Geopolítica, humanidad y el filo del abismo

Pensamientos sueltos

Por JoséSo
José Solano-Saborío

José Solano

Una de las evidencias que te permite concientizar que estás envejeciendo o, por lo menos, entrando a la etapa existencial más madura, es cuando, no importa si es un día laboral, fin de semana o feriado, siempre abres los ojos a la misma hora: 5 a.m., hasta los domingos. Otra es que, inexorablemente, los domingos -sin opción- mi inconsciente se dedica a una introspección mental, usualmente, alrededor de mis temores internos.

Este último, expresé en un chat de política donde discutían los contertulios sobre Gaza, Acuerdos Comerciales con Israel, Trump, Chaves y otras preocupaciones, este disvarío:

Solo tengo que aportar mi profunda decepción en la humanidad… que la condena a un genocidio sea un asunto ideológico, define nuestra bajeza como especie. Igual que la posición sobre el medio ambiente.
Creería que estos temas deberían de estar superados por el acuerdo natural alrededor de nuestro instinto de supervivencia… Pero no. Entre más desarrollamos nuestra ‘racionalidad e inteligencia con avances tecnológicos’ más nos acercamos a la autoextinción, la anti ciencia, la posverdad…

Empecemos por lo básico que, sin embargo, estamos olvidando: la vida humana no es una tesis debatible ni una herramienta de campaña. Cuando la condena de la barbarie depende del color del partido, del pasaporte o de la conveniencia táctica del día, no estamos en una disputa política sino en una renuncia moral. Convertimos lo indecidible en polémica, lo que debería ser suelo en moneda. Y cuando el piso tiembla, todo lo que edificamos encima se vuelve fachada: instituciones, discursos, métricas, aplausos.

La posverdad no es un desliz semántico ni una nueva moda comunicacional. Es una economía de la atención que premia el enfado, la simplificación y la tribu. Traslada la deliberación al ring del algoritmo y nos convierte en combustible gratuito. Si todo se vuelve relativo, nada es reparable. La ciencia se degrada a opinión, el clima a “tema”, el racismo a “controversia”. En ese pantano, el cinismo se vuelve tentador porque promete una salida fácil: no creer en nada para no sufrir por nada. Pero el cinismo es un lujo que se paga con el futuro de otros.

En la esfera internacional, el llamado realismo se usa como coartada. Nos dicen que así funciona el mundo: intereses, esferas de influencia, líneas rojas. Lo sabemos. Pero otra cosa es naturalizar que vidas valgan distinto según su geografía o su utilidad. La razón de Estado puede explicar decisiones; no puede absolverlas. Si el derecho internacional es un traje que solo visten los fuertes cuando les conviene, lo que se erosiona no es una normativa, sino la idea misma de humanidad compartida.

La tecnología, mientras tanto, avanza con el brillo de la neutralidad y el ritmo del lucro. Es una fuerza multiplicadora de poder: organiza nuestras conversaciones, diseña nuestros miedos, perfila nuestros deseos. Sin reglas, reproduce sesgos, encapsula diferencias y diseca a la ciudadanía en segmentos explotables. Racionalizamos con un refinamiento admirable la conquista de objetivos mediocres. No es que falte inteligencia; falta propósito.

Me angustia que solo pueda concentrarme en mi afán de encontrar explicación a nuestro presente, sin lograr plantearme: ¿Cómo salimos de aquí? Con una ética de mínimos que no necesite de afiliaciones para sostenerse. Dignidad humana universal, no discriminación, verdad verificable, límites planetarios, responsabilidad intergeneracional. No son eslóganes; son el terreno firme que hace posible volver a discutir lo discutible. Los máximos programáticos se negocian. Estos mínimos no. En su ausencia, solo hay fuerza.

Quién me lee podría objetar que la escala de los problemas supera cualquier gesto individual. Tiene razón a medias. Una persona aislada no detiene una guerra ni enfría el planeta, pero cada decisión es una hebra de red: lo que consumimos, lo que compartimos, lo que callamos, lo que denunciamos, lo que votamos, lo que organizamos. La higiene cívica empieza por lo íntimo: la dieta informativa que nos damos, el pulso que ponemos antes de reenviar una cadena, la lengua que mordemos para no amplificar odio, la paciencia que entrenamos para escuchar sin conceder la razón, la coherencia que exigimos a quienes pedimos que nos representen. La coherencia no es pureza; es dirección.

La comunidad es el velo que nos salva del viento. Una biblioteca, un centro comunal, una parroquia, un sindicato, un colectivo cultural pueden ser estaciones de reparación democrática. Allí se desintoxica la conversación, se acuerdan reglas básicas, se convoca a las voces que no gritan, se acompaña a las víctimas de la discriminación, se documenta lo que el poder prefiere nebuloso, se tejen alianzas improbables entre quienes solo se cruzaban en el tránsito. No necesitamos unanimidad, necesitamos procedimientos y constancia.

Luego están las reglas, ese arte serio de alinear incentivos con valores. Transparencia en la publicidad política y en los algoritmos que deciden lo visible. Educación cívica y mediática que no subestime a nadie y no abandone a nadie. Protocolos efectivos contra los crímenes de odio y datos abiertos que no dependan de la buena voluntad de turno. Migración tratada con humanidad y visión. Transición justa que no deje a los trabajadores en la intemperie. Compras públicas que premien prácticas responsables. Planes climáticos locales con presupuestos, metas y veeduría. No es poesía: son engranajes.

Comunicacionalmente, necesitamos otra épica: la del cuidado radical. Nombrar el adversario sistémico sin convertir a las personas en monstruos, explicar el problema sin apocalipsis parálisis, ofrecer soluciones alcanzables sin infantilizar a nadie. La verdad no necesita gritar; necesita verificarse. La condena de la barbarie no requiere elaboraciones ideológicas: es el punto de partida. La transición justa no es un capricho ambientalista: es una ecuación de trabajo digno y planeta habitable. La esperanza no es un sentimiento etéreo: es logística, agenda, calendario, métricas, rendición de cuentas, aprendizaje público del error.

También debemos cuidarnos de repetir lo que criticamos. Defender mínimos éticos no justifica deshumanizar a quien piensa distinto. La militancia sin descanso se quiebra y rompe a su alrededor. Los equipos requieren protocolos de seguridad, rotación de vocerías, espacios para procesar el desgaste. La política interna necesita reglas para metabolizar el conflicto. Nada mata más rápido una causa justa que el dogma.

Sé que la decepción aprieta. A mí también me visita. Pero si dejamos que se instale, ganan quienes lucran con nuestra resignación. Quiero creer, y trabajar, en que todavía podemos limpiar el piso común. Elegir mejor nuestras fuentes. Respirar antes de compartir. Organizar una conversación difícil en el barrio. Pedir datos y usarlos. Tejer un observatorio ciudadano que incomode. Empujar un pacto ético que ponga límites claros en campañas. Conseguir que una política de transición justa deje de ser promesa y entre en presupuesto. No porque alcance, sino porque orienta. No porque sea ético, sino porque funciona.

Al final, no hay atajos. Solo una disciplina afectiva y política que se ejercita todos los días. Entre la anti ciencia y la posverdad, entre la geopolítica cruda y la tecnología sin vida o sentimientos, todavía está el recurso más terco de la historia: comunidades que deciden reconocerse humanas antes que adversarias y actuar como si la vida realmente importara. Ese “como si” es nuestro compromiso. Ese “como si” puede volver a ser “porque”. Nos salvamos en red o no nos salvamos. Y la red empieza hoy, en el espacio que sí podemos influir… en mi familia, mi barrio, mi pueblito.

Analista político

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