hecho, es más cierto lo contrario. El futuro no descifra el pasado. Las revoluciones no pueden analizarse únicamente por su resultado final. O por sus resultados. Éstos explican fácilmente más sobre la contrarrevolución que sobre la revolución.
Las libertades democráticas nacieron del vientre de la revolución, cuando todo parecía posible. Pero el régimen democrático semipresidencialista que existe hoy en Portugal no surgió del proceso de luchas iniciado el 25 de abril de 1974. Surgió tras el golpe de Estado organizado por el Grupo de los Nueve el 25 de noviembre de 1975. La reacción triunfó tras las elecciones presidenciales de 1976. Fue necesario recurrir a los métodos de la contrarrevolución en noviembre de 1975 para restablecer el orden jerárquico en los cuarteles y disolver el MFA que hizo el 25 de abril. Es cierto que la reacción con tácticas democráticas prescindió de un cuartel con métodos genocidas, como había ocurrido en Santiago de Chile en 1973. No fue casual, sin embargo, que el primer presidente elegido fuera Ramalho Eanes, el general del 25 de Noviembre.
“La insurrección militar se levantó como una revolución democrática, cuando las masas populares salieron a la calle, que enterró al salazarismo y salió victoriosa. Pero la revolución social que nació del vientre de la revolución política fue derrotada”
La revolución portuguesa fue, pues, mucho más que el final tardío de una dictadura obsoleta. Hoy sabemos que el capitalismo lusitano escapó a la tormenta revolucionaria. Sabemos que Portugal consiguió construir un régimen democrático razonablemente estable, que Lisboa dirigida por banqueros e industriales sobrevivió a la independencia de sus colonias y que finalmente se integró en la Unión Europea. Sin embargo, el resultado de aquellas luchas podría haber sido diferente, con inmensas consecuencias para la transición española al final del franquismo.
Lo que la revolución conquistó en dieciocho meses, la reacción tardó dieciocho años en destruirlo, y ni siquiera entonces consiguió deshacer todas las conquistas sociales conseguidas por los trabajadores. Después de haber incendiado durante año y medio las esperanzas de una generación de trabajadores y de la juventud, la revolución portuguesa chocó con obstáculos insuperables. La revolución portuguesa, la tardía, la democrática, tuvo su momento a la deriva, se encontró perdida y acabó derrotada. Pero fue, desde el principio, hija de la revolución colonial africana y merece ser llamada por su nombre más temido: revolución social.
Comprender el pasado exige un esfuerzo de reflexión sobre el campo de posibilidades que interpelaba a los sujetos sociales y políticos que actuaban proyectando un futuro incierto. En 1974, una revolución socialista en Portugal podía parecer improbable, difícil, arriesgada o dudosa, pero era una de las perspectivas, entre otras, que se insertaban en el horizonte del proceso. Ya se ha dicho que las revoluciones son extraordinarias porque transforman lo que parecía imposible en plausible, o incluso probable. A lo largo de sus diecinueve meses de sorpresas, la revolución imposible, la que hace aceptable lo que era inadmisible, provocó todas las cautelas, contradijo todas las certezas, sorprendió todas las sospechas. Ese mismo pueblo portugués que soportó durante casi medio siglo la dictadura más larga del continente -vencido, postrado, incluso resignado- aprendió en meses, encontró en semanas y, en algunos momentos, descubrió en días, lo que décadas de salazarismo no le habían permitido siquiera sospechar: la dimensión de su fuerza. Pero, estaban solos. En aquella estrecha franja de tierra de la Península Ibérica, el destino de la revolución fue cruel. Los pueblos del Estado español sólo se pusieron en marcha en la lucha final contra el franquismo cuando, en Lisboa, ya era demasiado tarde. La portuguesa fue una revolución solitaria.
El vértigo del proceso desafió en tres meses la solución bonapartista-presidencialista de Spínola. Spínola fue derrotado con la caída de Palma Carlos del cargo de primer ministro y el nombramiento de Vasco Gonçalves y, como secuela, la convocatoria de elecciones constituyentes antes de las presidenciales. Un año después del 25 de abril de 1974, la carta del golpe militar ya había sido intentada dos veces, y dos veces aplastada. La contrarrevolución necesitaba cambiar de estrategia tras la segunda derrota de Spínola. Tres legitimidades disputaron fuerzas después del 11 de marzo de 1975: la del gobierno provisional sostenido por el MFA, con el apoyo del PC; la del resultado de las urnas para la Asamblea Constituyente elegida el 25 de abril de 1975, en la que el PS se afirmó como la mayor minoría, pero que podía defenderse como mayoría si se tenía en cuenta el apoyo de los partidos de centro-derecha (PPD) y de derecha (CDS); y la que surgió de la experiencia de movilización en las empresas, en las fábricas, en las universidades, en las calles, la democracia directa de la autoorganización.
“Lo que la revolución conquistó en dieciocho meses, la reacción tardó dieciocho años en destruirlo, y ni siquiera entonces consiguió deshacer todas las conquistas sociales conseguidas por los trabajadores”
Tres legitimidades políticas, tres bloques de clase y alianzas sociales, tres proyectos estratégicos, en definitiva, una sucesión de gobiernos provisionales en una situación revolucionaria, con una sociedad dividida en tres bandos: el de apoyo al gobierno del MFA, y dos oposiciones, una de derechas (con un pie en el gobierno y otro fuera, pero con importantes relaciones internacionales) y otra de izquierdas (con un pie en el MFA y otro fuera, y una devastadora dispersión de fuerzas). Ninguno de los dos bloques políticos pudo imponerse por sí solo durante el caluroso verano de 1975. Fue entonces cuando la contrarrevolución recurrió a la movilización de su base social agraria en el Norte, y en algunas partes del centro del país. Pero la reacción clerical reaccionaria seguía siendo insuficiente. Portugal ya no era el país agrario que había gobernado Salazar. Apeló entonces a la división de la clase obrera, y para ello el PS de Mário Soares era indispensable. Recurrió a la estrategia de la alarma, el miedo y el pánico para atemorizar y enardecer a sectores de la clase media propietaria contra la clase obrera. Pero, sobre todo, la cuestión prioritaria para la burguesía, entre marzo y noviembre de 1975, era recuperar el control de las Fuerzas Armadas.
La revolución tardía
A pesar de sus largos 48 años, la caída del régimen encabezado por Marcelo Caetano fue, paradójicamente, una sorpresa. Los gobiernos de Londres, París o Berlín sabían que el pequeño país ibérico vivía desde hacía décadas en una situación anacrónica: el último Estado enterrado en una guerra colonial en tres frentes sin perspectivas de solución, un “Vietnam africano”, condenado incluso por una resolución de la ONU. La dictadura, ya senil de tan decadente, seguía imponiendo un régimen despiadado en la metrópoli. Mantenía una policía de matones -la PIDE- que garantizaba cárceles llenas, y a la oposición en el exilio. Controlaba mediante la censura cualquier opinión crítica con el gobierno, prohibía las actividades sindicales, reprimía el derecho de huelga. Sin embargo, ni siquiera Washington había previsto el peligro de revolución. La explicación histórica más estructural de la estabilidad del régimen de Salazar es la tardía supervivencia de un inmenso Imperio, formado en los albores de la era moderna.
El 28 de mayo de 1926, un golpe protofascista derrocó a la primera república portuguesa e instauró una dictadura militar dirigida por el general Gomes da Costa, al que sucedió el general Carmona. Los dirigentes militares invitaron a Antonio de Oliveira Salazar, hasta entonces profesor de economía en Coimbra, a ocupar el cargo de Ministro de Hacienda, cargo que no asumiría hasta 1928, cuando tenía 39 años. Asumirá el cargo de Primer Ministro en 1932. Conocido como el Estado Novo, el régimen no parecía excepcional en los años treinta, cuando el capitalismo europeo se inclinaba hacia un discurso nacionalista exaltado y recurría a gran escala, incluso en las sociedades más urbanizadas y, económicamente, más desarrolladas, a los métodos de la contrarrevolución para evitar revoluciones sociales como la de Octubre rusa. La dictadura en Portugal sorprendió, sin embargo, por su longevidad.
El fascismo “defensivo” de este Imperio desproporcionado y semiautoritario sobrevivirá a Salazar, permaneciendo la friolera de 48 años en el poder. La burguesía de este pequeño país resistirá durante un cuarto de siglo a la ola de descolonización de los años cincuenta. Encontrará fuerzas para enfrentarse, a partir de los años 60, a una guerra de guerrillas en África, en Guinea-Bissau, Angola y Mozambique, aunque, durante la mayor parte de esos largos años, más una guerra de movimientos que una guerra de posiciones, aún sin solución militar posible. Pero la guerra interminable acabó por destruir la unidad de las Fuerzas Armadas. La ironía de la historia fue que fue el mismo ejército que dio origen a la dictadura que destruyó la Primera República fue el que derrocó al salazarismo para asegurar el fin de la guerra.
La reforma desde arriba, a través de desplazamientos internos del propio salazarismo, la transición negociada, la democratización pactada, tantas veces esperada, no llegó. Los desplazamientos de las clases medias expresaban la desesperación de éstas ante la obtusidad de la dictadura. El oscurantismo asfixiaba a la nación. Después de la insurrección militar se abrió una ventana de oportunidad histórica, y lo que las clases propietarias evitaron hacer por la reforma, las masas populares se lanzaron a conquistarlo por la revolución. El salazarismo obsoleto de Caetano acabó encendiendo la chispa del proceso revolucionario más profundo de Europa Occidental después de la Guerra Civil española de 1939.
“La explicación histórica más estructural de la estabilidad del régimen de Salazar es la tardía supervivencia de un inmenso Imperio, formado en los albores de la era moderna”
La revolución colonial
En 1972, el general Antonio Spínola publicó el libro Portugal y el futuro. El gobierno de Marcelo Caetano autorizó la publicación del libro. La opinión favorable fue dada nada menos que por el general Costa Gomes[1]. La guerra de las colonias sumió a Portugal en una crisis crónica. Un país de diez millones de habitantes, marcadamente desfasado respecto a la prosperidad europea de los años sesenta, desangrado por la emigración de jóvenes que huían del servicio militar y de la pobreza, no podía seguir manteniendo indefinidamente un ejército de ocupación de decenas de miles de hombres en una guerra africana. Lo que no se sabía entonces era que el libro de Spínola era sólo la punta de un iceberg y que, clandestinamente, en la oficialidad media, ya se estaba articulando el Movimiento de las Fuerzas Armadas, el MFA. La debilidad del gobierno de Marcelo Caetano era tan grande que caería como una fruta podrida en horas. La nación estaba agotada por la guerra. Por la puerta abierta por la revolución antiimperialista en las colonias, entraría la revolución política y social en la metrópoli.
El servicio militar obligatorio era de cuatro asombrosos años, de los cuales al menos dos se cumplían en ultramar. Murieron más de diez mil personas, sin contar los heridos y mutilados, que ascendieron a decenas de miles. De este ejército de alistamiento obligatorio surgió uno de los sujetos políticos decisivos del proceso revolucionario, el MFA. Respondiendo a la radicalización de las clases medias de la metrópoli y también a la presión de la clase obrera en la que tenía sus orígenes una parte de estos oficiales de clase media, cansados de la guerra y ansiosos de libertades, rompieron con el régimen.
Estas presiones sociales explican también los límites políticos del propio MFA y ayudan a entender por qué, tras derrocar a Caetano, entregaron el poder a Spínola. El propio Otelo, defensor, desde el 11-M, del proyecto de transformar el MFA en un movimiento de liberación nacional, a la manera de los movimientos militares de los países periféricos, como en Perú a principios de los setenta, hizo balance con desconcertante franqueza: “Este arraigado sentimiento de subordinación a la jerarquía, de necesidad de un jefe que, por encima de nosotros, nos guiara por el camino ‘bueno’, nos perseguiría hasta el final”[2].
Esta confesión sigue siendo una de las claves para interpretar lo que se conoció como el PREC (proceso revolucionario en curso), es decir, los doce meses durante los cuales Vasco Gonçalves estuvo al frente de los gobiernos provisionales II, III, IV y V. Irónicamente, así como muchos capitanes se inclinaban a depositar una confianza excesiva en los generales, una parte de la izquierda cedió el liderazgo del proceso a los capitanes, o a la fórmula unidad del pueblo con el MFA, defendida por el PCP.
“Por la puerta abierta por la revolución antiimperialista en las colonias, entraría la revolución política y social en la metrópoli”
Se dice que, en situaciones revolucionarias, los seres humanos se superan o se elevan, entregándose a la mejor medida de sí mismos. Emerge entonces lo mejor y lo peor que hay en ellos. Spínola, enérgico y perspicaz, era un reaccionario pomposo, que se hacía pasar por general germanófilo con su increíble monóculo del siglo XIX. Costa Gomes, sutil y astuto, era, como un camaleón, un hombre de oportunidades. Del MFA surgieron los liderazgos de Salgueiro Maia o Dinis de Almeida, valientes y honorables, pero sin formación política; de Otelo, el jefe del COPCON, una personalidad entre un Chávez y un capitán Lamarca, es decir, entre el heroísmo de la organización del levantamiento y el disparate de las relaciones posteriores con Libia y el FP-25 de abril; de Vasco Lourenço, de origen social popular, como Otelo, audaz y arrogante, pero tortuoso; de Melo Antunes, culto y sinuoso, el hombre clave del grupo de los nueve, el brujo que acaba prisionero de sus manipulaciones; de Varela Gomes, el hombre de la izquierda militar, discreto y digno; de Vasco Gonçalves, menos trágico que Allende, pero también menos bufón que Daniel Ortega. También de los militares surgió el “Bonaparte”, Ramalho Eanes, un hombre siniestro que enterró el MFA.
La revolución democrática
La economía portuguesa, apenas internacionalizada pero ya razonablemente industrializada, se estructuraba en la división internacional del trabajo en dos “nichos”, los dos pilares empresariales del régimen, la explotación colonial y la actividad exportadora. Siete grandes grupos controlaban casi todo. Se ramificaron en 300 empresas que poseían el 80% de los servicios bancarios, el 50% de los seguros, 8 de las 10 mayores industrias, 5 de los 7 mayores exportadores. Los monopolios dominaban, pero la dinámica de crecimiento era oscilante. El país permanecía comparativamente estancado mientras la economía europea experimentaba el auge de la posguerra. En Portugal no había alivio social. Continuó la sobreexplotación de la mano de obra, agravada por las consecuencias sociales de la guerra colonial. El orden salazarista se mantuvo tras la muerte del dictador, con un despiadado brazo armado – la PIDE – 20 mil informadores, más de dos mil agentes.
Es cierto que no existe un sismógrafo de situaciones revolucionarias. En la mañana del 25 de abril, al oír por la radio el anuncio de la sublevación militar del MFA, una multitud de miles de personas se echó a la calle y se dirigió al centro de Lisboa, rodeando el cuartel general de la GNR (Guardia Nacional Republicana) en Largo do Carmo, donde Marcelo Caetano se había refugiado y negociaba los términos de la rendición con Salgueiro Maia, exigiendo la presencia de Spínola. Unos centenares de pides – la Policía Internacional de Defensa del Estado – atrincherados en la sede, disparan contra las masas. En Oporto, miles de personas rodearon a la policía en el edificio del Ayuntamiento, y la policía respondió disparando contra la población. Y esa fue toda la fuerza de la resistencia. Dejaron cuatro muertos.
Toda revolución tiene su lado pintoresco. Nunca sabremos a ciencia cierta la mayor o menor veracidad de pequeños episodios. Ma si non é vero, é bene trovato. En las primeras horas de la mañana, cuando una columna de coches militares bajaba por la Avenida da Liberdade en dirección al Terreiro do Paço, las floristas del Parque Mayer les preguntaron qué pasaba, y los soldados respondieron que habían venido a derrocar la dictadura. Ellas, en su sencillez, tan felices, les ofrecieron claveles rojos y así, sin saberlo, bautizaron la revolución con el nombre de una flor.
Recordemos que no hay que confundir una revolución con el triunfo de un levantamiento militar, aunque se trate de una insurrección con apoyo popular. No es infrecuente que los golpes militares o las rebeliones cuartelarias funcionen, históricamente, como señal de que se avecina una tormenta mucho mayor. Las operaciones palaciegas pueden “abrir una ventana” por la que entrará el viento de la revolución que estaba contenido. En Portugal el proceso de revolución política se desbordó, como en Rusia en 1917, porque el ejército había sido destrozado por la guerra. Cuando el primero de mayo de 1974 cientos de miles de personas desfilaron durante horas hasta el estadio de Alvalade, portando miles de banderas rojas para dar la bienvenida a los que regresaban del exilio y abrazar a los liberados de la cárcel, marchaban hacia sus sueños de una sociedad más justa. Descubrieron, para su sorpresa, la fuerza social de su movilización. Es a partir de esta experiencia práctica, compartida por millones de personas, como se hacen las revoluciones sociales.
“no hay que confundir una revolución con el triunfo de un levantamiento militar, aunque se trate de una insurrección con apoyo popular”
La última revolución
La revolución portuguesa fue la última revolución social en Europa Occidental a finales del siglo XX. Aunque interrumpida, la dinámica de revolución social anticapitalista fue una de sus características fundamentales. El contenido social del proceso que se produjo en el año y medio posterior al 25 de abril se determinó en un contexto complejo: la revolución tenía tareas pendientes -fin de la guerra colonial, independencia de las colonias, reforma agraria, trabajo para todos, salarios más altos, acceso a la vivienda, derecho a la educación pública- que no se limitaban a derrocar la dictadura. Lo que determinó su vigor fue una combinación de factores sociales y políticos, pero el más importante fue la entrada en escena de la movilización de las clases populares con una disposición para la lucha revolucionaria que no podía ser contenida por la represión, y no la presencia de uno de los Partidos Comunistas más poderosos de Europa. Al contrario, la presencia de un PCP fuerte fue un elemento de contención de la lucha social[3].
La caída del régimen fue el acto inaugural de una etapa política de radicalización popular incomparablemente más profunda -una situación revolucionaria- en la que se estaban construyendo las experiencias de autoorganización. El 1 de mayo, una semana después de la caída de Caetano, una gigantesca manifestación en Lisboa demuestra que ya ha comenzado una irrupción de masas. Se conmemora la liberación de los presos políticos, liberados en Caxias y Peniche, así como en la tristemente célebre Tarrafal, en Cabo Verde. Álvaro Cunhal y Mário Soares llegan del exilio y, por primera vez, pronuncian discursos. Soares hace una demanda pública al MFA y a Spínola, el candidato presidencial, defendiendo que el PS y el PCP, según sus palabras, los dos partidos más representativos de la clase obrera, deben ser el núcleo del gobierno.
Ya el 28 de abril, los habitantes de las chabolas de Boavista, en Lisboa, ocuparon casas vacías en un barrio social -edificios construidos por el Estado- y se negaron a marcharse, incluso cuando les rodearon policías y tropas, bajo el mando del MAE, llevando a cabo la primera ocupación. El 30 de abril, la primera asamblea universitaria de Lisboa reúne a más de 10.000 estudiantes en Técnico, la facultad de ingeniería. El 2 de mayo se autoriza el regreso de todos los exiliados. Se amnistía a los desertores y a los oficiales refractarios del ejército. El 3 de mayo se generaliza una oleada de ocupaciones de casas desocupadas en la periferia de Lisboa, con una fuerte iniciativa de militantes de diversas organizaciones de extrema izquierda. Se impide la partida de una unidad militar hacia África. El 5 de mayo, los trabajadores de la TLP (compañías telefónicas), de la Caja de Previsión de Faro y del Hospital de Oporto se concentran para exigir la dimisión de sus jefes. En Évora, los trabajadores convierten las Casas do Povo en sindicatos agrícolas. Comienza una oleada de huelgas, encabezadas por las grandes concentraciones obreras, como en Lisnave y en Siderúrgica Nacional, exigiendo la readmisión de los despedidos, desde principios de año, y salarios. Trabajadores del Diário de Notícias, el principal matutino, ocuparon el periódico e impidieron la entrada de los administradores, que fueron despedidos. Media docena de ejemplos que son sólo una ilustración del hecho de que, antes incluso de que hubiera pasado un mes desde el fin de la dictadura, la revolución invadió todas las esferas de la vida social y ocupó, además de las calles, las empresas, las escuelas, las universidades, los hospitales, los talleres, los sindicatos, los periódicos, las radios e incluso los hogares.
“El factor más importante fue la entrada en escena de la movilización de las clases populares con una disposición para la lucha revolucionaria que no podía ser contenida por la represión”
Podemos periodizar el proceso en tres etapas: a) de abril de 1974 al 11 de marzo de 1975, se abrió una situación revolucionaria similar a la del febrero ruso[4]: un amplio frente social que unía a pequeñas facciones disidentes de la burguesía, exasperadas por la inercia de la dictadura, con la inmensa mayoría de las clases medias urbanas, hartas del arcaísmo y la obtusidad del régimen, y las masas trabajadoras, desesperadas por la guerra y la pobreza. En estos meses se han garantizado libertades democráticas muy amplias, incluso en el trabajo, y un alto el fuego en África, derrotando dos intentos de golpe militar y el proyecto de consolidar un régimen presidencial fuerte. Prevalece un fuerte sentimiento de unidad entre los trabajadores y la mayoría de las clases medias, un apoyo abrumador al MFA, un sentimiento a favor de la unidad del PS y del PCP y en contra de Spínola. La sociedad bascula vertiginosamente hacia la izquierda; b) entre el 11 de marzo y julio de 1975, una situación revolucionaria similar a la que precedió al Octubre ruso: los de arriba ya no pueden y los de abajo ya no quieren ser gobernados como antes. La huida del país de una parte considerable de la burguesía, la nacionalización de una parte de las grandes empresas, el reconocimiento de las independencias -menos Angola- y la generalización de un proceso de autoorganización de las masas en los centros de trabajo, de estudio y, sobre todo, en las Fuerzas Armadas, pero sin que la dualidad de poder encuentre un camino hacia la centralización; (c) finalmente, la crisis revolucionaria, entre julio y noviembre de 1975, con la escisión del MFA, la independencia de Angola, la radicalización anticapitalista con rupturas de sectores de masas de la influencia del PS y del PCP, la formación de los SUV (autoorganización de soldados y marineros) y las manifestaciones armadas, es decir, la antesala o bien de un desplazamiento revolucionario del Estado, o bien de un golpe contrarrevolucionario. Uno de estos dos desenlaces se había hecho inevitable[5].
La contrarrevolución
El primer intento de golpe fracasa estrepitosamente el 28 de septiembre, en forma de llamamiento público de Spínola a la “mayoría silenciosa”, un llamamiento retórico a la contraofensiva de los esperpentos más reaccionarios del Portugal rural profundo. El 26 de septiembre, Spínola asistió a una corrida de toros en Campo Pequeno y fue vitoreado por una parte del público, pero se produjeron enfrentamientos entre militantes de izquierdas y de derechas. Lisboa amaneció cubierta de carteles llamando a la marcha. Al día siguiente, militantes del PCP y de diversas organizaciones de la izquierda más radical levantaron barricadas para impedir el paso de los manifestantes de derechas que, se esperaba, vendrían de fuera. Los soldados se unieron espontáneamente a las barricadas. Las sedes del Bandarra, del Partido Liberal y del Partido del Progreso fueron asaltadas -se encontró propaganda fascista- y saqueadas. El 28 de septiembre, las barricadas ganaron más participación, y se paró y registró a los coches, deteniendo a sus ocupantes cuando llevaban armas. Otelo afirmó haber sido detenido en el Palacio de Belém por orden de Spínola. La convocatoria de Spínola no contó con un apoyo masivo. Ciento cincuenta conspiradores fueron detenidos durante el día.
Spínola fue obligado a dimitir, pero ileso, y entregó la presidencia al general Costa Gomes. El Tercer Gobierno Provisional fue entonces investido, con Vasco Gonçalves como Primer Ministro. Sin embargo, no se agotaron las energías del proyecto neocolonialista al “estilo inglés”. Volvieron a intentar el putsch “korniloviano” el 11 de marzo. Una vez más, las barricadas sacaron a la calle a muchos miles de personas. El segundo golpe fue el último y desesperado intento de la fracción burguesa opuesta a la independencia inmediata de las colonias, e incluyó la participación de la GNR (Guardia Nacional Republicana). El RAL-1 (Regimiento de Artillería Ligera) de Lisboa fue bombardeado y rodeado por unidades de paracaidistas, pero el golpe fue frustrado. Un episodio de negociación tiene lugar, públicamente, delante de las cámaras de televisión de la RTP (!!!) y sintetiza todas las turbulencias de un cuartel improvisado sin bases sociales significativas.
Desde el 25 de abril, era la tercera vez que los militares se enfrentaban. La primera fue la crisis que enfrentó a la Coordinadora del MFA y a Spínola, que pretendía reforzar la autoridad presidencial, y provocó la caída de Palma Carlos y del 1er gobierno provisional. El segundo fue el 28 de septiembre, cuando Spínola ordenó la ocupación de las emisoras de radio. En las dos primeras no hubo disparos. El 11 de marzo, el cuartel principal de Lisboa fue bombardeado y rodeado, y murió un soldado. Nadie se hace ya ilusiones de que se avecinen grandes enfrentamientos. El recuerdo reciente del golpe de Pinochet en Chile ejerce una fuerte presión sobre la izquierda y sobre la oficialidad del MFA. Siguieron decenas de detenciones, articuladas por el COPCON: los comandantes operativos de la fuerza que atacó el RAL-1, y varios dirigentes burgueses tradicionales: varios Espirito Santo, un Champalimaud, y un Ribeiro da Cunha.
Spínola y otros oficiales comprometidos huyeron a España, donde Franco los recibió, y luego muchos fueron a refugiarse en Brasil. A continuación, los trabajadores de la banca inician una huelga política y toman el control del sistema financiero. El MFA crea el Consejo Revolucionario y decreta la nacionalización de los siete grupos bancarios portugueses más importantes. Muchas empresas son ocupadas por los trabajadores. La burguesía entra en pánico y comienza a abandonar el país. Se ocupan mansiones deshabitadas y se construyen guarderías en ellas.
La revolución a la deriva
El 26 de marzo se instala el IV gobierno provisional. África estaba perdida. La burguesía empezó a temer lo peor, incluso en el continente. Se apresuró a reorientarse hacia el proyecto europeo. La reconstrucción de la autoridad del Estado, empezando por las fuerzas armadas, seguía siendo la prioridad. Sin embargo, la cuestión más compleja seguía sin resolverse: tenía que improvisar una representación política, atraer a la mayoría de las clases medias y derrotar a los trabajadores.
Sin Spínola ya como carta en la manga -y con el PPD y el CDS debilitados por el vínculo con Spínola- no disponía de instrumentos directos -aparte de una parte de la prensa y del peso de la alta jerarquía de las FFAA- y tuvo que recurrir a la presión de la burguesía europea, y de EEUU, sobre la socialdemocracia y la URSS, para que encuadraran al PS y, sobre todo, al PCP.
Tras el 11-M llegó la segunda primavera de las utopías. Lisboa era la capital más libre del mundo. La gran masa urbana, tanto en Lisboa -incluido el gran cinturón metropolitano que la rodea- como en Oporto, así como en la mayoría de las ciudades medianas del centro y del sur del país, los trabajadores y la juventud, pero también las nuevas clases medias empleadas en el comercio y los servicios, exigían la independencia de las colonias, el regreso de los soldados, libertad para las empresas, salarios, trabajo, tierra, educación, sanidad y bienestar. La experiencia histórica puso en movimiento a millones de personas hasta entonces inactivas políticamente. Aprendieron casi instintivamente, en el fragor de la lucha, que eran mayoría y podían vencer. Existía aún otro Portugal, viejo, rural, atrasado, desconfiado de la revolución, manipulado por la Iglesia y con su base social en los minifundios del norte. Pero eran muy minoritarios. En las ciudades, sobre todo en las industrializadas, la gente simpatizaba con la nacionalización. Estaban de acuerdo en que sin limitaciones al derecho de propiedad -es decir, expropiaciones a los que habían apoyado la dictadura- no podrían conquistar sus reivindicaciones. Comienza la etapa de lo que la ultraderecha denunció como “asemblaísmo”, es decir, la dualidad de poderes. Las jerarquías seculares de autoridad política y social que descansaban en tradiciones culturales de miedo y respeto se derrumbaron. Las masas invadieron los espacios sociales de sus vidas y fueron audaces. Querían participar. Querían decidir.
En oleadas de luchas sucesivas, surgieron comités de trabajadores en todas las grandes y medianas empresas, como la CUF (Companhia União Fabril) – 186 fábricas solamente -, la mayoría concentradas en Barreiro, ciudad industrial al otro lado del Tajo. Champalimaud, uno de los dirigentes más influyentes de la burguesía, reaccionó declarando que “los obreros son actualmente demasiado libres”[6].
“La experiencia histórica puso en movimiento a millones de personas hasta entonces inactivas políticamente. Aprendieron casi instintivamente, en el fragor de la lucha, que eran mayoría y podían vencer”
El muralismo político -paneles a la mexicana, grafitis a la americana, dazibaos a la china, simples pintadas- hizo de las calles de Lisboa una expresión estético-cultural de ese “universo diverso” de la revolución. Había de todo, desde lo más solemne a lo más irreverente. En la puerta del cementerio, la impagable Abajo con los muertos, la tierra para quien la trabaja. En las grandes avenidas, el dramático Ni un soldado más para las colonias. En la región de las nuevas avenidas, “Que la crisis la paguen los ricos”, firmado por la UDP y, al lado, “Que la crisis la pague la UDP”, firmado “Los ricos”. En las paredes de la entrada de la Facultad de Letras, donde los trotskistas eran más influyentes, el escepticismo: “Los indios también eran rojos y se jodieron”.
La Iglesia no escapó a la furia del proceso revolucionario. En Lisboa las iglesias quedaron desiertas de jóvenes. Asociada durante décadas al salazarismo -cuando el cardenal Cerejeira era el brazo derecho del régimen-, quedó desmoralizada en el sur del país y desacreditada a los ojos de amplios sectores sociales. Las ocupaciones se extendieron a los medios de comunicación. El 27 de mayo, los trabajadores de Rádio Renascença ocuparon los estudios y el centro de transmisión. Se abandona la denominación de “emisora católica”. La emisora comienza a emitir programas de apoyo a las luchas obreras.
Los trabajadores de Lisnave, entonces uno de los mayores astilleros del mundo, dan ejemplo organizando piquetes para ocupar su sindicato. En Amadora, Sorefame, una de las mayores industrias metalúrgicas del país se declara en huelga, al igual que Toyota, Firestone, Renault, Carris (conductores de autobuses), TAP y CP (ferroviarios), pero también en el interior, como entre los textiles de Covilhã, o en las minas de Panasqueira. La ola de autoorganización -la formación de comités de trabajadores en las empresas-, que profundiza la dinámica revolucionaria de la situación, produce reacciones: “Los sindicalistas del PCP se quejan amargamente: ‘Los huelguistas ignoran las formas tradicionales de lucha, ni siquiera intentan negociar y a veces deciden parar incluso antes de haber elaborado sus reivindicaciones. En muchos casos, los trabajadores no se limitan a exigir más dinero, sino que pasan a la acción directa, intentan tomar el poder de decisión e instituir la cogestión sin estar preparados para ello”. (Canais Rocha al Diário de Lisboa, el 24/6/74)[7].
Mientras el PCP se jugaba toda su inmensa autoridad en frenar las huelgas, se generalizaban las invasiones de latifundios en el Alentejo, al tiempo que se extendían las ocupaciones de casas deshabitadas en Lisboa y Oporto; las sanciones -eufemismo para la expulsión de fascistas- llevaban a cabo purgas en la mayoría de las empresas, empezando por la función pública, y la presión estudiantil en las universidades imponía asambleas deliberativas. Todo el viejo orden parecía derrumbarse:
“La creación del salario mínimo nacional cubre a más del 50% de los asalariados no agrícolas. Son los trabajadores menos cualificados, las mujeres, los más oprimidos, los que constituyen la vanguardia de la conquista del poder adquisitivo y de los derechos sociales. Los salarios, que ya representaban el 48% de la renta nacional en 1974, pasaron al 56,9% en 1975. Se modificó la estructura de la propiedad: 117 empresas fueron nacionalizadas, otras 219 tuvieron más del 50% de participación estatal, 206 fueron intervenidas, con 55.000 trabajadores; 700 empresas pasaron a la autogestión, con 30.000 trabajadores”[8].
Cada revolución tiene su propio vocabulario. Como el péndulo de la política ha oscilado hacia la extrema izquierda, el discurso de la derecha ha oscilado hacia el centro, y el del centro hacia la izquierda. El travestismo político -el desajuste entre las palabras y los hechos- hace irreconocible el discurso de los partidos. Pero en Portugal, las fuerzas burguesas han superado lo inimaginable. No es la primera vez que se crea un nuevo gobierno socialista en Portugal.
La situación abierta por la caída de Spínola trajo desafíos mayores y más peligrosos. La burguesía exigía orden y, sobre todo, respeto a la propiedad privada. Ante estas presiones, el PS y el PCP, fuerzas políticas con mucho mayoritarias y las únicas con autoridad en la dirección de los Gobiernos Provisionales -además del MFA- se escindieron y provocaron una división irremediable entre los trabajadores. Un año después del 25 de abril, las elecciones a la Asamblea Constituyente fueron una sorpresa. El PS fue el gran vencedor con un espectacular 37,87%. El PCP decepcionó con sólo el 12,53%. Se reveló un abismo entre su fuerza de movilización social y su fuerza electoral. El PPD (Partido Democrático Popular) de Sá Carneiro, líder liberal dentro de las estructuras del régimen de Salazar, quedó en segundo lugar con el 26,38%. El CDS (de extrema derecha, liderado por Freitas do Amaral) el MDP (Movimento Democrático Português), una colateral del PCP que venía de la época de las elecciones bajo Caetano, y la UDP (União Democrático Popular), maoístas de inspiración “albanesa”, también lograron representación parlamentaria.
La revolución derrotada
La presencia de un partido comunista en los gobiernos europeos era un tabú de los años de la Guerra Fría. Fue una sorpresa mundial la introducción de Cunhal como ministro sin cartera en el primer gobierno provisional dirigido por Palma Carlos y Spínola. La estupefacción fue aún mayor cuando el PCP no sólo permaneció en los siguientes gobiernos provisionales, sino que aumentó significativamente su influencia hasta la caída de Vasco Gonçalves en agosto de 1975.
Las repercusiones del papel del PCP siguieron creciendo porque, a partir del 5º gobierno provisional, en el caluroso verano de 1975, Cunhal fue acusado por el Partido Socialista, liderado por Mário Soares, de tramar un “golpe de Praga”, es decir, una insurrección para tomar el poder. Soares desafió la hegemonía de la movilización callejera que hasta entonces había detentado el PCP, sacando a cientos de miles de personas a las calles contra Vasco Gonçalves y, apoyado por la jerarquía de la Iglesia, la embajada americana y los gobiernos europeos, estimulando la división del MFA que se expresó a través del “grupo de los nueve”.
Meses más tarde, cuando el movimiento militar liderado por Ramalho Eanes, en la madrugada del 25 de noviembre de 1975, tomó efectivamente el poder por la fuerza – haciendo lo que denunciaba que el PCP estaba preparando – Melo Antunes defendió insólitamente la participación del PCP en la “estabilización democrática”, subrayando, dramáticamente, que la democracia portuguesa sería impensable sin el PCP en la legalidad, para dejar claro que el golpe no fue un golpe pinochetista, y que se hizo para evitar lo que, en el fragor de aquellos días, se interpretaba como el peligro de una guerra civil, y no para provocarla. Admitía, por tanto, que el VI gobierno provisional y el Consejo de la revolución estaban haciendo una intervención armada en los cuarteles (un clásico autogolpe), pero afirmaba que era en legítima defensa, para mantener la legalidad, no para subvertirla.
La contrarrevolución ensayó dos veces el golpe bonapartista bajo la dirección de Spínola y fracasó. Recurrió entonces a otros líderes y a otros métodos. Una combinación de espada y concesiones. Utilizó la espada, cuidadosa y selectivamente, el 25 de noviembre. Utilizó los métodos de la reacción democrática con las elecciones presidenciales de 1976, la negociación de los préstamos de emergencia que los estados de la OTAN liberaron, e incluso recurrió a la formación de un gobierno en solitario por el Partido Socialista dirigido por Mário Soares.
Después de noviembre de 1975, con la destrucción de la dualidad de poderes en las Fuerzas Armadas, el proceso asumió una dinámica lenta pero irreversible de estabilización de un régimen democrático liberal. La derrota de la revolución portuguesa no requirió derramamiento de sangre, pero consumió muchos miles de millones de marcos alemanes y francos franceses. La posterior integración en la Comunidad Económica, con acceso a los fondos estructurales, gigantescas transferencias de capital para modernizar las infraestructuras y la construcción de un pacto social capaz de absorber las tensiones sociales post-Salazar, permitieron la estabilización del capitalismo y del régimen democrático en los años ochenta y noventa.
Traducción: ALAI
Notas:
[1] Marcelo Caetano, Depoimento, Rio de Janeiro, Record, 1974, p.194. [2] CARVALHO, Otelo Saraiva de, Memórias de Abril, Los preparativos y el estallido de la revolución portuguesa vistos por su principal protagonista, Barcelona, Iniciativas Editoriales El Viejo Topo, s/data, p.163. [3] VARELA, Raquel. A história do PCP na revolução dos cravos. Bertrand Editora, Lisboa 2011. [4] A discussão dos tempos da revolução e dos critérios para aferição das relações sociais de força pode ser encontrada no meu livro As Esquinas Perigosas da História, São Paulo, Xamã, 2004. [5] Lincoln Secco, A Revolução dos Cravos, São Paulo, Alameda, 2004, p.153. [6] Champalimaud em declaração ao matutino Diário de Notícias, Lisboa, 25/6/74, citado em Francisco Louçã, 25 de abril, dez anos de lições, Ensaio para uma revolução, Lisboa, Cadernos Marxistas, 1984, p.36. [7] Francisco Louçã, Ibidem, p.36 [8] Francisco Louçã, Ibidem, 35ALAI, América Latina en Movimiento