Enrique Gomáriz Moraga
En medio del vandalismo que incendia Barcelona, veo elevarse un grito desesperado para recuperar la sensatez y el sentido común: un artículo de Miquel Roca Junyent, uno de los padres de la Constitución del 78, que clama en La Vanguardia “¡Aún estamos a tiempo!”.No puedo resistirme a reproducir el diagnóstico que hace este hombre de leyes sobre el sinsentido que reina en la coyuntura actual; dice Roca: “El vandalismo queda legitimado; la actuación de los Mossos, no. Y el gran debate se centra ahora en cuestionar el modelo policial, no las características ni las consecuencias de los alborotos y de los hechos violentos. Los contenedores quemados, las tiendas reventadas, los desperfectos del mobiliario urbano, la agresión a las personas y un largo etcétera de destrozos incívicos hay que apuntarlos en la lista de agravios de la actuación policial. ¡Tendremos o no tendremos presidente de la Generalitat en función del compromiso del candidato de cambiar el modelo policial! ¡Los vándalos han ganado! O pueden ganar. Aún hoy, algunos se niegan a condenar la violencia de los violentos, sin poner en un mismo paquete la acción policial”.
Sin embargo, Miquel Roca es optimista y cree que todavía estamos a tiempo. Por eso concluye: «¿Hasta cuándo esta espiral de irresponsabilidad? Mientras, la pandemia sigue, la crisis económica hace estragos, no priorizamos los problemas urgentes de una sociedad angustiada. Y el tiempo corre sin que los que lo deberían arreglar se ocupen de ello. ¡Están demasiado atareados en denunciar el modelo policial! ¡Porque para ellos este es el problema! Pues se equivocan, a no ser que su objetivo sea el mismo que persiguen los violentos. ¿Es en este escenario y con estas intenciones que ha de constituirse el nuevo gobierno de Catalunya? Aún estamos a tiempo. Todo es demasiado transparente como para no verlo. ¡Aún estamos a tiempo!”.
Lamento diferir de esa conclusión. Sobre todo, respecto de que todavía es posible detener esa dinámica irresponsable, porque “todo es demasiado transparente como para no verlo”. No es un problema de opacidad o claridad lo que está en juego. He visto la imagen de un dueño de comercio que había sido destrozado y se llevaba las manos a la cabeza, pero que ¡no fue a votar en las pasadas elecciones catalanas! ¿Cuántos de los millones de abstencionistas son responsables por omisión de lo que ahora les aterroriza? Insistiré hasta la saciedad: no sólo es un problema de la irresponsabilidad de los actores políticos, sino directamente de la pobre cultura política de una gran parte de la ciudadanía catalana.
Es en medio de esta falta de cultura política que vuelve a aparecer el espectro que nos condujo a la catástrofe en la primera mitad del siglo XX: la preeminencia de la dialéctica de los extremos. La victoria de los vándalos que tanto teme Roca fue lo que devoró la segunda República. Y parece que esa dinámica está regresando. En realidad, el propio Miquel Roca no profundiza en el análisis, se queda en lo espectacular de la devastación, del crimen que significa incendiar un furgón policial con un agente dentro. Pero es necesario llevar la mirada más allá de esa superficie. El problema está en las entrañas de la política española.
Los violentos sólo son la cara más visible de la radicalidad política. Y los radicales no son únicamente los vándalos que incendian el mobiliario público, sino también los que alientan, justifican y no condenan con rotundidad los hechos vandálicos. Esa radicalidad incluye las tentaciones independentistas unilaterales, los partidos abiertamente antisistema como la CUP y la fuerza política que blanquea sistemáticamente las acciones radicales, Podemos. Ese conjunto, que va desde el socio de gobierno hasta los ácratas violentos, pasando por la CUP y otros grupos extremos, es lo que constituye conceptual y empíricamente la radicalidad española.
En realidad, no entendimos a profundidad lo que anticipara en su día Pedro Sánchez: que no podría conciliar el sueño con un partido radical como Podemos dentro del Gobierno. Podemos es hoy la brecha institucional por la que se cuela la justificación de los radicales en el poder ejecutivo. Lástima que la ambición de Sánchez le condujera a necesitar de su apoyo para mantenerse en la Moncloa. Pero el efecto que causa esa incursión de la radicalidad en el entramado institucional ha provocado rápidamente una reverberación nacional.
La actual fortaleza de la extrema izquierda en las instituciones de gobierno y en la arena política nacional ha proporcionado gran parte del combustible que necesitaba Vox para iniciar por el otro lado un ascenso meteórico. Ya no hay duda de que un extremo realimenta el otro. Y no importa tanto saber si fue primero el huevo o la gallina. El hecho es que hoy la política española está sobre determinada por esa dialéctica de los extremos.
¿Adónde nos llevará esta dialéctica?
Difícil saberlo, pero no hay nada peor que desconocer la evidencia del problema de fondo. Algunos aseguran que esta dinámica perversa no se detendrá hasta que Podemos salga del Gobierno, y, ciertamente, parece sensato pensar que una tal salida desinflaría bastante la fuerza de Vox. Mientras tanto, esperemos que las escenas dantescas que provoca el vandalismo permitan evidenciar que el abstencionismo político es una irresponsabilidad mayúscula y que el drama real es que España está dejándose devorar por la vieja dialéctica de los extremos, que tanto sufrimiento le ha causado en el pasado. Algunos se preguntan cual es la razón del crecimiento impactante de Vox, pero no buscan una explicación desde una visión de conjunto. Por poner un ejemplo ilustrativo: no hay mejor combustible para Vox que un partido como Podemos votando a favor del fugado Puigdemont en el Parlamento Europeo, el cual, por cierto, no tuvo duda alguna para retirar la inmunidad parlamentaria a este sinvergüenza. Una prueba palpable de como la radicalidad de un extremo potencia la del otro.