Haití, en la cartografía de la urgencia

Guadi Calvo

Línea Internacional

La actual situación política y social de Haití se resume en la violencia generalizada por parte de las bandas criminales, que han tomado de rehenes a los once millones de haitianos, lo que hace que esta crisis no tenga parangón, por lo menos, en la historia moderna.

En esta antigua colonia francesa, sus ciudadanos han sido castigados con la dictadura de François Duvallier, o Papa Doc, desde 1957 a 1971, seguida por la de su hijo Jean-Claude o Baby Doc, quien se mantuvo hasta 1986. En la que, más allá de la pobreza generada, el terror y el oscurantismo del que se valieron para gobernar sumió a la población en un complejo sistema de creencias que solo inspira miedo y atraso. La superchería magnificada por los Duvallier pasó a conformar el elemento cultural más característico del país, que los gobiernos que se sucedieron siguieron utilizando, por lo que muchos sectores de la población siguen hundidos en el siglo XVII.

Mientras la clase política no ha cambiado y solo se ha innovado en la corrupción y los negociados, llevando al país a estar viviendo bajo el fuego cruzado de bandas criminales, que lo ocupan todo. Disputándose barrio a barrio, manzana a manzana y casa a casa, para saquear, robar, realizar secuestros extorsivos, traficar drogas y la introducción de mujeres en el mercado de la prostitución.

A la anémica respuesta estatal, con la Policía Nacional de Haití (PNH), se le sumó hace algunos meses unos cientos de policías y gendarmes kenianos, que también han sido desbordados por el desorden social.

Si bien el complejo panorama haitiano remite de inmediato a la Somalia de los últimos treinta y cinco años, al Afganistán que se extendió desde la retirada soviética en 1989 hasta un poco más allá de la invasión norteamericana del 2001, o a la Camboya del Khmer Rouge (1975 y 1979), en cada uno de estos tres casos, los grupos dominantes, que convirtieron a sus naciones en estados fallidos, respondían a una ideología política o una “verdad” religiosa, que los abroquelaban, les daban entidad y hasta un cierto ordenamiento. En el caso haitiano, las bandas operan solo para delinquir.

Estados de anarquías similares hoy mismo viven una decena de países, por empezar el caso de Sudán, envuelto en una guerra civil en toda su regla, donde dos grandes bandos se enfrentan desde hace dos años en una decidida pugna por el poder, o el de Birmania, en que la casta militar que desalojó a un gobierno elegido democráticamente en 2021, desde entonces se enfrenta a un cúmulo de guerrillas con intereses políticos, étnicos y religiosos diferentes, a las que el enemigo en común une. Aunque de vencer, quizás la nación que conocemos deje de ser tal.

Un caso particular quizás sea la Libia post-Gaddafi, que desde 2010, diferentes poderes extranjeros hacen jugar a Trípoli y a Benghazi a su favor de quienes los financian y sostienen, generando una grieta que quizás nunca cierre. Este sistema de bipolaridad mantiene a la nación que fue la progresista del continente, encallada entre la guerra civil y el estado fallido.

Es cierto que, a lo largo de la historia, muchas naciones han perdido el control de algunas áreas de su territorio. Esto sucede actualmente en el este de la República Democrática del Congo, donde un centenar de grupos insurgentes desafían el poder regional de Kinshasa. Desde principios de año, uno en particular, el Movimiento 23 de marzo (M-23), ha sido especialmente activo. Algo similar sucede en el norte de Burkina Faso y de Malí. Allí, grupos adscriptos al Daesh y a al-Qaeda, con el concurso de los Estados Unidos y Francia, han convertido a esas áreas en ingobernables. En las que los regulares combaten palmo a palmo para mantener el control, en algunos casos retomarlo y en otros volver a perderlo en una disputa que ya lleva diez años.

Lo mismo sucede en Nigeria, donde Boko Haram y sus desprendimientos, en provincias del noroeste, enfrentan al poder estatal desde 2009, habiendo provocado miles de muertos, millones de desplazados, obligando a Abuya a inversiones multimillonarias en insumos militares, que son dilapidados por la corrupción de los políticos y los altos mandos.

En vista de esos ejemplos, la situación de Haití, tras el asesinato de su presidente Jovenel Moïse en abril del 2021 a manos de sicarios colombianos, no deja de ser peligrosamente novedosa. Con visos distópicos, que remite al film australiano Mad Max, en el que, al igual que Haití, bandas armadas recorren un mundo sin ley ni orden.

Este cuadro, incluso superior, a lo que sucedió con los cárteles de la droga en Colombia o México, que, gracias a la corrupción político-policial, fueron, si no lo siguen siendo, en algunas regiones, un poderoso estamento paraestatal. O las multitudinarias bandas juveniles centroamericanas, conocidas como Maras, que fueron contendidas, como es el caso de El Salvador, por el presidente Nayib Bukele, con una ferocidad que pone al Estado a la misma altura de los criminales.

En esta cartografía de urgencia, quizás podremos concluir que, si bien muchos comparan al país antillano con Somalia, sea más acertado hacerlo con la Rwanda de 1994. Cuándo tras el derribo del avión del presidente Juvénal Habyarimana, quien viajaba junto a Cyprien Ntaryamira, el presidente de Burundi, se precipitó una matanza, en la que solo en cien días los hutus masacraron a cerca de un millón de tutsis, casi el setenta por ciento del total de ese grupo étnico.

El corazón sangrante de Haití

Es claro que, en el orden internacional, Haití, desde su independencia en 1811, más allá de Francia herida en su honor, nunca a nadie le importó nada. Sin petróleo, sin uranio, sin oro, y con millones de negros, analfabetos y hambrientos de todo, a los que las numerosas intervenciones y ocupaciones extranjeras nunca les resolvieron nada.

De ello no hay mejor ejemplo que este momento en que la crisis se profundiza y ningún Estado u organismo internacional hace nada, mucho más ahora, paralizados por los bramidos siquiátricos de Donald Trump.

Por lo que las bandas, que operan a lo largo del país, que se calculan en unas doscientas, aprovechan para seguir extendiendo su control y particularmente sobre Puerto Príncipe, de la que ya ocupan más del ochenta por ciento, lo que se traduce en medio millón de almas, sometidas a códigos regidos por la cocaína, el bazuco y las drogas de diseño.

Otro medio millón de capitalinos han abandonado la capital para desplazarse hacia el interior de la isla, escapando de fenómenos como el de la violencia sexual “infantil”, patrón que se ha disparado a cifras espeluznantes.

A este cuadro se le agrega la falta de alimentos y agua potable; a este punteo muchos agregan la falta de servicios de salud o higiene, ignorando que, para la enorme mayoría de ese pueblo, jamás dispuso de semejantes lujos. Para los casos de salud, el pueblo cuenta con el vudú, religión oficial desde 2003; si no, ya lo resolverá la muerte en algún momento.

Tras la renuncia en abril de 2024 del primer ministro, Ariel Henry, dejando al país acéfalo, debiendo improvisar un Consejo de Transición, que, a pesar de contar con el apoyo nominal de los Estados Unidos, nunca pudo hacer pie, sin escapar de las diatribas del discurso m’adamage (populista), ha fracasado en sus tareas fundamentales: la estabilización del país y la organización de elecciones presidenciales.

El anunciado despliegue en Puerto Príncipe de unos ochocientos efectivos kenianos, según dice el acuerdo entre Nairobi y Washington de 2023, ha sido la única señal de los norteamericanos para colaborar con la estabilización del país, al que ocuparon entre 1915 y 1934, más allá de que continuaron digitando su destino hasta la muerte de Moïse.

Los kenianos son una fuerza insuficiente para controlar siquiera Puerto Príncipe, y ni hablar del resto del país. Para lo que, según expertos locales, se necesitaría entre dos mil quinientos y tres mil hombres para estabilizar el país; de todos modos, una cifra insuficiente para contener la muchedumbre de pandillas, compuesta por centenares de miembros. Que además de estar muy bien armados, permanentemente drogados y, para peor, convencidos de su estado de wanga binefik (estado de protección) según las disposiciones de Liv des Mystères (Libro de los Misterios).

El armamento para las bandas llega desde el mercado negro de Florida, en lachas rápidas que nunca son detectadas o a través de la frontera dominicana. Sumándose a las que les son vendidas por funcionarios de la propia policía.

La comunidad internacional parece negarse a apuntalar una solución para los problemas estructurales que el país arrastra desde el siglo XIX, y que se profundizan gobierno tras gobierno, terremoto tras terremoto.

Se estima que desde el 2023, los muertos alcanzan a los siete mil; si bien todavía no son suficientes para compararlo con el genocidio de Rwanda, sabemos que solo es una cuestión de tiempo, empeño y vudú.

Línea Internacional

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2 comentarios

  1. Hola amigos. Han levantado mí artículo: Haití, en la cartografía de la urgencia»‘ que fue publicado por error. Ya está en mí sitió Línea Internacional, la versión corregida. Gracias.

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