La historia se repite: Panamá y sus protestas frente al contrato minero

Guillermo Villalobos Solé

Panamá

Desde finales de la década de los 80s del siglo pasado un grupo de colegas que trabajamos en el Centro de Estudios Democráticos para América Latina (CEDAL), nos unimos periódicamente en medio de los acogedores paisajes que ofrecía La Catalina para reflexionar sobre las perspectivas y posibles repercusiones del nuevo mundo que asomaba a través de la Mundialización o Globalización, que apoyada por una corriente denominada neoliberalismo (concepto desarrollado por Alexander Rüstow allá por 1938) se abría camino en occidente desterrando cualquier vestigio de modelo basado en una fuerte participación del Estado, como fue el caso costarricense.

Una de nuestras primeras preocupaciones giró en torno al posible golpe de estado que estaría dándole la tecnocracia a la política con el consiguiente debilitamiento de los colectivos, incluyendo los partidos políticos y sus primos los sindicatos y la promoción del individualismo como parte de una nueva cultura social de fuertes componentes mercantiles.

Un mundo que a lo largo de estas tres décadas ha visto debilitarse el humanismo y ha venido convirtiendo al ciudadano en una mercancía con fríos rasgos de descarte por limitaciones tecnológicas, débiles capacidades de adaptación a un mundo en constante cambio y por razones de edad para la vida laboral, que se ha venido acortando cada vez más.

Es en este contexto que nos ha tocado vivir una serie de experiencias políticas que pasan por el fin de la guerra fría, el desmembramiento del bloque socialista, la emergencia hegemónica de occidente, la globalización más allá de lo económico y comercial y el reciente debilitamiento del liderazgo occidental que nos coloca actualmente a las puertas de una recomposición geopolítica y de la emergencia de nuevos actores con dimensión planetaria que emergen desde Asia. Un mundo en transición donde se nos suman desafíos extraordinarios como el impacto del cambio climático y el buen uso de la inteligencia artificial, entre otros.

En medio de la evolución y desarrollo de este nuevo ciclo de la vida política, económica, social y cultural, los partidos políticos, especialmente los más históricos y tradicionales se plegaron a las directrices emanadas a través de los órganos operativos del modelo y como correas de transmisión han ejecutado aquellas transformaciones estructurales que en muchos casos han hecho de nuestros países, territorios más asimétricos en su desarrollo y sociedades más desiguales en la distribución de la riqueza.

Resultado que rápidamente ha comenzado a mostrar sus consecuencias a través de lo que algunos autores llaman la reacción anti política y que ciertamente, suma causas internas que van desde la perdida de un enfoque de desarrollo moderno pero justo y equitativo en sus oportunidades, incluyente territorial y sectorialmente y redistributivo como principio de solidaridad, además de un deterioro ético y moral en el ejercicio de la función pública y un claro debilitamiento en el liderazgo de calidad para la conducción de las estructuras partidarias en sus espacios nacionales y locales.

Este cúmulo de situaciones han estado a la base – con sus particularidades – en la mayoría de las experiencias neo-populistas, outsider, o antisistema que emergen como espuma en medio de sociedades que acumulan años de frustración, de rechazo y de inconformidad ante la incapacidad de los gobiernos representados por los partidos políticos, para atender las demandas, las necesidades y las oportunidades que reclaman con justicia.

Lo que hoy sucede en Panamá no es muy diferente en sus causas y posiblemente en sus repercusiones, a lo que hemos visto en la Venezuela de inicios de los 90, en el Perú de Fujimori, en el Ecuador de Correa o en la Bolivia de Evo y más recientemente, en el Chile de Boric, en El Salvador de Bukele, en los EE. UU. de Trump o en la Costa Rica de Chaves. Con sus características particulares cada una de estas experiencias han mostrado un elemento común que hoy también está detrás de las protestas que recorren las calles de Panamá y que asoman un aire de caída libre del Partido Revolucionario Democrático (PRD) que es quien gobierna en la actualidad el país canalero. Me refiero al hartazgo, al cansancio, a la impotencia que sienten los ciudadanos ante tanta indolencia, ante una corrupción rapante que se acompaña de una impunidad frente a los delitos, especialmente aquellos de cuello blanco, ante la burla a partir de la contradicción entre el discurso y la promesa electoral y las acciones que finalmente se ejecutan o se dejan de cumplir.

Desde la cruzada civilista anterior a la caída de Manuel Antonio Noriega producto de la invasión norteamericana del 20 de diciembre de 1989, Panamá no experimentaba una movilización de magnitud nacional como la que hemos visto en estos 9 días de protestas ininterrumpidas. Un fenómeno que denota la heterogeneidad de intereses, objetivos y motivaciones que se expresan a partir del rechazo a un contrato minero aprobado de forma ligera en la Asamblea Nacional y publicado expeditamente en la Gaceta Oficial una vez firmada por el ejecutivo de forma poco usual.

Los antecedentes del contrato minero ciertamente se remontan al año 1997 (Ley 9) en que se adjudica la concesión que fuera demandada por vicios de inconstitucionalidad que fueron resueltos muchos años después, específicamente en el año 2017 en que la Corte Suprema de Justicia declara inconstitucional el contrato. Esto a pesar de que durante la administración Varela 2014 – 2019 se había extendido la concesión por 20 años más hasta el 2037.

Las negociaciones emprendidas por la actual administración del presidente Laurentino Cortizo (2019 – 2024) no fueron fáciles y siempre estuvieron rodeadas de altos riesgos de demanda por parte de la empresa Minera Panamá (Cobre Panamá), subsidiaria panameña de la Minera Canadiense First Quantum Minerals. Una negociación que volvió a despertar a todas aquellas personas que se oponen a la minería a cielo abierto y que, motivados por los informes de daños ambientales importantes causados por Minera Panamá en su explotación, generaron dudas y presiones significativas hacia la negociación.

Es posible señalar errores importantes en todo el proceso de negociación incluyendo un hermetismo sospechoso de las conversaciones que sostenían el Gobierno y los representantes de la empresa y no faltara quien asegure con justa razón, que las consultas realizadas por la comisión legislativa en el marco de la discusión del contrato, que finalmente remitiera el ejecutivo para la aprobación o rechazo por parte de los legisladores, se hizo de manera limitada y poco receptiva a la cantidad de observaciones y recomendaciones que hicieron especialistas, técnicos y ciudadanos comunes.

Todo ello, contribuyo sin lugar a dudas, a generar condiciones objetivas para convertir el contrato minero en el detonante de un estallido social que hoy tiene en las calles de todo el país a educadores, médicos, gremios sindicales, ambientalistas, organizaciones sociales de muy diversa índole y por supuesto a ciudadanos comunes que cansados del abuso y de la falta de oportunidades y el acceso a servicios básicos de calidad se reúnen diariamente para desfilar y protestar contra un gobierno que perciben como responsable directo de lo que padecen.

Lo destacable de estas manifestaciones, más allá de la infiltración de delincuentes que han alterado el orden público y causado fuertes destrozos en la propiedad publica y privada, es la expresión mayoritaria de jóvenes que convocados a través de redes sociales, desfilan todos los días de manera pacífica arropados en la bandera nacional y que reflejan la nueva generación de ciudadanos que no creen en los partidos políticos, en la clase política representada en los poderes públicos y en las declaraciones que ha vendido haciendo el gobierno.

Asistimos a un hecho histórico que pone a Panamá en el camino de la ingobernabilidad actual y futura, con una sociedad fragmentada y disruptiva que le será difícil alcanzar consensos por las desigualdades acumuladas por muchos años y donde los valores más nobles de la política desaparecen junto a aquellos partidos históricos y visionarios como el que fundó Omar Torrijos Herrera el 11 de marzo de 1979 poco más de un año después de la heroica conquista de los Tratado Torrijos – Carter que le devolvieron a Panamá la soberanía total de su territorio, incluyendo el canal.

Lo que estamos viendo en Panamá denota la ausencia de un verdadero proyecto nacional que debería tener como objetivos estratégicos un desarrollo territorial más equilibrado y una distribución más justa de la riqueza, que vaya más allá de las actividades que privilegian la inversión en el sector servicios, entiéndase portuario, aéreo, comercial, financiero y logístico que ofrece las ventajas comparativas de su ubicación geográfica. Es un país que genera mucha riqueza pero que paradójicamente mantiene altos niveles de pobreza incluyendo la dramática realidad de las comarcas indígenas; un país con poco desarrollo del sector primario y secundario y donde las actividades principales y más rentables están en manos de transnacionales o de diásporas asentadas por muchos años en su territorio. Un país con poco impulso a la micro y pequeña empresa y con un alto nivel de informalidad. Un país que desperdicia sus oportunidades para el salto hacia un verdadero desarrollo.

Todo ello, como resultado de una acumulación que por supuesto va más allá de las protestas contra el contrato minero y mucho más allá de la presente administración que no se excluye de su cuota de responsabilidad pero que sería muy injusto pensar que es el único culpable de lo que hoy vive el país. Como dice una persona que estimo mucho, parece que el país va al cierre de un ciclo con las consecuencias de lo que ello significa.

– Politólogo

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