Gilbert Achar
[Nota de la redacción: Un importante diario liberal estadounidense solicitó a Gilbert Achcar un artículo sobre la actual guerra de Gaza, pero acabó rechazando su propuesta por «no encajar bien con nosotros»]
Desde el asalto de Hamás el 7 de octubre a través de la valla que rodea la Franja de Gaza, esa prisión al aire libre que alberga a 2.3 millones de reclusos, una avalancha de horror ha invadido las pantallas de televisión de todo el mundo. Las escenas de matanza al otro lado de la valla pronto fueron superadas por las escenas de masacre en el interior. La matanza de israelíes (cerca de 1.400) cesó con el fin de la incursión de Hamás al final del mismo día, salvo el pequeño número de víctimas de posteriores lanzamientos de cohetes desde Gaza y el destino desconocido de los rehenes israelíes. El asesinato masivo de palestinos mediante el bombardeo intensivo de las concentraciones civiles urbanas dentro de Gaza ha ido aumentando a gran velocidad desde el 7 de octubre, con miles y miles de cadáveres apilándose a un ritmo aterrador.
Se sabe que Hamás cree que todos los ciudadanos israelíes en edad de votar son responsables de la opresión del pueblo palestino por parte de su Estado, invocando una noción muy censurable de «responsabilidad colectiva». El asesinato de personas no combatientes es un crimen, no sólo el asesinato de civiles, de hecho, sino también el asesinato de soldados que se rinden y de prisioneros de guerra. La misma noción de «culpa colectiva» ha guiado obviamente las sucesivas secuencias de bombardeos de Israel sobre la Franja de Gaza desde que su ejército la evacuó en 2005. En los últimos quince años, hasta la víspera del 7 de octubre, la relación entre víctimas mortales israelíes y palestinas era de 1/20,8, según cifras de la ONU. Aplicada a la situación actual, esta proporción supondría la muerte de más de 29.000 palestinos. Existen temores legítimos de que el balance final sea aún peor.
Las declaraciones de funcionarios israelíes se han pasado de la raya. El siniestro anuncio del ministro de Defensa Yoav Gallant causó revuelo: «He ordenado el asedio total de la Franja de Gaza. No habrá electricidad, ni alimentos, ni combustible, todo está cerrado….. Estamos luchando contra animales humanos y actuamos en consecuencia». Se justificaba así una abierta violación del derecho internacional constitutiva de crimen de guerra deshumanizando a toda una población. El presidente israelí, Isaac Herzog, invocó descaradamente la responsabilidad colectiva: «Es toda una nación la responsable. No es cierta esta retórica sobre civiles no conscientes, no involucrados. Es absolutamente falso. Podrían haberse sublevado, podrían haber luchado contra ese régimen malvado….». Por una trágica ironía, esta declaración, de la que Herzog trató de retractarse más tarde, reproduce la línea de argumentación de Hamás con una validez aún menor, ya que los israelíes eligen a su gobierno mientras que los gazatíes no lo hacen.
¿Se imaginan a los dirigentes occidentales haciendo tales declaraciones tras un atentado terrorista en su territorio? ¿Podría George W. Bush haber dicho de los afganos, tras el 11–S , que toda su nación es responsable porque podrían haber expulsado a Usama bin Laden y sus hombres o haberse levantado contra los talibanes que los acogían? ¿Podía el presidente estadounidense haber decretado el bloqueo total de Afganistán al tiempo que llamaba animales a sus habitantes? Entonces, ¿por qué esas declaraciones fueron toleradas, cuando no directamente consentidas, por los líderes occidentales en sus profusas expresiones de solidaridad incondicional con Israel tras el 7 de octubre? La única explicación posible también está relacionada con la culpa colectiva, esta vez como autoacusación. La participación en la destrucción de los judíos europeos, así como la falta de acción para impedirla, se han convertido en el pecado original del Occidente euroatlántico, nacido como entidad geopolítica tras la Segunda Guerra Mundial.
Esta culpa original ha sido utilizada como arma por el Estado israelí desde el preludio de su fundación en 1948 hasta hoy. Se ha utilizado intensamente inmediatamente después del 7 de octubre, especialmente en la afirmación de que constituyó el día más sangriento para los judíos desde el Holocausto, una descripción que se hizo rápidamente omnipresente en los medios de comunicación occidentales. La función obvia de esta caracterización es establecer una continuidad entre el nazismo y Hamás —»nazis modernos», en palabras del embajador de Israel ante la ONU— y, del mismo modo, entre la Alemania nazi y Gaza. Esta es, en efecto, la percepción que ha predominado en Occidente. Se basa en una distorsión de la realidad: la mayoría de los israelíes asesinados el 7 de octubre eran judíos. Eso es cierto. Pero no eran una minoría perseguida y exterminada sistemáticamente por un Estado poderoso que ocupaba la mayor parte de Europa, sino miembros de una mayoría privilegiada en un Estado de apartheid que ocupa Cisjordania y Gaza desde hace 56 años, infligiendo a su población una opresión continua. Si a esto añadimos que este Estado está gobernado por un gobierno de extrema derecha que incluye ministros neonazis, nos daremos cuenta de lo incongruente que resulta la analogía del 7 de octubre con el Holocausto.
Existe Occidente y existe el resto. La mayor parte del mundo —especialmente en el Sur Global, como se reflejó en la sesión de emergencia de la asamblea general de la ONU— ve la cuestión Israel–Palestina desde una perspectiva muy diferente: no como una continuación de la Segunda Guerra Mundial, sino como una continuación de la larga historia del colonialismo. Ven a Israel como un Estado colonial de colonos, resultado de un proceso de colonización que aún continúa en Cisjordania. Ven a los palestinos como víctimas del colonialismo, luchando desesperadamente contra un colonizador mucho más poderoso en una desproporción de fuerzas que se parece más a la de las invasiones europeas de Norteamérica o Australasia que a las de otros territorios coloniales. Y, por tanto, ven la hazaña de Hamás como un ejemplo más de esos excesos indiscriminados de violencia con los que está salpicada la historia de la lucha anticolonial, excesos que palidecen en comparación con el costo mucho más pesado de la violencia colonial.
La discrepancia entre Occidente y el resto se ve agravada por el hecho de que los gobiernos occidentales no sólo expresaron su compasión por las víctimas judías del 7 de octubre mientras desestimaban, cuando no condenaban, cualquier alusión al contexto: el hecho de que los ataques de Hamás «no se produjeron en el vacío», como dijo el Secretario General de la ONU, António Guterres, provocando una petición de dimisión por parte del embajador israelí. También parecían tolerar los crímenes de guerra en los que se había embarcado el gobierno de Israel, empezando por el bloqueo impuesto a la población de Gaza, su desplazamiento forzoso y el bombardeo de vastas franjas de aglomeración civil urbana en la franja. Como bien expresó el exfuncionario de EEUU y de la ONU Jeffrey Feltman: «¿Qué mejor manera de reforzar la percepción en el llamado Sur Global del doble estándard estadounidense que comparar la condena de Washington a la destrucción rusa de la arquitectura civil ucraniana con el relativo silencio de Washington sobre la destrucción israelí de la infraestructura civil de Gaza?».
Así, Gaza ha llegado a ser la epítome, más que ningún otro conflicto de la historia moderna, dela dicotomía entre el Norte y el Sur globales, así como un «choque de civilizaciones» que resulta ser un choque de barbaries. Esto es extremadamente grave, ya que agudiza las tensiones que se traducen en el desbordamiento de los conflictos del Sur hacia el Norte, un retroceso del que los atentados del 11–S siguen siendo, hasta el día de hoy, la manifestación más espectacular. Como todo el mundo sabe, el 11–S desencadenó a su vez un ciclo de guerras dirigidas por Estados Unidos en el Sur Global con consecuencias devastadoras en Afganistán e Irak y más allá. La única forma de evitar que esta espiral sangrienta aumente en intensidad y alcance es la observación y aplicación del derecho internacional y la demostración de una consideración cualitativamente igual y cuantitativamente proporcional hacia todas las víctimas, ya sean judías, ucranianas o palestinas.
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Traducción: César Ayala para vientosur.info