Ricardo Orozco
Contra todo pronóstico razonable, o por lo menos en contra de cualquier análisis serio que fuese producto de un cuidadoso seguimiento de la contienda electoral en Estados Unidos, desde los días de su arranque y hasta el debate presidencial del pasado 29 de septiembre, todavía durante las horas previas a la celebración de este evento, una parte importante de la agenda de los medios y de la agenda pública se centró con gran énfasis en construir una falsa expectativa sobre los resultados que se podrían obtener luego de que ambos contrincantes, el actual presidente, Donal J. Trump, por el partido republicano; y el exvicepresidente de Barack Obama, Joe Biden, por el partido demócrata; se enfrentasen cara a cara en una serie de rondas de discusión pensadas (en teoría) para sacar lo mejor de cada contendiente a ocupar la titularidad el poder ejecutivo nacional de aquel país.Falsas expectativas, en efecto, porque si algo fue cada día más claro a lo largo del proceso electoral, incluso cuando los momentos más críticos de la contingencia sanitaria hicieron parecer que las campañas, de algún modo, habían entrado en un periodo de hibernación o de ralentización, amenazando con desinflar el furor político que en los días previos se había observado (con tendencias crecientes hacia escenarios de polarización); eso, fue el hecho de que sobre la mesa ya estaban todas las cartas por jugar, de ambos bandos. Es decir, tanto Trump como Biden, para mediados del año en curso, ya habían mostrado todo su arsenal de campaña y los golpes más contundentes que cada uno era capaz de asestar a su oponente ya los habían dado con bastantes meses de antelación al día del debate, repitiéndolos una y otra vez cuando la cobertura mediática que recibían se los permitía.
De ahí que, un observador cualquiera, sin tanta experiencia en el monitoreo de procesos electorales en Estados Unidos (o en otra parte del mundo), llegado el día del debate, por lo menos tenía por cierta una cosa: nada de lo que se diga en ese falso ejercicio democrático será en esencia distinto de lo que durante meses ambos candidatos a la presidencia del país les han mostrado a los electores de todas las corrientes ideológicas que coexisten en el territorio de la Unión. En ese sentido, si un espectro importante de los medios y de analistas pasaron semanas construyendo expectativa sobre expectativa respecto de lo que podía ocurrir durante los noventa minutos del debate, ello, cuando no fue resultado simple y llano de pecar de ingenuidad, tuvo el propósito de instaurar en el debate público nacional las coordenadas de la discusión en los mejores y más claros términos posibles; es decir, en un lenguaje y en un terreno en el que se supone que los candidatos presidenciales tendrían que estar arrastrando la discusión política, pero ante el cual ambos se presentan como seres diminutos, incapaces de hacerlo.
Ahora bien, aunque el contenido del debate ya estaba circulando en el imaginario colectivo nacional —tanto porque los dos candidatos gastaron sus municiones desde el principio de la contienda, reduciéndose a cajas de resonancia que no saben hacer otra cosa que predicar el mismo mensaje una y otra vez; cuanto por el hecho de que fueron sus principales personeros en los medios de comunicación y en los círculos de eruditos del análisis político los que condujeron las percepciones sociales de las campañas, delegando en ellos la tarea de traducir sus menajes y hacerlos llegar a las masas ya no como consignas de campaña, sino como contenidos políticos sustentados por un análisis científico-social serio—; lo que es un hecho es que el debate, a pesar de ser una especie de show de medio tiempo en el que ya todo estaba dicho, introdujo un nuevo elemento que no había podido observarse con anterioridad: el carácter de ambos personajes enfrentándose, cara a cara, uno al otro.
Y es que, en efecto, a pesar de que, por ejemplo, en México la comentocracia adicta a la exposición mediática se centró en suscribir la afirmación de que el debate presidencial estadounidense fue un fracaso porque estuvo lleno de gritos, interrupciones, falta de cortesía y de modales, además de haber estado plagado de un alto grado de desaseo y falta de orden y de control (por parte de los candidatos, pero también del lado de la moderación), haciendo de aquello un espectáculo en el que la mayor parte del tiempo lo que primaba era la exposición de ideas que pocas veces llegaban a ser definidas con detenimiento o a ser concluidas; una revisión más pausada de lo que ocurrió aquella noche del martes 29 de septiembre muestra que fue en realidad esa forma en la que se dieron las cosas lo que terminó siendo tan importante para la definición de las preferencias electorales, de cara a los comicios, y no al revés.
Muchos intelectuales, por supuesto, no alcanzaron a apreciarlo de esa manera en parte porque están acostumbrados y acostumbradas a que las contiendas políticas se resuelvan en formatos más cortesanos, guardando las apariencias lo más que se pueda —a la manera en que el priísmo del siglo XX acostumbró a la sociedad civil mexicana a creer que el acartonamiento, la solemnidad y la cortesanía eran las formas propias de expresión y realización de la política en su ejercicio institucional, profesional—. Sin embargo, lo que resultó trascendente del debate presidencial estadounidense (que por lo menos desde Reagan tiene por tradición el incluir como punteros de los dos partidos a personajes cada vez más torpes y soeces), fue que, si bien de la personalidad del presidente ya se conocen algunas de sus mañas y deficiencias más reiterativas, del lado demócrata, la novedad fue observar a un Joe Biden por completo carente de carácter, quien la mayor parte del tiempo se la pasó intentando defenderse de la agresividad de su contrincante (aunque sin mucho éxito) y que en los momentos más decisivos, cuando ya era claro que había perdido el talante y la pose durante años ensayada para parecer un personaje solemne y lleno de sobriedad, no tuvo el coraje para posicionarse de manera radical, clara y contundente en temas que históricamente el partido demócrata ha considerado de su propiedad privada.
Así, por ejemplo, sin la necesidad de que Trump tuviese que insistir mucho en el tema, cuando emergió en la discusión el problema del racismo y la polarización política que vive el país en términos de raza y de clase (el género les pasó de noche a ambos políticos), Biden, que a lo largo de su campaña montó su plataforma política sobre una ideología de tipo progre, friendly con las causas perdidas de las minorías estadounidenses (y el mote de minorías es a todas luces cuestionable cuando se trata de las distinciones de clase) no únicamente dudó respecto de su propia posición política al respecto, sino que, además, en lo tocante a las recientes movilizaciones de la comunidad negra en grandes ciudades de Estados Unidos, el camino por el que optó transitar fue el del abandono, dejando que la ambigüedad de sus palabras fuese la suficiente como para no herir las susceptibilidades de sus votantes blancos, y apostándole a la fe para que esas mismas palabras no fuesen comprendidas por el voto de la negritud estadounidense como una afrenta.
Por supuesto Biden pudo haber cometido ese error porque, de alguna manera, históricamente el partido demócrata se ha vendido como la opción política que, por antonomasia, es garante, protectora y promotora de las banderas ondeadas por la afrodesendencia y la comunidad latina en aquel país: como si por el hecho de ser demócratas, los votantes le debiesen a los candidatos y las candidatas de ese partido una suerte de voto de lealtad y de fe ciega, asimilando sus intereses con los de ellos y ellas. En ese tema, por ejemplo, cada demócrata de la historia, por lo menos desde John F. Kennedy, ha dado ese principio por sentado. En el espectáculo del martes pasado, sin embargo, un factor que sin duda fue aún más contundente al momento de desestabilizar la posición política de Biden sobre el tema fue el hecho de que, en un mismo movimiento, de pronto se vio atacado por dos frentes (el tendón de Aquiles de su postulación): por un lado, la necesidad que tiene de aglutinar a la mayor cantidad de intereses disímiles y divergentes que le sea posible, para lograr mayoritear a Donald Trump en las urnas; y por el otro, el hecho de que Trump supo dar en el clavo al identificar que los sectores cualitativa y cuantitativamente mayoritarios de la nación (el blanco anglosajón) tiene como una de sus principales preocupaciones el problema de la identidad nacional de su sociedad, en momentos en los que las tensiones y las contradicciones culturales presentes a lo largo y ancho del país se multiplican y se hacen más profundas.
Una y otra cosa, por supuesto, no son términos por antonomasia mutuamente excluyentes. América entera, a lo largo de su historia, ha ofrecido al mundo ejemplos varios de formas nacionales basadas en la diversidad y la pluralidad de identidades. Sin embargo, para todos los efectos, Biden no ha sido capaz de pensar en esas coordenadas, razón por la cual sus respuestas, como las de muchos otros tantos políticos estadounidenses que son blancos y de clases adineradas, tienden a gravitar entre opciones dicotómicas que sí son mutuamente excluyentes. Como sea, lo relevante del caso es que Biden le hizo saber a sus electores que la solidez de su campaña y de su plataforma política está aún en duda, pues un movimiento en falso podría amenazar con romper las alianzas tan frágiles que ha tenido que negociar para alcanzar los números en las urnas (por ejemplo, entre la comunidad latina y negra y la clase media blanca, acicateadas una y otra por el discurso político del presidente en turno). Y por si ello no fuese suficiente (y he ahí la importancia de la forma en que se llevó el debate) Biden se evidenció a sí mismo como una persona carente de personalidad y con una nula capacidad de adaptación (el opuesto exacto a un estratega consolidado en la política) ante las dificultades.
Para todos los efectos, Biden se dejó ver como un personaje gris, viejo y cansado que en muchos sentidos deja un montón de dudas sobre si, de llegar a ser presidente, sería capaz de hacer frente a sus contrincantes en la política doméstica y, sobre todo, en el plano internacional. Y es que, si bien es cierto que al grueso de la población estadounidense las finuras de la política mundial contemporánea se les escapan de las manos, la realidad de la cuestión es que una parte importante del quehacer político de la presidencia estadounidense está basada en la capacidad del ejecutivo de intervenir en otras naciones y otras geografías. En la era Trump, además, ese pilar de su gestión, en términos del debate político nacional, se ha visto constantemente asediado por el discurso del presidente, efectivo como pocos para instaurar y alimentar sistemáticamente la idea de que el peligro de muerte, la amenaza de guerra y otras tantas calamidades —que sirvieron a los padres fundadores para hacer proliferar su excepcionalismo— están a la vuelta de la esquina. Biden, en ese sentido, en la percepción pública que dejó tras de sí, dejó, asimismo, bastante que desear, como un presidenciable que sería incapaz de defender a su nación por todos los medios a su alcance.
Parece poco, pero la realidad es que eso ya es decir mucho. No en balde la historia de América está marcada a sangre y fuego por el recuerdo de que sus peores momentos (y de ello México tiene tanto que contar) no han llegado de la mano de los republicanos, sino de los demócratas.
Ricardo Orozco, internacionalista por la Universidad Nacional Autónoma de México, @r_zco