Luis Guillermo Solís Rivera
En una coyuntura especialmente complicada de aquél entonces, en medio de un choque de fuerzas que parecían incontrastables, don Rodrigo compartió conmigo un viejo adagio castellano relativo a la tizona toledana, un tipo particular de espada que forjan en esa ciudad española y que se dice era la preferida de don Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador. Pues bien, según la sabiduría popular, la tizona toledana “no se desenfunda sin razón, ni se enfunda sin honor”.
Semejante sentencia, me don aleccionó don Rodrigo, aludía a varios valores esenciales en la experiencia política: la sensatez, la templanza, la rectitud, el valor y el buen juicio. Todos ellos, por cierto, no muy abundantes en los tiempos que entonces corrían y que hoy vuelven a acosarnos, en donde muchos andan por ahí blandiendo sus espadas sin pudor alguno, asustando a veces pero haciendo daño otras, sin enfundarlas porque ni honor tienen, ni razón llevan.
Como historiador y especialmente como politólogo interesado en las relaciones internacionales, no es infrecuente que tenga que enfrentarme con el dilema de la violencia y de su expresión más brutal, la guerra. Aunque sus motivaciones sean muy disímiles y sus características múltiples dependiendo del tiempo y el lugar en donde se desarrollen, las acciones violentas -todas ellas, desde las domésticas hasta las interestatales- constituyen una de las condiciones más propias de nuestra condición humana. Es evidente que otros animales también generan y sufren violencia, pero en su caso ésta siempre tiene que ver con factores naturales asociados a la supervivencia y la reproducción de las especies, no a fenómenos asociados a la adquisición de bienes, la expansión territorial con fines geopolíticos, la plusvalía, la hegemonía religiosa, o el dominio y control de la economía y el comercio.
En vísperas de esta Natividad, y teniendo un año más los campos de matanza de Gaza y Ucrania como telón de fondo, conviene reflexionar sobre la tizona toledana. Porque la guerra -aunque bastarda sea- siempre se invocará alegando las más justificadas razones. Pero la paz, la verdadera paz, no la que reposa en un cementerio sino la que brilla con la luz de la esperanza, no podrá nunca alcanzarse sin honor.
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Originalmente publicado en diarioextra.com
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