La izquierda y Ucrania

Jonathan Steele

Ucrania
Juanedc/WikiCommons
Desde que lanzó Putin su invasión de Ucrania el 24 de febrero, la izquierda occidental se ha mostrado inusitadamente apagada. Se está desarrollando ante nuestros ojos la mayor y más sangrienta crisis de Europa desde 1945 y, sin embargo, la izquierda no ha tenido nada significativo que decir.

No es que los izquierdistas apoyen la guerra de Putin. Por el contrario, al igual que la opinión moderada de la corriente dominante, la mayoría de las personas de izquierdas la considera ilegal y criminal, amén de una flagrante violación de la soberanía territorial de Ucrania.

Es cierto que la mayoría de la gente de izquierdas cree que la expansión de la OTAN hasta las fronteras de Rusia desde 1999 fue desastrosamente errónea e innecesaria, y que Washington y sus aliados europeos tienen la mayor parte de la culpa de haber envenenado las relaciones entre Rusia y Occidente durante los últimos treinta años. Unas cuantas personas de la izquierda sostienen que la estrategia de ampliación de la OTAN provocó la invasión de Putin, pero la gran mayoría ha evitado la trampa de afirmar que la agresión de Putin fue legítima y justificable. La condenaron y la siguen condenando sin reservas. Por muy indignada que esté Rusia con la OTAN, nada justifica la invasión de un Estado vecino.

Los izquierdistas también aceptan que Ucrania tiene absoluto derecho a defenderse de la invasión extranjera y a pedir ayuda a otros estados para resistirse a la ocupación. Por la misma razón, los estados extranjeros tienen derecho a responder a la petición de ayuda económica, política y militar de Ucrania. Entre ellos se encuentran los Estados Unidos, Gran Bretaña y la mayoría de los miembros de la OTAN.

Aquí es donde empieza el silencio de la izquierda. La izquierda se encuentra en el mismo bando que los Estados Unidos y los gobiernos de derechas de Gran Bretaña, Francia, Italia y otros países europeos. Resulta una posición embarazosa. Podemos tener diferencias con los Estados Unidos sobre los motivos ocultos de Washington. Las evidencias sugieren que los halcones de la OTAN han convertido la crisis en una guerra por delegación cuyo objetivo estriba en humillar y llevar a la bancarrota a Rusia, y en eliminarla como actor respetado en la escena internacional.

Algunos quieren utilizar la guerra para dividir a Rusia del mismo modo que se destruyó la Unión Soviética. Los neoconservadores estadounidenses ven con buenos ojos la oportunidad de integrar más firmemente a la OTAN en la arquitectura de seguridad europea y reforzar la hegemonía de los Estados Unidos sobre Europa. Se puede sospechar de todo tipo de motivos estadounidense, pero el hecho es que en el principio básico del apoyo militar de EEUU a Ucrania contra la invasión rusa estamos en el mismo bando que Washington. Y esto le pone las cosas muy difíciles a la izquierda. De hecho, no se me ocurren muchas ocasiones significativas desde 1945 en las que la izquierda se haya encontrado tan alineada con los EEUU como ahora. Ha habido decenas de intervenciones militares del imperialismo estadounidense en las últimas seis décadas, en el sudeste asiático, el Caribe, América Central y Oriente Medio. La izquierda se opuso enérgica y ruidosamente a casi todas ellas.

Sólo puedo citar dos excepciones, y ambas son endebles. Una es la sucedida en 1956, y no tuvo tanto que ver con una guerra liderada por los Estados Unidos como con todo lo contrario: la negativa de los Estados Unidos a ir a la guerra. En 1956, Gran Bretaña y Francia invadieron Egipto, junto con Israel, en un intento de hacerse con el control del Canal de Suez. El presidente Eisenhower denunció la aventura y obligó a británicos y franceses a retirar sus fuerzas. La izquierda occidental apoyó la posición de Eisenhower y aplaudió la retirada británica y francesa. La segunda ocasión fue durante la crisis de Kosovo en 1999. Esta vez la izquierda se encontró dividida. Algunos apoyaron la intervención militar de la OTAN para expulsar a las fuerzas serbias de Kosovo. Otros se opusieron. La división resultó a menudo dolorosa. Tuve fuertes discusiones con camaradas sobre Kosovo que tardaron meses, y en algunos casos años, en resolverse. Suez y Kosovo fueron excepcionales, únicas ocasiones anteriores en las que me encontré aplaudiendo la respuesta de EEUU a una crisis militar.

Ucrania constituye un tercer caso. Pero ahora han empezado a asaltarme dudas sobre hasta qué punto apoyar la línea de Washington, en particular en lo tocante a la cuestión de cómo se puede poner fin a esta terrible guerra. Algunos funcionarios estadounidenses, entre ellos militares de alto rango como Mark Milley, jefe del Estado Mayor Conjunto, han empezado a abogar recientemente en favor de negociaciones partiendo de la base de que Ucrania no será capaz de expulsar a todas las fuerzas rusas, por mucha ayuda militar adicional que aporten los Estados Unidos y sus aliados. Se trata de un punto de vista que es bienvenido. Pero la posición mayoritaria de la administración Biden, que otorga de hecho al presidente ucraniano Volodimir Zelenski el derecho de veto sobre la aceptación de las negociaciones, sigue eclipsándola.

Esto suena democrático, pero sería más convincente que Zelenski y sus colegas permitieran a los ucranianos un debate abierto sobre la continuación de la guerra. Por el contrario, en los últimos meses, prácticamente sin que haya habido noticia de ello en los medios de comunicación occidentales, casi universalmente favorables a Zelenski, el gobierno ucraniano ha prohibido once partidos políticos de la oposición. Ha promulgado leyes que confieren al Consejo Nacional de Televisión y Radiodifusión un poder sin precedentes para controlar la prensa escrita, en la línea de los controles que ya ejerce sobre las emisoras. Al parecer, Zelenski quiere suprimir el debate y ocultar el hecho de que millones de ucranianos creen que la esperanza de una victoria completa es una ilusión, a pesar de los recientes éxitos militares, y que es mejor pedir la paz y salvar al país de más muertes, destrucción, desplazamientos y miseria.

La empresa de sondeos Gallup organizó en septiembre una encuesta telefónica entre los ucranianos. Descubrió que había una masa de encuestados que no compartían la línea oficial patriotera de apoyo al ejército. Aunque el 76% de los hombres quería que la guerra continuara hasta que Rusia se viera obligada a abandonar todo el territorio ocupado, incluida Crimea, y el 64% de las mujeres tenía la misma opinión, el resto -un número considerable de personas- quería negociaciones.

Cuando se analizaron los resultados de la encuesta en función de las regiones de Ucrania, resultaron especialmente reveladores. En las zonas más cercanas al frente, donde el horror de la guerra se siente con mayor intensidad, las dudas sobre la conveniencia de luchar hasta la victoria son mayores. En el sur de Ucrania, sólo el 58% la apoya. En el este la cifra baja hasta el 56%.

Los resultados de Gallup son significativos. Lo que la gente le responde a los encuestadores en la intimidad de una llamada telefónica resulta más fiable que lo que declara cuando la entrevistan cara a cara los periodistas, sobre todo cuando el relato dominante en los medios de comunicación consiste en mensajes que elevan la moral de la resistencia y alaban el impresionante coraje de los ucranianos.

Es hora de que la izquierda encuentre su voz. Debemos dar a conocer los resultados de estas encuestas de opinión y pedir un alto el fuego. Que el Secretario General de las Naciones Unidas, Antonio Guterres, por sí mismo o mediante el nombramiento de un enviado autorizado, se ponga en contacto con Kiev y Moscú e intente mediar en un cese inmediato de las hostilidades. Aprovechar el invierno y la reducción general de la actividad militar y congelar el conflicto donde está.

En algún momento habrá que negociar un final político de la guerra y una retirada de las fuerzas rusas, pero se tardarán meses, si es que no son años, en llegar a un acuerdo. La prioridad estriba en detener la matanza y esto puede lograrse de inmediato. Dejemos que la izquierda occidental, en solidaridad con las fuerzas progresistas de Ucrania y de la propia Rusia, asuma la carga de hacer campaña por un armisticio, es decir, por la paz.

Jonathan Steele uno de los más veteranos y prestigiosos corresponsales de la prensa británica, dirigió la oficina del diario The Guardian en Washington entre 1975 y 1979, y la de Moscú entre 1988 y 1994, además de cubrir conflictos como reportero desde Nicaragua, El Salvador, Israel, El Líbano, Serbia, Kosovo, Siria y Afganistán. En 1986 cubrió en España la campaña del referéndum de la OTAN. Como especialista en relaciones internacionales, ha escrito libros de relevancia sobre la Sudáfrica del apartheid, el régimen de Alemania del Este, la Segunda Guerra Fría, la Unión Soviética, la guerra de Irak y la ocupación de Afganistán.

Fuente: Counterpunch

Traducción: Lucas Antón para sinpermiso.info

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