Ética y moral

Especial para Cambio Político

Ricardo Veisaga

Aristóteles, autor de la Ética a Nicómaco

Parece que los términos Ética y Moral serían sinónimos, eso es lo que uno puede concluir al escuchar algún discurso cualquiera sea su naturaleza, pero en especial los discursos políticos. No sólo escuchar, también al leer en los periódicos, revistas, libros, entrevistas, son ejemplos de tal confusión. Desde el materialismo filosófico decimos, que algunos pretenden, sin embargo, que estamos ante dos nombres distintos (acaso con connotaciones expresivas o apelativas muy diferentes) para designar la misma idea –algo así como cuando hablamos de oftalmólogo y de oculista. Otros redefinen gratuitamente el término “ética” para designar con él al tratado de la moralidad. De este modo, entre “ética” y “moral” habría la diferencia que existe entre la “geografía” y el “territorio”, o bien entre “gramática” y “lenguaje”, o entre “biología” y “vida”. Ética sería el estudio de la Moral. Tampoco voy a considerar a los términos ética y moral como si fueran ideas univocas, por eso voy a referirme a la ética por un lado y a la moral por otra.

Decía Bueno en su tiempo sobre esto: “Nos enfrentamos así a la tendencia, cada vez más acusada en España, sobre todo a partir de Aranguren, de identificar la ética y la moral como términos que van referidos a una misma esfera de normas, a un mismo “objeto”, pero desdoblándola (mediante la distinción tan frecuente como oscura entre objeto de conocimiento y objeto conocido), de forma tal que la moral designe el objeto conocido, mientras que la ética se ocuparía de la moral, en cuanto objeto de conocimiento.

Pero estas identificaciones sui generis de los términos ética y moral tiene consecuencias indeseables, y probablemente no previstas por quienes las usan. La primera consecuencia es que quedaría borrada la distinción real entre normas éticas y las normas morales. La segunda consecuencia es que la conciencia moral se atribuirá a los tratados de ética, a los escolásticos de la ética. Estos dos términos tienen orígenes diferentes, Ética es un término griego que designa el carácter de una persona (ethos): “El demonio de cada cual es su ethos”, decía Heráclito, es decir su carácter.

Moral es un término latino que significa las costumbres de un grupo humano, de una sociedad, de una nación (mores = costumbre). El error de interpretación se debe a los traductores, entre ellos a Cicerón, que identificaron a estos términos como si fuesen sinónimos. Pero el problema que va acarreando va a más allá de una “cuestión de palabras”. La moral alude a las normas o costumbres de un grupo social, en cuanto conjunto o clase atributiva (familia, banda, aldea, nación), mientras que la ética alude a las normas que afectan al individuo, sin prejuicio de que éste individuo sea su vez elemento de una clase o conjunto distributivo (el término etología recoge esta acepción; los etogramas describen pautas de comportamiento de individuos animales de una especie o clase determinada).

Pero la cuestión que se plantea y muchos se preguntaran sería ésta: ¿La Ética de Aristóteles es una moral, es decir, el estudio de las normas morales de un pueblo o pueblos dados, o es un estudio de las normas que afectan a los individuos? La respuesta no es simple, en la Ética se ocupa Aristóteles de las normas que afectan a los individuos, pero en cuanto son miembros de un grupo, de una ciudad. Digamos de otra manera, en su Ética, Aristóteles no hace etnografía, es decir, moral (como estudio de costumbres), y que el error de Cicerón al traducir ética por moral, significa que él vio las normas éticas desde el grupo social que las estaba imponiendo. La distinción entre ética y moral, cuando dejamos de lado el criterio que opone el “tratado de” al “objeto tratado por”, tiene que ver aquí, por tanto, con la distinción entre el individuo y el grupo.

La mayor parte de los kantianos que ven la distinción desde una perspectiva espiritualista, la entienden de modo que las normas éticas se definan como las normas que emanan de la “conciencia individual autónoma”, mientras que las normas morales se definen como “normas impuestas por el grupo”, por tanto como “normas heterónomas” respectos de las conciencias individuales. Por tanto la distinción entre ética y moral tendría que ver con la distinción entre la conducta de quien obra según su “conciencia íntima autónoma” y la de quien obra movido por “normas heterónomas”. Y no necesariamente por presión o coacción externa, que es lo que ocurriría cuando alguien actúa obedeciendo los imperativos, presiones o concesiones del grupo (normas morales) o del Estado (normas políticas).

El carácter elitista de quien invoca la naturaleza ética de su conducta se manifestaría precisamente en su pretensión de obrar según su propia “conciencia autónoma”, y no según presiones exteriores. Lo que aproxima este elitismo al espiritualismo de la “conciencia soberana personal”. La distinción entre la conducta autónoma y la heterónoma es antes una distinción psicológica-metafísica que una distinción efectiva, si damos por supuesto que las llamadas normas autónomas, las del imperativo categórico, son normas heterónomas “internalizadas”, y damos también por supuesto que la “conciencia” no es una luz emanada de un interior metafísico, sino un conjunto de dispositivos neurológicos que proceden de la experiencia práctica interpersonal (familiar, grupal, etc.), con aplicación reflexiva debida generalmente al cálculo relativo a los intereses de mi propia subjetividad orgánica.

El filósofo Epicuro

Los sujetos humanos que obran por normas forman partes siempre de un conjunto: existir es coexistir, pacifica o polémicamente. Pero este conjunto de personas al que siempre pertenece el sujeto podrá considerarse desde una perspectiva distributiva (la del conjunto o clase de personas, en tanto se resuelve en individuos o sujetos individuales en acción) o desde una perspectiva atributiva (la del conjunto de individuos en tanto se concatenan mutuamente en un colectivo atributivo). De donde resulta que las normas prácticas que dirigen la costumbre de los sujetos humanos corpóreos pueden agruparse, cuando se consideran por su objeto (no por su origen) en dos grandes tipos.

1-Conjunto de normas cuyo objetivo es la preservación recurrente de la vida de los propios sujetos individuales (en la medida en que éstos puedan subsistir fuera del grupo, no por la posibilidad de vivir aislados, llevando “vida de cíclopes”, sino porque, por ejemplo, emigran a otros grupos).

2-Conjunto de las normas cuyo objetivo es la preservación recurrente de la vida del grupo de sujetos (en la medida en que estos grupos subsisten con relativa independencia de los individuos que la componen).

El primer tipo de normas define bien lo que llamamos normas éticas. La norma ética fundamental se orienta a crear la fortaleza de cada sujeto; cuando la fortaleza es la del propio sujeto la norma ética se llama firmeza, y cuando se aplica a los demás, la norma ética se llama generosidad.

El segundo tipo define bien lo que llamamos normas morales, las normas éticas y las morales no se diferencia en consecuencia, tanto por su diversidad de su origen o por la fuerza del obligar, cuanto por el objeto al que se aplican. La fortaleza de cada sujeto corpóreo (las normas éticas) y la preservación del grupo (las normas morales y políticas). Entre ambas normas pueden actuar de modo convergente, y reforzarse mutuamente, pero también pueden entrar en contradicción. Por ejemplo, la norma ética que me orienta a proporcionar fortaleza a un amigo, puede estar enfrentada con la norma moral que me obliga a destituirle de su cargo (si es un funcionario, político, etc.), por la presión del grupo al que ambos pertenecemos.

Las normas éticas y las normas morales no son conmensurables. Esto no quiere decir que tengamos que contar con una contradicción mutua permanente. Pero que se manifiesta unas veces como complementariedad, otras veces toma la forma del conflicto. De un conflicto entre personas o instituciones. Por ejemplo, la obligación del servicio de armas (en el caso que lo hubiera) deriva de una norma moral (ya sea de la «moral» propia de un grupo terrorista, ya sea de la moral propia de una sociedad política); una norma no caprichosa, sino ligada internamente a la misma posibilidad de pervivencia de ese grupo o de esa sociedad política. Pero también damos por cierto que esta obligación moral (o política) –puesto que las armas sólo tienen sentido como instrumentos de destrucción de la vida–, entra en conflicto frontal con la norma ética fundamental expresada en nuestra tradición, por medio del quinto mandamiento: «no matarás.»

La resistencia al servicio de armas (la llamada «objeción de conciencia» al servicio militar) tiene, desde este punto de vista, un innegable fundamento ético que está envuelto en ideologías teológicas o metafísicas. Hay que tener en cuenta también que para que la resistencia al servicio de armas tenga un significado ético no puede limitarse a la objeción personal (individual) de conciencia (que pretende evitar para uno mismo el servicio militar, apelando a la propia objeción de conciencia como pudiera apelar a tener los pies planos) sino que tiene que extenderse a todo tipo de servicio militar, y no podrá darse por satisfecha hasta que el Estado hubiese derogado la norma del servicio militar obligatorio, a cambio de constituir un «ejército profesional».

La «resistencia ética al servicio de armas» tendrá que enfrentarse también contra cualquier proyecto de ejército profesional, porque los soldados que se inscriban en sus filas, no por hacerlo «por voluntad propia» dejarán de atentar contra el principio ético fundamental. Pero esto no quiere decir que la conducta de todo aquel que obedece a las normas del servicio militar obligatorio (o la de quien sienta plaza, como voluntario, en un ejército profesional), sea un in-moral. No cabe concluir, por tanto, que el que resiste al servicio militar de armas es «bueno» y el que se llega a él es «malo»; o que quien no formula la objeción de conciencia, carece de «conciencia moral».

Se trata de un caso de conflicto frontal entre ética y moral: las justificaciones morales (o políticas) podrán ser impugnadas «desde la ética», tanto como las justificaciones éticas podrán ser impugnadas (como utópicas o místicas) desde la moral. Cada cual tendrá que decidir, en cada caso, según su sindéresis, el partido por el que opta, y el grado de tolerancia que puede soportar respecto del partido contrario. La dialéctica interna a las virtudes éticas habrá que ponerla en la contradicción entre la universalidad del individuo corpóreo y la particularidad de las existencias.

En este sentido, las virtudes éticas (aunque formalmente traspasan las fronteras de sexo, raza, religión), de hecho sólo se ejercen normalmente en círculos muy reducidos de individuos, en grupos cuasifamiliares, degenerando su alcance transcendental. Dice el Antiguo Testamento: «a un extraño puedes prestarle con usura, pero no a tu hermano.» Es decir: es más frecuente la conducta ética con el prójimo que la conducta ética con el extraño. Podría decirse que la ética comienza por los grupos familiares, pero que sólo llega a ser transcendental a todos los hombres en la medida en que los individuos de los grupos originarios puedan comenzar a ser tratados (a consecuencia de experiencias sociales e individuales muy precisas) como individuos universales.

En cuanto a la fuerza de obligar: las normas éticas reciben inicialmente su fuerza de obligar del grupo social (la conciencia ética no se desarrolla espontáneamente en un recién nacido entregado a su suerte, al modo del salvaje de Aveyron), las normas éticas que van conformando la conciencia ética individual es el resultado de la presión social que el grupo ejerce sobre cada sujeto, dotándolo de “responsabilidad” o deberes, de obligaciones de realizar u omitir acciones “de las que tendrá que responder”, es decir, un sujeto orientado a “gobernarse en su propio beneficio” y en beneficio de los demás. En cuanto a su contenido, las normas éticas terminan siendo recogidas, cuando los grupos van reuniéndose con nuevos grupos formando sociedades más complejas, en códigos morales y jurídicos o parajurídicos (como puede serlo la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, que es una colección de treinta normas éticas expresadas como deberes que asumen la forma de derechos).

Ayudar a quien está en peligro de ahogarse es una norma ética de generosidad, pero en muchos ordenamientos jurídicos llegará a ser también una norma legal coactiva (“heterónoma”, por tanto), la de asistencia debida. Las normas éticas cuando asumen el estado de normas jurídicas se convierten en derechos (“derecho a obrar según mi conciencia”, “derecho del prójimo a ser asistido por quien ya tenía el deber ético de asistirlo”). Las normas jurídicas cuentan con la coacción física (multa, cárcel, como fuerza de obligar), pero no por ello dejan de ser éticas. Es más fácil pasar de las normas morales grupales (por ejemplo, religiosas, o jurídicas o políticas) a las normas éticas, es decir reconstruir las normas éticas a partir de normas religiosas, morales o políticas.

Un ejemplo de ello es las obligaciones tributarias, en especial este país (Estados Unidos), hay que cumplir con el Tío Sam. Pero estas obligaciones son normas coactivas (“penales”), pero los ciudadanos la cumplen como si fueran deberes éticos que brotan de la conciencia de los ciudadanos.

La fortaleza es la principal virtud ética y utilizando la terminología usada por Baruc Espinoza (Parte III, proposiciones 58 y 59; parte IV, proposición 30), diríamos que esta virtud ética suprema de la fortaleza (o fuerza) del alma, se manifiesta como firmeza cuando la acción (o el deseo) de cada individuo se esfuerza por conservar su ser (la firmeza impide considerar como ética cualquier acción destinada a hacer de mi cuerpo lo que yo quiera, y limitando la posibilidad ética del suicidio), y se manifiesta como generosidad en el momento en el cual cada individuo se esfuerza en ayudar a los demás. La fortaleza no es pues, simplemente egoísmo o altruismo, porque la firmeza sólo es firmeza en tanto que es fortaleza, como sólo en cuanto fortaleza es virtud la generosidad.

Una generosidad desligada de la fortaleza deja de ser ética y, aun cuando pueda seguir siendo transcendental en el sentido moral, sin embargo puede llegar a ser mala (perversa, maligna) desde el punto de vista ético. La generosidad ha de entenderse como una virtud sólo cuando es eficaz. No ha de entenderse sólo como un impulso psicológico, como una “buena voluntad”, sino que busca el perfeccionamiento de un objetivo personal.

Las normas éticas tiene un campo virtual de radio mucho más amplio que las normas morales, ya que sobrepasan las barreras de clanes, tribus, bandas, naciones, Estados, partidos políticos y clases sociales, su horizonte es la “Humanidad”, ya que el individuo humano corpóreo es la figura más universal del campo antropológico. Las normas morales son más limitadas y las esferas donde ellas actúan son múltiples y muchas veces contrapuestas. El servicio de las armas deriva de la norma moral (ya sea de la “moral” propia de un grupo terrorista, ya sea de la moral propia de una sociedad política), una norma no caprichosa, sino ligada internamente a la misma posibilidad de pervivencia de ese grupo o de esa sociedad política. Pero también damos por cierto que esta obligación moral (o política) –puesto que las armas sólo tiene sentido como instrumento de destrucción de la vida-, entra en conflicto frontal con la norma ética fundamental expresada en nuestra tradición, por medio del quinto mandamiento: “no matarás”.

El mal ético por excelencia es el asesinato (aunque, a veces, la muerte provocada o no impedida de otro pueda considerarse como una virtud ética, en ciertos casos de eutanasia), pero también son males éticos de primer orden la tortura, la traición, la doblez, o simplemente la falta de amistad (o de generosidad). La mentira puede tener un significado ético cuando mediante ella logramos salvar una vida o aliviar una enfermedad. La desatención hacia el propio cuerpo, el descuido relativo a nuestra salud, es también un delito ético, por lo que tiene de falta de firmeza. La medicina es una actividad que marcha paralelamente al curso de las virtudes éticas, podría decirse que la ética es a la medicina lo que la moral es a la política. Pero también la mentira puede ser un mal ético y moral a la vez. La guerra conculca las normas éticas, pero ¿se sigue de esta incompatibilidad entre la Ética y la Guerra la condenación absoluta de la Guerra, el ¡No a la Guerra!?

Los principios de la ética no pueden ser aplicados a la moral: no tiene sentido hablar de la firmeza, en sentido moral, de un grupo, de una nación o de un pueblo (a lo sumo, hablaremos de la firmeza de los ciudadanos o de los gobernantes). El equivalente de esta firmeza ética habrá que ponerlo, en el terreno moral, en el grado de cohesión de ese grupo o pueblo (en función de su poder económico, tecnológico, político) en el momento de resolverse a mantenerse como tal. Menos sentido tiene aún el hablar de la generosidad de ese grupo, pueblo o nación, respecto de los demás, dado que los destinatarios de esa «generosidad» son, en principio, competidores o enemigos nuestros, por lo que la generosidad con ellos podría menoscabar nuestra firmeza.

La generosidad ética carece de todo análogo en la vida moral, porque los actos que suelen interpretarse ideológica o retóricamente como tales (ayudas a países vecinos, etc.) no son actos de generosidad sino de cálculo político orientados al fortalecimiento de la propia cohesión, ya sea en términos absolutos, ya sea en combinación con terceros. Son, en general, actos de «solidaridad» contra terceros, pongamos por caso, la solidaridad mutua de los Estados europeos frente a la competencia (otros dirán: frente a la amenaza) de Rusia o de China, u otro país. Los sistemas morales que adscribimos a los diversos grupos sociales podrán ser semejantes, pero también pueden ser muy diferentes. Sin embargo, no por ser semejantes puede considerarse garantizada la paz entre ellos.

El sistema de las normas éticas puede ser considerado como un sistema de normas universales, en contra de la tesis del «relativismo ético». Los relativistas éticos suelen aducir en apoyo de sus tesis (algunos pueblos primitivos, «nativos» australianos, hindúes, etc., tienen como norma ética matar a los niños deformes, a los enfermos inválidos o a los ancianos, mientras que otros pueblos consideran a los actos cumplidos según estas normas como crímenes horrendos) piden el principio, suponiendo que los individuos que constituyen esos pueblos primitivos son «ya» personas. Ser hombre o individuo no significa necesariamente ser persona. Muchos hombres jamás llegan a ser personas. Podría pensarse, sin embargo, que acaso en tales pueblos las normas éticas están simplemente «neutralizadas» por sus normas morales, destinadas a salvaguardar la cohesión del grupo; cabría decir, por tanto, que en los pueblos primitivos la moral prevalece sobre la ética.

De este modo, el relativismo ético podría tener el mismo alcance fenoménico que el que tiene, en general, el relativismo médico, que muchos propugnan. Suele decirse que «la medicina es relativa», porque la necesidad de vitamina D, por ejemplo, que el organismo humano necesita para el buen funcionamiento de su sistema óseo no es la misma, no es universal, sino que es relativa a los lugares geográficos en los cuales ese organismo humano vivió o vive desde sus orígenes. Ahora bien: este «relativismo médico» es la expresión fenoménica de una función universal que toma naturalmente diversos valores según los valores asignados a las variables. Puede decirse, por tanto, que los valores son relativos a las variables (que aquí se toman, principalmente, del área geográfica); sin embargo la función es universal.

Esta función tiene que ver aquí con la concatenación, bien establecida por la llamada «antropología molecular», entre la tasa de radiaciones ultravioletas, la tasa de melanina y la síntesis en la piel de vitamina D. Así también, normas éticas aparentemente opuestas (en Esparta se permitía que los niños robasen, violando la norma de la generosidad, con tal de que el robo no fuese descubierto; en Atenas, el robo, aunque no fuera descubierto, era éticamente reprobado: historia del anillo de Giges), podrían interpretarse como determinaciones de valores opuestos según la diferencia de variables concatenadas según una misma función o norma universal (en el ejemplo, podría tomarse como norma universal el reconocimiento de la necesidad de mantener una proporción definida entre la firmeza y la generosidad, una proporción variable según el nivel económico, la coyuntura política o social, etc., del país).

Las normas éticas pueden contradecirse entre sí: una norma ética autoriza, en defensa de la propia vida, matar o herir al agresor; es irrelevante que la intención subjetiva de quien se defiende no sea la de matar o herir a otro. Lo que es relevante es que el finis operis de mi acción defensiva, no el finis operantis, puede conducir a la muerte segura de mi agresor. Cuando eso ocurre el recurso a la ética puede ser improcedente. Pero cuando las normas éticas entran en contradicción con normas morales o contra las normas políticas, el recurso a la ética puede llegar a ser síntoma de mala fe. Si un ciudadano de cualquier país dice en nombre de la ética No a la represión de la inmigración ilegal, está actuando como si a él no le afectase la necesidad de mantener la economía de su país, o en la cual vive, llámese Estados Unidos, España, México, etc. Y de la que saca la energía para pedir la liberación absoluta de la inmigración.

¿Qué debo hacer frente al caso de la inmigración? En primer lugar, de manera personal, frente a un inmigrante mi actitud debe ser ética, eso significa que debo ocuparme del hombre, del individuo corpóreo, debo atenderlo, darle de comer, ayudarlo con sus necesidades básicas, sin que me importe si tiene papeles legales o no, si practica una religión o si es ateo. Pero la resolución de la realidad migratoria no es mi jurisdicción, no lo resuelve mi actitud ética, es un problema que debe resolver la política. Si su resolución fuese ética, con mi actitud ética ayudando a una persona, luego a otra y luego a miles y entre todos a millones, lo que lograríamos es hacer colapsar las estructuras básicas de la sociedad política donde vivimos, los servicios públicos, las escuelas, los albergues, los trabajos, la economía colapsaría y con ello la eutaxia del Estado. Vivimos en sociedades políticas, el mundo político está divido en Estados y lo que manda en ellos es la política, no manda la moral ni la ética, por suerte.

El principio fundamental de la moralidad es la justicia, entendida como la aplicación escrupulosa de las normas que regulan las relaciones de los individuos o grupos de individuos en cuanto partes del todo social: de donde se deduce que la aplicación de la justicia en el sentido moral, puede conducir a situaciones injustas desde el punto de vista de otras morales. Pueden llegar a ser morales actos que aún siendo muy poco éticos están orientados a eliminar a un individuo dado de un puesto social (lesionando sus intereses y aún poniendo en peligro su subsistencia), si sólo de este modo, es decir, «poniéndole en su lugar», se hace justicia a este individuo y a la sociedad que lo alberga.

Ética-Moral-Derecho. El conflicto permanente, actual o virtual, entre ética y moral se resuelve dentro del Estado (en tanto él mantiene integrados a grupos humanos heterogéneos con normas morales propias: familias, clases sociales, profesiones, bandas, iglesias…) a través del ordenamiento jurídico. La fuerza de obligar de las normas legales deriva del poder ejecutivo del Estado que, a su vez, es la esfera de la vida política. Desde el punto de vista de los conceptos de ética, moral y derecho (al que reducimos la política de un «Estado de derecho») que utilizamos, resultará, desde luego, innegable que es imposible la vida política a espaldas de la vida ética de los ciudadanos, y este es el fundamento que puede tener la apelación, una y otra vez, a la necesidad de reforzar la «educación ética» de los ciudadanos a fin de hacer posible su convivencia política.

Ahora bien, lo que, desde la política, suele entenderse por «educación ética» es, en realidad, el «moldeamiento moral» de los ciudadanos y, en el límite, la conminación legal a comportarse «éticamente», por ejemplo, pagando los impuestos, bajo la amenaza de penas legales, con lo cual, dicho sea de paso, las normas éticas se transforman en realidad en normas morales o en normas jurídicas. Desde la política, además, se encomienda a determinados funcionarios la misión de «educar éticamente» a la juventud en el marco de esta constante confusión entre deberes éticos y obligaciones morales o conveniencias políticas (se da por supuesto, por ejemplo, que la «conciencia ética pura» es la que nos inclina a pagar un impuesto sobre la renta; o que es la «conciencia ética pura» la que nos inclina a ser tolerantes y respetuosos, incluso con quienes profieren sin cesar necedades u opiniones gratuitas o erróneas).

Pero la fuerza de obligar procede casi siempre de la norma legal coactiva, no de la norma ética, ni siquiera de la norma moral; como cuando alguien atiende a un herido para evitar incurrir en delito penal. Las normas éticas son las que se refieren a la «preservación en el ser» del propio cuerpo y de los cuerpos de los demás; por ello es evidente que sin la ética, en su sentido más estricto, tampoco podría hablarse de moral ni de política; pero esto no autoriza a tratar de presentar como normas éticas lo que en realidad son normas morales o políticas. Ahora bien, esto no autoriza a olvidar los conflictos regulares entre la ética y la moral. Puede darse el caso de que un trabajador, un funcionario o un desempleado, forzado por la necesidad, tenga que «robar» a su empresa, al Estado o al puesto de frutas del mercado, en nombre del deber ético de su propia subsistencia o de la de su familia (los moralistas cristianos reconocían esta situación bajo figuras como las de la «oculta compensación»); y, sin embargo, esta conducta ética del «ladrón» estará en contradicción frontal con las normas morales y jurídicas vigentes.

En general, habrá que tener en cuenta que la política (el Derecho) coordina no ya sólo la ética con la moral, sino también las diferentes morales de grupos, clases sociales, etc., constitutivas de una sociedad política. Por consiguiente habrá que tener en cuenta que la convivencia que la acción política busca hacer posible es siempre una convivencia de individuos y de grupos en conflicto. Es puro idealismo dar por supuesta la posibilidad de una convivencia armoniosa que hubiera de producirse automáticamente tan pronto como todos los ciudadanos «se comportasen éticamente», después de recibir una educación adecuada. Ni siquiera cabe decir, con sentido, que este ideal de convivencia armónica es la expresión de un deber ser, porque lo que es utópico, lejos de poder presentarse como un deber ser, siempre incumplido, habría que verlo como un simple producto de la falsa conciencia.

Para finalizar agradeciendo a García Sierra (Diccionario Filosófico), y hacer notar un error muy extendido, y es cuando se acusa de inmoral o se le niega el término moral, a un grupo como por ejemplo, la mafia o las pandillas. No son inmorales, tienen su propia moral, una moral que entre otras cosas les permite mantener su cohesión social o grupal, por medio de códigos de silencio, la ejecución del traidor, del delator que pone en riesgo al grupo. Que esa moral esté penada por las normas jurídicas, no significa que no tengan moral. Los sacrificios humanos han sido una constante en la historia, pero yo no puedo alegremente decir que no tienen moral, la tienen pero distinta a la nuestra, como lo es distinta entre los pueblos bárbaros y la civilización. Basta el ejemplo de lo que sucede con los países islámicos donde la religión ha ocupado el lugar de la moral y de la política. No carecen de moral, tiene una moral bárbara, a veces criminal, donde la mujer vale la mitad de un hombre, pero es su moral.

Yo también como persona tengo una ética, una moral, la moral de la única civilización realmente existente a la que pertenezco, la civilización Occidental. Pero…vivo en un Estado y soy por lo mismo un Animal Político, vivo en una Polis y como Sócrates a ella me debo.

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