Gabriela Cabaña Alvear
Diversos países han apelado a estrategias de desarrollo de hidrógeno verde. ¿Se trata de una alternativa real para descarbonizar las matrices energéticas o de una forma de sostener un modelo de desarrollo agotado e injusto?
Durante los últimos dos años ha habido una innumerable producción académica y periodística sobre las promesas y las amenazas del hidrógeno verde. Las tendencias de búsqueda de Google muestran un incremento de interés entre mayo y junio de 2020 y un pico de búsquedas entre octubre y noviembre de 2021, en ocasión de la cumbre climática realizada en Glasgow. El hidrógeno verde se ha ganado ambiciosas descripciones periodísticas como «la pieza faltante» en el proceso de descarbonización de las matrices energéticas. Pero ¿qué ha hecho de este combustible sintético un tema de conversación obligada en el mundo y en América Latina?
Lo cierto es que el hidrógeno ha venido a renovar una serie de aspiraciones y expectativas por parte de gobiernos, corporaciones y comunidades, y está inserto en tensiones que resuenan sobre una larga historia de conflictos ambientales y desigualdades territoriales. En el proceso, el debate sobre cómo promover el hidrógeno verde ha mostrado la persistencia de antiguas preguntas sobre los diversos modelos de desarrollo, extractivismos e imaginarios de crecimiento sostenible.
¿Por qué el hidrógeno y por qué ahora?
El hidrógeno es un combustible sintético utilizado desde hace ya varias décadas. Aunque puede producirse a través de distintos procesos químicos, se sintetiza mayoritariamente con energía proveniente de fuentes fósiles. Al ser un vector energético –es decir, que almacena energía–, requiere y depende de una pesada infraestructura para su producción, almacenamiento y distribución. Al ser una molécula muy pequeña, el hidrógeno es altamente volátil, lo que requiere que sea mantenido a altas presiones y bajísimas temperaturas para mantener su estabilidad. Si bien su densidad energética es mayor que la de los combustibles fósiles, su baja densidad en estado gaseoso y líquido hace que sea significativamente menos rendidor energéticamente que el gas natural o la gasolina. Todas estas características han determinado que, hasta el día de hoy, el uso del hidrógeno (de cualquier color) sea más bien restringido a procesos industriales específicos como, por ejemplo, la producción de amoníaco y el refinamiento de petróleo.
El «verdor» del hidrógeno «verde», tan en boga en la actualidad, refiere a un proceso particular de síntesis vía electrólisis del agua. De hecho, el proceso de producción de hidrógeno es llamado «verde» solo cuando la electricidad aplicada proviene de fuentes como el agua. Algo que, por cierto, no abunda en nuestro tiempo. Hoy por hoy, 76% del hidrógeno es producido con gas natural y 23% con carbón. Convertir esta industria en un sector sin huella de carbono se plantea, entonces, como un gran desafío. En otros contextos de crisis energética, ya se habían hecho intentos de empujar el hidrógeno como alternativa viable al petróleo y sus derivados. En la década de 1970, se produjo un pequeño boom del «hidrógeno solar» que buscaba aprovechar la abundancia del sol para fabricar este combustible y escapar, así, de la volatilidad del mercado del petróleo. En definitiva, las premisas planteadas entonces eran similares a las esgrimidas hoy.
Estas características técnicas se han presentado como un obstáculo menor frente a la gran promesa del hidrógeno verde: generar un combustible barato y con «cero emisiones» (ya veremos la necesidad de matizar esta afirmación), que puede comenzar a reemplazar áreas de consumo energético de difícil electrificación, como los vehículos pesados usados en minería y transporte en general (marítimo, terrestre y aviación). La oportunidad se sustenta, a su vez, en otra tendencia global: la creciente competitividad de las energías renovables frente al precio de los combustibles fósiles. Las organizaciones, agencias y gobiernos que promueven este «gran salto al hidrógeno» se han centrado en esta tendencia a la baja en el precio de la generación eléctrica renovable para ofrecer el hidrógeno como la concreción de la promesa de que enfrentar el cambio climático no tiene por qué ser un mal negocio.
Es precisamente este punto –su viabilidad comercial a gran escala– el que marca la brújula de las posibilidades sociotécnicas y geopolíticas del hidrógeno verde. Como sostienen todos los acuerdos comerciales y de investigación y desarrollo, la clave del precio barato del hidrógeno está en la escala. Una adopción tecnológica a medias no servirá. Las verdaderas ganancias, que se podrán ver en una o más décadas, dependen de enormes inversiones financieras y del aseguramiento actual de la demanda futura. Esta suscripción a las actuales estructuras de poder económico y político que dominan la industria energética está mostrando ser una de las camisas de fuerza de una transición energética verdaderamente ecológica, sobredeterminando hoy lo que se puede esperar –y, por ende, promover– del hidrógeno verde.
En muchos sentidos, el hidrógeno verde es una nueva reiteración de la visión «eldoradista» latinoamericana, pero a escala global. Es, además, una forma de renunciar a los hidrocarburos sin desmantelar la forma de vida que ellos han permitido. En este sentido, refleja lo que muchos actores esperan de las políticas de mitigación climática: un buen negocio, con bajo riesgo y ganancias aseguradas, que permita a su vez teñir de verde otras cadenas de producción. Un combustible barato, «abundante» como las energías renovables que lo producen, refuerza los sistemas de provisión de energía actuales: el modelo corporativo, centralizado e ignorante de las necesidades de millones de personas que viven en la pobreza energética.
En suma, el hidrógeno verde funciona hoy, al menos en el plano retórico, porque ofrece todas las bondades de los combustibles fósiles, a la vez que resolvería la incómoda cuestión de las emisiones de carbono, cada vez más difícil de ignorar en el contexto de emergencia climática que transitamos.
Viabilidad y límites
Organizaciones internacionales como Hydrogen Council insisten en que el hidrógeno es una tecnología «madura» y lista para que gobiernos, inversores e industrias apuesten por ella. Pero, a pesar de las declaraciones, muchas preguntas quedan sin responder. La mayoría de las voces críticas han señalado los diversos problemas técnicos de seguridad y manejo que podría suponer la apuesta por el hidrógeno verde. Sin ir más lejos, han puesto en evidencia que los problemas podrían no ser muy distintos de los que suponen los combustibles fósiles. Pero, por otra parte, más allá del combustible en sí, no son pocas las voces que han puesto el acento en las infraestructuras de energías renovables que deberían construirse en asociación con el hidrógeno verde. Las escalas que se manejan para tal fin encendieron las alarmas sobre los posibles impactos socioambientales de ese desarrollo.
En muchas de las apuestas por el hidrógeno verde, el principio precautorio está conspicuamente ausente. Por ejemplo, la Estrategia Nacional de Hidrógeno Verde de Chile iniciada en 2020 describe como escenario exitoso tener 300 gigavatios (GW) de energía renovable asociada al hidrógeno hacia 2050, cuando hoy solo existen 8 GW de energías renovables no convencionales en el Sistema Eléctrico Nacional. Sin embargo, se habla poco del efecto agregado que podría tener empujar la infraestructura en las que serían las zonas nodales de producción de hidrógeno –Magallanes en el extremo sur del país y Antofagasta en el norte–. Y poco y nada se dice sobre el hecho de que se espera que 72% de ese hidrógeno sea destinado a consumo extranjero.
En un sentido más amplio, los problemas y límites del hidrógeno son similares a los de las infraestructuras de las energías renovables: la dependencia de materiales fósiles para su construcción, el uso de minerales cuyo uso hasta ahora ha sido de relativa baja intensidad y el acaparamiento de territorios en detrimento de comunidades y ecosistemas. Eso, sin mencionar la pesada infraestructura de transmisión y almacenamiento que ha sido fuente de varios de los conflictos ambientales en América Latina. Emblemática fue en Chile la lucha contra el proyecto Hidroaysén, que hubiese intervenido la Patagonia chilena para la conducción de energía hidroeléctrica al centro del país. La Agencia Internacional de la Energía ya ha advertido respecto al desajuste entre la inmensa demanda de minerales que significaría descarbonizar cumpliendo con los compromisos climáticos del Acuerdo de París: las necesidades sencillamente superarán el volumen de lo que hoy se considera económicamente disponible y explotable.
Para entender la profundidad del problema de apostar ciegamente por el hidrógeno verde como reemplazo de los hidrocarburos, es crucial reconocer el entrelazamiento de las infraestructuras renovables con los procesos biofísicos que las sostienen. En otras palabras, expandir los límites del sistema y observar la huella material ampliada de cada turbina, aspa y panel solar. Vistas con esa distancia, y tomando en consideración las problemáticas de los territorios donde se proyecta establecer estas infraestructuras, la promesa de «carbono neutral» puede desmoronarse. La cuestión de la escala no puede ignorarse. La desechabilidad de muchas de estas infraestructuras –a veces con una vida útil de menos de dos décadas–, así como su afectación directa e indirecta de los territorios donde se instalan, puede hacer que el remedio a los combustibles fósiles sea peor que la enfermedad.
La vulneración de los derechos de las comunidades y las naciones indígenas se ha vuelto, en torno de esta temática, un hecho ineludible. La intervención irreparable de ecosistemas vía la fragmentación de bosques o la pérdida de suelos delicados, como las turberas, en proyectos de energías renovables son, de hecho, una demostración. Así está ocurriendo con la instalación de infraestructura eólica y de transmisión en el sur de Chile. Los conflictos energéticos nunca han sido monopolio de los combustibles fósiles —bien lo sabe América Latina, que ha tenido una relación particularmente contenciosa con la hidroelectricidad—. Nos haría bien recordar las lecciones que estas intervenciones de gran escala han dejado para la búsqueda de mayor justicia ambiental.
Los efectos indirectos de las cadenas de producción que deben activarse o profundizarse para seguir con la agenda corporativa de la transición a las energías renovables (de la que el hidrógeno verde se está volviendo una pieza central) también deben tomarse en serio. Conflictos por la extracción de áridos y, más recientemente en contexto pandémico, por la extracción de madera de balsa en la selva ecuatoriana muestran que estar en el ojo de una industria que crece agresivamente puede ser más una maldición que una «oportunidad», como muchas veces se intenta presentar. Tener estos elementos a la vista nos ayuda a reconocer que el sueño de la abundancia o la energía ilimitada –parte importante de la promoción del hidrógeno– es eso: un sueño. Uno peligroso, basado en la ignorancia e invisibilización del daño que se infringe en los territorios denominados como «nuevas zonas de extracción».
Por otra parte, existe también la sospecha de que este proceso puede convertirse en una extensión de vida del gas natural y empujar aún más peligrosas ilusiones de solución como la captura de carbono (con el llamado «hidrógeno azul»). De hecho, el apoyo de esta tecnología desde la industria gasífera en Europa ha sido uno de los elementos más importantes del éxito que ha tenido el hidrógeno en las políticas verdes de ese continente. El hidrógeno verde podría terminar escondiendo y expandiendo estas agendas que legitiman lo fósil como compatible con la emergencia climática.
En suma, la errónea narrativa del hidrógeno verde como algo originado en una inmaculada concepción «cero emisiones» arriesga a proyectar las ambiciones del ecomodernismo de «desmaterializar» la economía, sin hacerse cargo de los múltiples daños que se acumulan y destruyen los ecosistemas, y que las comunidades insisten en denunciar.
Miradas desde América Latina
Considerando estas limitaciones, existe un peligro real de que la «nueva identidad productiva» del hidrógeno verde como producto global de exportación se convierta en una nueva variedad de extractivismo. La expectativa de atraer inversiones y divisas extranjeras presente en el hidrógeno rima peligrosamente con las excusas para empujar a otras industrias –como ha sucedido con la explotación de hidrocarburos no convencionales o las frutas para consumo en el hemisferio norte–. Las promesas de sustentabilidad y de ser «amigables con el medio ambiente» han fracasado una y otra vez. Los conflictos en torno de los megaproyectos de energías renovables (particularmente eólica y solar) ya han generado situaciones críticas de vulneración de derechos humanos y afectación ecosistémica en varios países, como en la zona de Oaxaca en México, en La Guajira colombiana y en la ya mencionada zona sur de Chile. Estos conflictos siguen, sin embargo, en una segunda línea de atención, debido a que el primer punto en la mayor parte de las agendas está centrado en las disputas en torno de la extracción de minerales y explotación de combustibles fósiles que tienen su propio historial de tragedias socioambientales.
Chile, como se mencionó anteriormente, ya tiene una Estrategia Nacional de Hidrógeno Verde y, según la Agencia Internacional de la Energía, otros diez países de la región están preparando documentos similares. Mientras Chile ha apostado por su alianza con Europa, Brasil espera la llegada de capitales chinos que lo conviertan en líder mundial de esta industria. Argentina anunció la creación de una zona franca en el sur del país y Colombia explora el uso del hidrógeno en la sintetización de amoníaco. Mientras los gobiernos compiten por ponerse a la cabeza de la carrera del hidrógeno y asegurarse las inversiones necesarias para hacer su producción económicamente viable, desde la sociedad civil grupos como el Observatorio Energía y Equidad y el Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales, en alianza con otros colectivos de otras partes del mundo, han advertido sobre el peligro de reproducir los ya conocidos males del extractivismo en la promoción del hidrógeno.
Una preocupación transversal entre quienes observan con cautela este entusiasmo por el hidrógeno es que, tal como se está diseñando hoy, su promoción está apuntando a reafirmar y renovar el proyecto exportador hacia el Norte global, ahora bajo un espíritu de «misión» o ayuda a otras regiones para mitigar las emisiones de los combustibles fósiles. En este diálogo, China ve una oportunidad para seguir avanzando en su control de los sistemas eléctricos latinoamericanos. Europa, por su parte, va retejiendo sus hilos coloniales en otros territorios, a la vez que negocia con los gobiernos latinoamericanos mientras avanza en megaproyectos de generación renovable en lugares como Marruecos y la República Democrática del Congo.
La pregunta es, entonces, ¿hidrógeno para qué y para quién? ¿Para sostener la transición del Norte global o para avanzar en la prosperidad y autonomía de los pueblos? Hasta ahora, en el empuje de políticas como el hidrógeno se ha privilegiado un modelo hecho a la medida de la demanda industrial que sustenta un modelo económico centrado en la constante expansión de la economía. Por otra parte, pueblos y comunidades reclamando su autonomía han mostrado gran capacidad de proveerse de energía de otras maneras más populares y sostenibles. Sin embargo, la compatibilidad entre estas precarizadas y amenazadas formas más horizontales y descentralizadas de relación con la energía y el actual modelo de desarrollo fundamentado en la garantía de un flujo energético constante, barato y abundante, no está clara. La respuesta a ese interrogante supone, en principio, una evaluación sectorial seria. No se trata apenas de preguntarse cuánta energía demanda cada sector y cuáles son las posibilidades de reemplazo, sino de la vocación de sostenimiento (o no) del modo de vida que cada uno de esos sectores está contribuyendo a sostener. Dado que las matrices alternativas y comunitarias no apuntan a sostener el actual estado de cosas con un mágico relevo basado en «lo renovable», sino que consideran la necesidad de realizar transformaciones profundas en la matriz productiva, observarlas como una fuente de sustitución simétrica resulta erróneo. La discusión, en este sentido, no es el reemplazo de energía, sino el reemplazo del modelo de desarrollo.
La experiencia ya ha demostrado que «lo renovable» puede ser destructivo y que reservar la capacidad de generación renovable para sostener una industria de exportación quitará espacio a lo que pueda destinarse a las necesidades nacionales y locales. Dadas la seriedad de los impactos socioambientales y la innegable necesidad de trazar límites al daño que estamos dispuestos a infringir en los territorios para mantener nuestra altísima demanda de energía, cada kilovatio que se destine para el consumo transoceánico quita espacio y viabilidad a sistemas de provisión energética diseñadas desde y para lo local.
En busca de otros horizontes energéticos
A pesar de su beneficiosa cualidad de quemarse sin producir gases de efecto invernadero, el hidrógeno no «desmaterializará» la economía. Por supuesto, no hay nada en el hidrógeno como tal que lo transforme irremediablemente en una industria extractiva. La transición a un sistema sostenible que deje atrás los combustibles fósiles sigue siendo una urgencia impostergable. Seguir quemando carbón y calefaccionando casas con madera es una tragedia que continúa destruyendo ecosistemas y amenazando la biodiversidad de nuestro continente.
La solución no es profundizar la dependencia de combustibles baratos que intentan imitar la disponibilidad de energía de los hidrocarburos, sino aprender a relacionarnos con la energía de otro modo. En América Latina existen experiencias de energía manejadas comunitariamente de las que las instituciones del Estado tienen mucho que aprender y a las que pueden contribuir robusteciéndolas legal y financieramente. La exploración del hidrógeno debería ir de la mano de una planificación para un descenso en la disponibilidad y consumo de energía, de un modo que no empeore, sino que mejore el bienestar de las mayorías. Bajo esta perspectiva, hablar del proyecto del hidrógeno requiere enfrentar, en toda su complejidad, el fin de la civilización fósil de crecimiento económico ilimitado. Una opción sería considerar seriamente una agenda de decrecimiento que forje una solidaridad Norte-Sur.
Finalmente, los desafíos e interrogantes del hidrógeno verde son los mismos que los de la transición energética y la crisis civilizatoria ampliamente entendida: ¿queremos sostener o transformar la forma de vida fósil? El empuje del hidrógeno como gran respuesta tecnológica tiene una larga historia de despegues fallidos. Pero eso no significa que no sea posible apelar a una mayor creatividad y comenzar a experimentar con infraestructuras del hidrógeno que no sigan el compás de las grandes corporaciones que forjaron su poder bajo el control de la provisión energética en el periodo fósil. Permitir que el hidrógeno se convierta en el nuevo envoltorio de estas antiguas estructuras de poder sería, sin duda, una derrota de los proyectos por la soberanía energética, la superación de la pobreza energética, el derecho a la energía y la transición justa.
Este año, el verdor del hidrógeno ha comenzado a retroceder dando espacio a ambiciones más modestas de «hidrógeno neutro en carbono». Esas aspiraciones reconocen lo difícil de garantizar negocios viables a grandes inversores limitando la producción a fuentes renovables. Este podría ser el momento para proyectar otros deseos, otros futuros y otras configuraciones sociales, ecológicas y políticas, creando y apostando por infraestructuras descentralizadas y manejadas democráticamente para servir a sostener la vida y no a las necesidades de los centros urbanos y modo de vida concentrado en las elites del Norte global.