Alfredo Trejos
I
El actor es un atleta. No me refiero a los mastodontes con mala actitud de las películas de acción, sino a los contados casos en que el actor se prepara para ajustarse a su papel como si este fuera una camisa de fuerza. Un espacio confinado en el que si te pasás media onza en tu peso o un milímetro en tu talla, ese sistema actor-personaje colapsaría. Hace mucho llevé lecciones de actuación como aficionado, de manera muy irregular y pronto perdí interés puesto que supe lo físicamente demandante que es formarse en esta disciplina. Creí que con exponerme a los textos clásicos, a técnicas, métodos y teorías, sería suficiente. Mi problema era simple: me olvidé del cuerpo. Para quien actúa –para quien lo hace, sobre todo, al límite de sus capacidades y condiciones puesto que, digámoslo así, para una ballena es casi imposible lucir en la pantalla como una gaviota y viceversa- el cuerpo es una máquina; algo que aporta músculo, sentidos y cinética al personaje. Es un motor. Ahora, si de actuación se trata, hay motores aceiteros, lentos y perezosos. Motores Edelbrock, para correr, para escapar de la policía. Motores italianos, construidos desde la pila bautismal de la técnica. Y Joaquin Phoenix en JOKER. Más allá del régimen alimenticio al que se sometió para este papel, de los posibles intertextos a los cuales se expuso, de las soluciones dinámicas y gestuales a las que llegó, de las estéticas y los estilos con los cuales se vinculó, Phoenix entrenó para su JOKER y lo hizo como si la actuación fuera un deporte olímpico. Su enorme despliegue físico me hizo recordar las flexiones del ballet. Las más inauditas. Él, ante el espejo y en las escaleras, es un grotesco George Zoritch. Es el bailarín clásico que calienta y ejecuta su dolorido acto.
II
Sinceramente, JOKER es una película formidable, rodada y actuada con furia y diligencia pero esperaba más. Es posible que mi error haya estado en verla después de las andanadas de información, opinión y crítica que cayeron por todas partes desde su estreno mundial. Se ha dicho -y se dirá- tanto de esta obra, que entré al cine (ese avión beluga del ocio y la contemplación) esperando salir muerto de sed y con severas contracturas, con moretones místicos en todo el cuerpo y, más que nada, con una valija de ideas frescas y consistentes sobre la locura, la violencia, la crueldad y los potros de tortura personales y colectivos sobre los que castigamos y somos castigados. Pero sentí que ya antes había visto algo de eso. Mucho de eso. No hubo revelación. Lo vi en «Spider» (2002) de David Cronenberg. Lo vi en «Taxi Driver» (1976) una película a la que se recurre y se saluda un par de veces en JOKER. Confieso que mi tolerancia al caos y hasta las conductas demenciales es amplia, pero no soy el único. Al ver JOKER, de cierta forma fue agradable escuchar risas en la sala ante algunos instantes en los que el protagonista sufre y destruye. Ahora, ¿es tolerancia o es insensibilidad? Quienes así reímos -me incluyo- tanto validamos el que Arthur Fleck por fin devolviera los golpes a un mundo que hizo de él su pera de entrenamiento, como denotamos cierta simpatía e incluso algo de envidia por quien no tiene más recurso que chiflarse. Es decir, nuestro antihéroe supera en su mensaje criminal a todo aquel que intente adversarlo moral y éticamente, desde la justicia y la autoridad. O al menos eso desearíamos para Arthur Fleck porque para él ya es hora de buscar compensación y audiencia satisfactorias. Ya ha soportado mucho.
III
Técnicamente, JOKER es excepcional. Un guión limpio, coherente, sin complicaciones y atento a su itinerario. Un sentido gráfico que va desde sus títulos hasta el grano de la imagen con clara intencionalidad. Una música que -como en los mejores casos- viene a convertirse en un personaje más que cuenta y subraya por sobre la historia visible una columna extra de sensaciones y acontecimientos. La dirección y la fotografía logran, con lo antes mencionado, un conjunto de virtudes y lecciones que irán directo a los manuales. Joaquin Phoenix -el muy maldito supo seguramente lo que tenía entre manos al llegarle el libreto- ofrece un portento del oficio. Su payaso mal desmaquillado que vuelve a casa como de un durísimo día bajo el yugo de la basura, convertido todo él en un gran hematoma incurable, en un juguete descartado por el sistema y asumido por la cloaca mental que le da refugio, es la bestia en reposo, el diablo en el frigorífico. A su tiempo, también será el bromista en jefe de una insurrección entre máscaras. El caudillo de la deformidad.