Luis C. Turiansky
Ya está: el presidente Donald Trump ha firmado la orden por la que EE.UU. reconoce a Jerusalén como la capital del Estado de Israel y dispone el traslado de la embajada actualmente en Tel Aviv.
Podría preguntarse, ¿bueno, y qué? ¿No es una realidad? ¿No tiene derecho toda nación a decidir dónde quiere establecer su capital? Desde luego, y no solo los israelíes, también los palestinos. El problema surge cuando dos pueblos pretenden instalar sus autoridades en el mismo sitio. Por cierto, en condiciones ideales, nada ni nadie podría impedir que ambos gobiernos compartan una misma ciudad. Pero algo así, en la situación que perdura desde 1948, es imposible. Mientras unos sigan reivindicando el origen divino de su permanencia en el paraje y otros juren echarlos al mar a tiro limpio, lo más prudente es separarlos.
Eso fue lo que, tal vez ingenuamente, decidió la ONU en su famosa Resolución 181 (1947) sobre la partición de Palestina en dos estados, uno judío y otro árabe, con un estatuto especial, bajo garantías internacionales, para la ciudad de Jerusalén. El término «judío» tenía un claro sentido nacional, no religioso, por lo mismo que la otra parte estaba constituida por «árabes» y no «musulmanes». En todo caso, una buena parte de la población palestina es de fe cristiana.
Treinta años antes, un ministro británico de relaciones exteriores de nombre Arthur Balfour hacía llegar a Lord Rothschild, representante de la comunidad judía, una breve nota para expresar la opinión favorable del Gobierno de Su Majestad con relación al establecimiento en Palestina de «un hogar nacional» («a national home») para el pueblo judío, rogándole hacer llegar esta posición al movimiento sionista. Hace poco se celebró el centenario de esta nota personal, escrita en papel de oficina sin membrete siquiera y con la firma garabateada, que ha dado en llamarse pomposamente «Declaración de Balfour». No la envió a los interesados directamente, sino como quien dice «a través de una relación común», y tampoco habla de un «estado judío» sino de un «hogar», que en definitiva puede ser cualquier cosa, incluso un edificio o una colonia agrícola perdida en el desierto. Tanta cautela se explica, puesto que Gran Bretaña todavía estaba en guerra con los dueños de hecho de la Palestina en cuestión, es decir el Imperio Otomano, y no convenía sacar a la luz algo que pudiera interpretarse más tarde como una repartija de tierras ajenas, entre ellas la mismísima Tierra Santa, como efectivamente lo fue.
El estado judío se creó unilateralmente en 1948 y estalló la primera guerra con sus vecinos árabes. Jerusalén quedó dividida en dos sectores, el sector oriental bajo jurisdicción jordana, el occidental reconocido como parte de Israel pero no su capital, que para la comunidad internacional siguió siendo Tel Aviv y es allí donde funcionan casi todas las embajadas.
La reunificación de la ciudad solo tuvo lugar por la fuerza tras la «guerra de los seis días» en 1967. Desde entonces, en virtud del derecho internacional, el sector oriental, esencialmente árabe, está técnicamente bajo ocupación militar e Israel es una potencia ocupante.
Esta es la realidad, y aquí no sirve invocar los textos bíblicos para justificar una vulgar ocupación. Aceptar el léxico oficial de las autoridades israelíes acerca de Jerusalén, «capital eterna e indivisible del Estado de Israel» y enviar allí la representación diplomática de uno es simplemente transgredir el derecho internacional.
La decisión de la administración Trump no va a ayudar a resolver la situación de palestinos e israelíes, sino todo lo contrario. Es un paso más, conflictivo y peligroso, en el camino ya esbozado por el presidente norteamericano al recibir al jefe de gobierno israelí, en cuya ocasión, para sorpresa general, habló de una solución de convivencia de ambos pueblos «en un solo estado», sin duda refiriéndose a Israel.
De esta manera, los Estados Unidos se autoexcluyen de todo esfuerzo ulterior por la realización de los acuerdos anteriores sobre la creación de una Palestina independiente al lado de Israel. La decisión agregará leña al fuego del enfrentamiento mutuo, la sorda guerra del ejército israelí contra los palestinos y el odio de estos, junto con el terrorismo como alternativa.
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Quisiera agregar la siguiente aclaración a mi nota «Jerusalén, manzana de la discordia».
Aclaración.
Dice la colega Ana Jerozolimski (Uypress, “En medio de la tormenta actual, hay varios puntos que recalcar”): “Hay aquí un doble juego, de parte de los palestinos pero también de aquellos en la comunidad internacional que tienden a congraciarse con sus posturas automáticamente: si realmente lo justo es que haya un estado palestino independiente en las así llamadas fronteras del 67, con Jerusalem Este como capital ¿acaso eso no significa automáticamente que Jerusalem occidental es la capital de Israel?”
Lo malo, querida Ana, es que lo que el decreto del presidente Donald Trump dice no es que la capital de Israel sea “Jerusalén occidental” sino “Jerusalén” a secas, lo que obviamente implica toda la ciudad, en el espíritu y la letra de la ley israelí sobre el estatuto de Jerusalén como “capital eterna, única e indivisible de Israel”.
La ausencia del atributo “occidental” es precisamente lo que subleva a la opinión internacional, ya que se atribuye para sí el sector oriental, de hecho un territorio palestino ocupado en contravención de las resoluciones de las Naciones Unidas.
El día que las autoridades de Israel reconozcan que Jerusalén oriental puede ser la capital del futuro Estado de Palestina habremos avanzado un trecho considerable en el camino de un acuerdo entre israelíes y palestinos. Pero eso no ha ocurrido hasta ahora. En honor a la verdad, citar el decreto presidencial del Sr. Trump con el adjetivo “occidental” añadido, quiero creer que por error involuntario, ocultan la verdad o la deforman arbitrariamente.