Sergio Solbes Ferri, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria and Daniel Castillo Hidalgo, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria
“Seguir adelante: no hay más futuro para el pueblo de Europa que el de la Unión”.
El proyecto europeo nació de entre los rescoldos de la Segunda Guerra Mundial. En un contexto histórico muy particular, caracterizado por una creciente pugna y disidencia ideológica entre la Unión Soviética y los Estados Unidos, las naciones democráticas europeas se unieron en un proceso que habría que calificar de exitoso en términos generales.
La Europa comunitaria ha logrado consolidarse desde entonces como un espacio de libertad, democracia y salvaguarda de los derechos humanos fundamentales. Y la posterior Unión ha sabido convivir con sus propias contradicciones, consustanciales en un proyecto conformado por varias decenas de Estados con diferentes trayectorias históricas, así como con estructuras sociales y culturales diversas.
La cuna del Estado del bienestar
Existe una idea recurrente que permite definir a todos los países que se han sumado al proyecto de la Unión en sus diversas etapas: la de los incrementos en los indicadores de desarrollo humano, aumentos fundamentados en la fortaleza del Estado del bienestar.
Las lecciones del pasado, aprendidas en el periodo de entreguerras y durante la Guerra Fría, sirvieron para reforzar el papel de unas instituciones que pudieron desarrollar una agenda reformista. Esto fue así gracias a la consolidación de unos modelos fiscales avanzados, capaces de impulsar los amplios consensos sociales y económicos que caracterizaron a la sociedad de posguerra.
La consolidación del Estado del bienestar ha sido, efectivamente, una de las señas de identidad del proyecto europeo, a la que se agrega la cesión de competencias en diferentes ámbitos de la política macroeconómica. La Europa del comercio y de la integración completa de los mercados tenía la misión de funcionar como un mecanismo de prevención de conflictos entre los Estados miembros.
El nacionalismo económico y político que había asolado Europa y dado alas al fascismo debía reemplazarse por una agenda de cooperación que articulase una Europa de los pueblos, unidos por valores e intereses comunes.
La propia arquitectura institucional comunitaria, con su sistema de contrapesos y modalidades de votación –incluyendo el veto en el Consejo-, fue diseñada con este propósito de equilibrar los intereses nacionales y los grandes proyectos de ámbito europeo.
La búsqueda de amplios consensos ha resultado siempre difícil en este sentido. Muchas de las negociaciones al más alto nivel se han resuelto en sesiones maratonianas y a puerta cerrada pero, con el paso del tiempo, muchos de los objetivos fundamentales se han alcanzando.
Instituciones y desarrollo humano
Los países miembros de la Unión Europea se caracterizan por haber alcanzado unos elevados niveles de desarrollo humano. Siguiendo las calificaciones de Naciones Unidas en 2019, de los países de la UE, solo Bulgaria y Rumanía (posición 53 y 54) se situaban fuera del ranquin de los primeros 50 países del mundo en la escala de Indicadores de Desarrollo Humano (IDH), mientras que cuatro se situaban en los diez primeros puestos.
Bulgaria pasó del 0.7 (2000) al 0.81 (2019) en dicha referencia y Rumanía muestra una tendencia positiva muy similar. Lo relevante en esta cuestión es observar la tendencia positiva en el medio plazo que han experimentado estas naciones.
Los IDH ofrecen la visión más amplia posible del nivel de desarrollo social, económico, democrático y cultural de un Estado o región. Es un indicador que analiza múltiples variables entre las que se sitúan las condiciones materiales objetivas, la atención sanitaria, el acceso a la educación, el funcionamiento y la transparencia institucional o la protección de los derechos fundamentales.
Entendemos, en definitiva, que esta mejora en las condiciones objetivas de vida en Europa se sustenta principalmente sobre el mencionado fortalecimiento del Estado del bienestar y en los acuerdos comerciales multilaterales firmados dentro del ámbito comunitario. La Unión Europea ha podido así consolidarse como un mercado integrado de más de cuatrocientos cuarenta millones de habitantes dotado, en muchos casos, de una moneda común.
Globalización y democracia
Junto con las luces, el panorama europeo también ofrece, no obstante, algunas sombras. La uniformidad fiscal entre sus Estados miembros es una cuenta pendiente. En esta falta de armonía tributaria se observa una de sus mayores debilidades.
Las dificultades para conseguir la cesión de soberanía nacional con vistas a la articulación de políticas comunitarias en agricultura, política industrial o pesca se sitúa asimismo en el foco mediático. Tanto por su efecto directo sobre el desarrollo de la Unión, como por su capacidad para movilizar corrientes políticas populistas.
El proteccionismo y la crítica frente a la globalización ganan enteros en los últimos tiempos entre una parte relevante de la opinión pública europea. Los problemas derivados del incremento de flujos migratorios, la desigualdad creciente, los problemas en la gobernanza internacional y la desafección con respecto a las instituciones democráticas podrían ser capaces de erosionarlas de forma severa.
Coronacrisis y guerra
En este contexto, la gestión de la crisis sanitaria provocada por el coronavirus reactivó el proyecto europeo y mostró su capacidad de movilización de recursos en todos los ámbitos. La solidaridad europea quedó patente en la disponibilidad de fondos públicos y en los proyectos de reactivación económica.
Además, la reactivación se ha planteado como una oportunidad para impulsar procesos de transformación económica y ecológica. El crecimiento sostenible e inclusivo, así como la reducción de emisiones contaminantes, son la base de los proyectos de inversión masiva conocidos como fondos EU Next Generation.
La invasión rusa de Ucrania, por el contrario, ha situado de nuevo a la Unión frente al espejo de sus propias debilidades existenciales, más allá de una evidente sumisión a los intereses militares de la OTAN o la incapacidad para manejar su propia política exterior.
La guerra ha abierto un nuevo frente al revelar una excesiva dependencia energética europea frente a regímenes autoritarios o las autocracias. Países y regímenes donde se vulneran de forma flagrante los derechos humanos fundamentales, que conforman la esencia filosófica del proyecto europeo.
La Europa de la democracia y la libertad ha podido fortalecerse durante décadas al calor de las energías fósiles y de los acuerdos comerciales con socios que no podrían, probablemente, formar parte de las instituciones comunitarias.
Los autócratas benevolentes, empleando la idea expuesta por William Easterly, han formado parte de conferencias, recepciones y comitivas oficiales. Han estado presentes en situaciones de preeminencia en foros internacionales por pura conveniencia económica de los países occidentales.
Parece ser que en febrero de 2022 Vladimir Putin decidió que había llegado el momento de activar todo el capital político, económico y militar acumulado hasta entonces.
El coste de la democracia
Europa está en guerra, una guerra económica y comercial al menos. Y se encuentra en una encrucijada de difícil salida. Las sanciones económicas dispuestas para castigar la economía rusa y disuadir al Kremlin para avanzar en el alto el fuego no parecen surtir el efecto deseado.
La cotización internacional del gas y el petróleo se ha elevado y la dependencia europea del suministro ruso se ha mostrado más arraigada de lo previsto. Por tanto, la principal fuente de financiación de una de las partes en conflicto no ha sido dañada de forma contundente.
Sin una alternativa factible a corto plazo, la economía europea sigue necesariamente anclada a las importaciones de gas ruso, sin que exista tampoco unanimidad con respecto a la necesidad de establecer una política común en ese sentido.
Por el contrario, el fortalecimiento de las alianzas estratégicas entre China y la Federación Rusa en materia energética debilitan aún más la posición negociadora europea.
Un fantasma recorre Europa
Mientras todo eso sucede, la inflación, silenciosamente, comienza a erosionar la economía real de las familias y empresas europeas.
La experiencia histórica ofrece muestras sobradas sobre la relevancia a corto plazo de los procesos inflacionistas. La inflación sostenida en el tiempo debilita el consumo, desincentiva la inversión y el ahorro, agita la desconfianza en la economía, moviliza a las rentas bajas y acaba por derribar gobiernos.
La reacción ante los problemas generados por la globalización y la dependencia externa pueden traducirse, asimismo, en un aumento de las políticas proteccionistas. Proteccionismo y nacionalismo económico como supuesto bálsamo de Fierabrás a los que se añaden elementos culturales de carácter excluyente.
En definitiva, la gran cuestión sobre la mesa, y a la que la ciudadanía europea debe responder, es si está dispuesta a pagar el precio por defender sus principios de libertad y democracia en sus acepciones más amplias. Por mantenerse fiel a los principios e ideas expuestos en estas pocas líneas.
No parece demasiado inteligente esconder los problemas que de ello se derivarían pero tampoco debemos perder de vista que el proyecto europeo ha sabido salir adelante de otros momentos de zozobra similares, o incluso más complicados.
Sergio Solbes Ferri, Profesor de Historia e Instituciones Económicas, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria and Daniel Castillo Hidalgo, Profesor de Historia e Instituciones Económicas, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.