Enrique Gomáriz Moraga
Existe bastante coincidencia entre los analistas brasileros acerca de que el asalto a los edificios de los poderes públicos del pasado domingo tiene el efecto inmediato de abrir una ventana de oportunidad a favor de acción de gobierno del presidente electo Lula da Silva. Donde hay menos consenso es respecto de la dimensión y el plazo de esa ventana.El amplio rechazo de la asonada se ha mostrado a nivel institucional y en las calles de las principales ciudades, donde se ha exigido mano dura contra los violentos asaltantes. Pero otros datos son menos coincidentes. La votación de condena del senado ha salido adelante sin contar con el voto favorable de los senadores bolsonaristas. Asimismo, en varios estados también ha habido manifestaciones de seguidores de Bolsonaro a favor de la puesta en libertad de los detenidos en los hechos reprobados por las autoridades de los tres poderes.
En cuanto a la duración de ese lapso de oportunidad, todo indica que es bastante incierto. Mucho depende del manejo que haga Lula de la crisis y de las reverberaciones que esta tenga en otros campos, como, por ejemplo, entre los actores económicos. La demanda de estabilidad política de estos sectores pesará sobre el equipo económico del nuevo Ministro de Hacienda, Fernando Haddad, que enfrenta el reto de recuperar el equilibrio macroeconómico del país.
Existe asimismo una demanda de los sectores radicales de la izquierda, que también habitan al interior del PT, que plantean aprovechar la intentona golpista para dar un salto adelante en un programa de confrontación de clases. Pero es poco probable que Lula se embarque en esta fuga hacia adelante.
Si el nuevo mandatario descarta esta salida radical de la crisis, la disyuntiva que enfrenta refiere a dos perspectivas posibles: gobernar sabiendo que Brasil se encuentra radicalmente dividido y tratar de reunificarlo, como prometió la noche de los resultados electorales, o bien gobernar a pesar de la división existente, tratando de disimularla o esquivarla. Ambas opciones tienen sus propios fundamentos.
Gobernar tratando de surfear la polarización puede partir de varios supuestos. Uno, muy frecuente, esperando que el tiempo apacigüe los ánimos, lo que haría depender su éxito del desarrollo de un buen gobierno general del nuevo presidente. Pero existe otro argumento más rotundo: considerar que la reunificación del país no es posible. Esa es la orientación de varios analistas académicos. Un artículo de Andrés Malamud, de la Universidad de Lisboa, tomando como referencia la tesis de Timothy Power, profesor de Oxford, de que en las sociedades polarizadas no puede haber presidentes populares, sostiene que a lo único que se puede aspirar en estas sociedades es a que “el odio de la mitad de la población se exprese en las urnas y, pacíficamente en las calles, pero no en los palacios de Gobierno” (El País, España, 10/1/23). En pocas palabras, aceptar que la polarización es inevitable, intentando que no se salga de los límites pacíficos.
Puede que esta previsión, no muy edificante, sea la más realista, pero significa asumir que la promesa de Lula de reunificar el país es solo una quimera, porque, independientemente de su voluntad, es inalcanzable. Pero aceptar ese planteamiento de que la división de la sociedad es insuperable, significa aceptar que es imposible impulsar una interlocución sobre diferentes visiones de mundo que permita alcanzar nuevos consensos socioculturales, o, al menos, mayorías muy extendidas al respecto. Algo que implicaría negar la posibilidad de una deliberación ciudadana, fruto de un proceso comunicativo (como plantea el sociólogo alemán Jurgen Habermas). Ojalá Lula no abandone el reto de lograr la reunificación de Brasil impulsando la deliberación ciudadana, apoyada en la ejecución de un buen gobierno. Mantener esa promesa no solo aumentaría la esperanza de un Brasil menos violento, sino que aportaría alguna posibilidad de concebir un siglo XXI menos amenazante.