Conversaciones con mis nietos
“Esta flor vivirá pocos días, Platero, pero su recuerdo ha de ser eterno. Será su vivir como un día de tu primavera, como primavera de mi vida.” Juan Ramón Jiménez
Arsenio Rodríguez
Su mirada era lejana, pero aún intensa. Sentía que me comunicaba su despedida a través de las ventanas de sus ojos, de una manera profunda. Lo trajo el asistente del veterinario, envuelto en un paño, le iban a hacer una intervención de emergencia y me preguntaron si quería verlo antes de la anestesia. Me asomé a su cara felina, envuelta, como cuando uno mira a una criatura recién nacida. Me miró con un adentro-felino y, sin saber, hicimos un compromiso sagrado, de volver a vernos, y tuvimos un recuerdo ancestral de volvernos a encontrar.Dos meses después de esto, yo iba mirando hacia atrás, por el cristal trasero de una ambulancia, acostado en una camilla pequeña y estrecha, en un viaje de tres horas rumbo hacia el hospital donde me harían una complicada intervención quirúrgica de emergencia en el corazón.
Sobre la ventanilla trasera de la ambulancia, contrastando con los rápidos paisajes del atardecer, como vistos desde ventana de tren, se proyectaban como películas consecutivas, recuerdos de toda mi vida.
Ven gatito ven… así llamé por primera vez a aquella pequeña burbuja de piel blanca y anaranjada, y él se me acercó corriendo con cara de travesura en ojos felinos. Era una forma joven de vida antigua. Lo encontré en el jardín frente a mi casa dando saltitos, trepando árboles, persiguiendo la libertad en todo lo demás, con manía de vivir. Se me acercó y se dejó cargar. Era muy inquieto le dimos comida y se quedó a vivir con la familia.
Estuvo con nosotros quizás nueve años. De mañana, salía temprano y regresaba a comer varias veces durante el día y, al atardecer, venía a dormir. Le llamamos Gatito, y siempre fue un gatito.
En la ambulancia recordé que se había ido ya hacía unos dos meses y ya no volvía con el atardecer. Y suspiré.
La ambulancia seguía su trayectoria y las escenas entremezcladas de vida continuaban proyectándose. Todos desfilaban en imágenes y mente, familia, amores, amigos, colegas — los presentes y los idos. La vida pasada fue resumida en un desfile de ensueños entremezclados; el presente era un viaje en ambulancia, y la vida futura muy, muy incierta.
Curioso, en ese momento, no recordaba enemigos, no aparecían, y aunque había recuerdos de encuentros y desavenencias intensos, estos no dejaron marca, solo escenas de haberlos vivido. Sobresalían, con cierta melancolía, los momentos de amor y belleza, y los momentos de pasión y de aventura perdían su excitación en el recuerdo, y solo se reflejaban en el cariño y el asombro compartidos.
La película continuó saltando en la pantalla improvisada de puerta de la ambulancia. Las escenas se mezclaban sin secuencia particular, en tiempo, espacio y sabor de alma. Ahora estaba yo en Beijing en el año 2009, la primera vez que estuve en China. Fui por tres días de trabajo y el último día, un domingo, alcancé a ir a ver la famosa Ciudad Prohibida. El taxi me dejó allí, en medio de no sé, quizás un millón de chinos que pasaban ahí su domingo, hablándose en un idioma para mí incomprensible.
Ese día pude sentir la humanidad, no en el sentido filosófico, sino en la especie, en la multiplicidad, en los torrentes de vida manifestados en tantas formas humanas, y me asombré al ver tantos pasar, con historias desconocidas, con sus temores, ansias y amores secretos. Eran como hormigas en un hormiguero de jardín. Y volví a sentir, aquel yo descubierto en mi infancia, solo, rodeado de un mar de otros yos, con quienes no podía comunicarme y que, además, no sabían que yo era yo.
En un nuevo trayecto de la carretera, cambió la película, y ahora estaba recordando cuando me tocó, para una clase de escuela secundaria, entrevistar a Don Juan Ramón Jiménez, quien vivía en el vecindario de mi escuela. Recuerdo que había leído Platero y Yo, para mi entrevista con él. A mí me fascinaba aquella imagen del burrito Platero: «Cuando volvíamos por la noche del campo, cuando el cielo era claro y estrellado, las estrellas se reflejaban en el cubo de agua de Platero, y parecía que bebía ¡agua con estrellas!»
Me imaginaba las estrellas resbalando por la garganta de Platero, a la vez que brillaban y lo iluminaban por dentro. De alguna manera, esa magia se quedó en mí y, luego, en la vida, en momentos de angustia la recordaba. Recuerdo que, durante tiempos intensos de confusión en mi juventud, escribí unas líneas en una especie de diario que llevaba: «A veces uno necesita tomarse un trago de estrellas para curar el dolor del corazón. Sí, a veces hay que tomarse unas estrellas para aliviar el dolor de la espera».
Yo era un niño de doce o trece años y Don Juan Ramón Jiménez un reconocido mago de las palabras. Recordé su sonrisa, cuando nos dio la bienvenida a mi compañero de clase y a mí, nos presentó a su esposa, nos dio unas galletitas y un refresco, y nos leyó unas páginas de Platero y Yo.
Recordando la magia de Platero, pensé en Gatito. Me acuerdo de que, por las mañanas, yo me iba a trabajar a la oficina en el patio de la casa y él se iba a perseguir pájaros y ardillas, y al cabo de un par de horas se paraba afuera de la puerta y maullaba. Yo estaba oyendo música y escribiendo en la computadora y lo dejaba entrar. Entonces él saltaba y se acomodaba en la mesa donde estaba la computadora, y me miraba, con magia de Platero.
Conversábamos. Yo le comentaba lo que estaba escribiendo; él me miraba con su adentrofelino, intenso. Un día le conté que le estaba escribiendo una carta a mis nietos, que estaban preocupados y decepcionados porque había ganado un tal señor Trump las elecciones en los Estados Unidos, y ellos estaban frustrados porque este era un tipo burdo con ideas retrógradas del mundo, de la vida, de la igualdad de los seres humanos etcétera. Y, además —le dije a Gatito—, no le gustan los gatos ni los perros. Me miró y bostezó.
Por fin llegó la ambulancia a su destino. Era fin de octubre de 2018. Me operaron, dos veces. Todo duró un total de quince horas y casi me voy a esos campos invisibles donde se había ido Gatito un par de meses antes, allá donde nace la magia que habita en las formas y en las estrellas.
Un señor anestesiólogo (creo) me despertó. Me hablaba a través de un túnel, o así lo veía yo, y me preguntó mi fecha de nacimiento y mi nombre, lo cual respondí correctamente. Después me preguntó, quién es el presidente actual de los Estados Unidos, y le contesté: «Oh no, Dios mío», y se rieron él y su compañero, y dijeron, sí está consciente.
Y aquí estoy ahora, 5 años después de ese despertar, sentado frente a la computadora, escribiendo. Recuerdo claramente a Gatito recostado a mi lado en total relajación, mirándome profundamente de vez en cuando, desde sus ojos adentro-felinos y su forma de peluche. Y le cuento a su recuerdo tan vívido; por si te interesa, perdió las elecciones el dichoso Sr. Trump y mis nietos están felices, y al nuevo presidente le gustan los animales (aunque no sé si los gatos). Luego le dije: Yo siempre te busco por las mañanas al llegar a mi oficina y decidí escribirte esto:
Llegaste aparecido en peluche blanco y anaranjado, con ojos ámbar saltarines y ganas de explorar por todos lados. Te sentabas en mi escritorio a oír música clásica todos los días, y me acompañabas a escribir pensamientos y poesía. Jugabas al escondite conmigo y a las emboscadas; peleábamos por tus cacerías de felino, que yo consideraba un desatino, y tú una proeza gatuna realizada. Un día te escondiste invisible. Y solo queda ahora tu recuerdo, y el cariño; los secretos compartidos en aquellos mundos de Platero y de niño.