Enrique Gomáriz Moraga
Tras el adiós al bono demográfico hace una década, Costa Rica se interna aceleradamente en un envejecimiento que supera las previsiones menos optimistas. De hecho, las realizadas por el INEC al principio de este siglo consignaban que para el año 2025 la proporción de personas adultas mayores (PAM) sería del 10, 8%; sin embargo, la última cifra de este Instituto para el 2020 ya es del 12,3%; ello implica que la previsión de que un envejecimiento italiano (en torno al 25%) llegaría en el 2050, muy probablemente deba adelantarse al 2035. Cabe entonces la pregunta urgente de cuáles pueden ser las consecuencias de este envejecimiento tan acelerado.En días pasados, doña Rocío Aguilar, superintendenta de Pensiones, dejó muy claro el efecto que tiene este cambio sobre un sistema que fue diseñado cuando la gente no tenía sesenta años de esperanza de vida: quebraría en quince años si no sufre reforma alguna; ante esta enorme amenaza, la CCSS ha propuesto una reforma parcial con la esperanza de que la crisis se postergue hasta el año 2053, pero con los ajustes necesarios por el impacto de la pandemia acaba de reducir ese plazo al 2044. Pero doña Rocío sostiene que probablemente la quiebra llegará antes de 2040. Es decir, pasado mañana. Por eso su planteamiento es radical: hay que enfrentar una remodelación completa del sistema si queremos que dure por lo menos 50 años más. Y se preguntaba: ¿Será capaz de acometer esa reforma integral una sociedad que está acostumbrada al nadadito de perro?
Difícil pareciera, Sancho.
En 2019, es decir inmediatamente antes de la pandemia, la Contraloría General de República (CGR) produjo un documento que debería ser de lectura obligada para el grueso de la opinión pública: “Impacto fiscal del cambio demográfico: retos para una Costa Rica que envejece”. El documento compara los años 2017 y 2030 para estimar el aumento de gastos en salud y en pensiones: estima que aumentaría en un 86% en salud durante ese período y en un 263% en pensiones para mantener la cobertura actual. En el sector salud, el Informe utiliza dos indicadores gruesos: el incremento rampante del peso de las PAM en los egresos hospitalarios y el de consultas externas, que en 1992 era del 9,8% y veinte años después (2012) había escalado al 16,3%, doblándose en cifras absolutas. En el campo de las pensiones muestra el deterioro a corto plazo de las pensiones contributivas, pero advierte que la compensación por medio de las pensiones a cargo del Presupuesto Nacional tampoco es sostenible: en el 2007 ese gasto fue de 324.308 millones de colones y en 2018 había escalado a 908 326 millones. Por otra parte, no hay cifras consistentes de cual es la brecha real entre el nivel de demandas de atención y apoyo que presentan las PAM respecto de las que son efectivamente atendidas. Pero se estima que se trata de una brecha considerable.
La conclusión del Informe de la CGR es que “el cambio demográfico es una realidad para la cual el país debió prepararse progresivamente. No cuenta ya con la ventana de oportunidad que suponía el bono demográfico”. Sin embargo, hay que retener algunos aspectos en que los términos del Informe se quedan cortos. En primer lugar, el más obvio, que estuvo elaborado antes de la pandemia provocada por la COVID-19, que, como ha admitido la CCSS, ha supuesto un impacto tremendo tanto en el gasto en salud como en el equilibrio financiero del sistema de pensiones. Otra observación necesaria es que se basó en las previsiones estadísticas conservadoras que manejó el INEC para esos años (¡que estimaba que sólo se superaría el 10% del total poblacional en el 2025!). Hoy ya se sabe que el ritmo de envejecimiento es sensiblemente mayor.
Pero el otro factor que parece igualmente importante respecto del aumento de la demanda de servicios y apoyos de las PAM es que no sólo depende de su incremento numérico, sino también del cambio de perfil de esa población. Es necesario tomar en consideración el cambio conceptual que se ha producido al respecto en los últimos años, cuyo hito ha sido la firma de la Convención Interamericana sobre la Protección de los derechos de las Personas Mayores en 2016. La identificación más nítida de sus derechos específicos está espoleando el aumento de sus demandas. Por otra parte, este cambio conceptual llueve sobre un terreno fértil: la entrada en los primeros tramos etarios de las PAM (65 a 75 años) de la generación de los baby boomers, que, a diferencia de la generación anterior, los Silent Generation, caracterizados por su necesidad de apretar los dientes y enfrentar con resignación la dura vida que les tocó vivir (de la gran depresión a la guerra mundial), los baby boomers formaron la generación del cambio social y la elevación de las expectativas (sobre todo de los años sesenta). Es, pues, altamente probable que el cambio conceptual que implica el reconocimiento de los derechos específicos de loas PAM sea interiorizado fácilmente por esta generación que viene a sustituir a las PAM de las generaciones anteriores. Dicho en breve, las PAM ya no son los que eran, aquellas apreciablemente más obedientes y resignadas.
El drama consiste en que la demanda de estas nuevas PAM, tanto en términos de volumen como de actitudes, se incrementará radicalmente precisamente en un momento en que las finanzas del país están sensiblemente deprimidas. Ya en 2019 el endeudamiento llegaba al 58,5% del PIB y el crecimiento del déficit fiscal ascendía al 5,7% del PIB. Estas cifras dieron un salto con la pandemia adquiriendo niveles históricos: el 2020 acabó con un déficit fiscal del 8,1% del PIB. Así las cosas, es difícil imaginar el escenario en que tendrá lugar esa contradicción evidente entre el aumento de demandas de atención de las PAM y la dramática dificultad de atenderlas por parte de un Estado con las arcas casi quebradas. Y quizás lo peor es que ese previsiblemente conflicto se aproxima sin que la ciudadanía lo note demasiado.