Enrique Gomáriz Moraga
Resulta indudable que constituye una irregularidad el hecho de que un poder público, el judicial, intervenga directamente en el funcionamiento de otro poder del Estado, el legislativo, que, por lo demás, se considera el primer poder del sistema político. Paralizar la tramitación en el parlamento de una ley desde el Tribunal Constitucional, aceptando una demanda de amparo (que solicita una medida cautelarisima), establece un precedente indeseable. No importa que esta posibilidad este prevista en la Ley del Tribunal Constitucional. Puede ser legal, pero sigue siendo una medida de excepción que resulta indeseable.Desde luego, el origen del conflicto refiere a que la mayoría parlamentaria actual estaba utilizando una vía inconstitucional para reformar una ley: la utilización de una ley distinta (la reforma del Código penal) para cambiar la normativa interna del Tribunal Constitucional y, en general, del Poder Judicial. Algo que además vulneraba el espíritu constitucional que busca regular siempre por consenso todo lo que atañe a las normas que rigen el poder judicial, estableciendo para ello mayorías cualificadas (3/5 en este caso), que obligan al pacto de los principales partidos al respecto. En pocas palabras, las críticas de los partidos de la oposición al intento del gobierno de Sánchez de eliminar el mandato constitucional de regular el poder judicial por consenso, tienen bases sólidas. Y así lo ha dejado saber la Unión Europea en varias ocasiones.
La cuestión entonces consiste en valorar si, ante esas observaciones fundadas, era prudente elevar la respuesta hasta niveles extremos, solicitando una medida de excepción, que impulsa un choque de trenes entre poderes del Estado. La opción alternativa, menos arriesgada, consistía en esperar la tramitación de la ley y su emisión, para luego solicitar su revisión por el Tribunal Constitucional.
Pero eso sería pedir peras al olmo. Ni el Gobierno ni la oposición están por plantear opciones desde una prudente lógica de Estado. El Gobierno porque depende para su mantenimiento de una alianza con fuerzas políticas que cuestionan la Constitución. Ya lo anticipó Sánchez con sus referencias al insomnio político: esas alianzas tendrían riesgos inasumibles para el sistema político (que hoy se están manifestando). Pero el principal partido de la oposición también tiene un motivo non sancto: considera que la defenestración de Rajoy fue un acto de filibusterismo político y no acepta la naturaleza de la actual mayoría parlamentaria y su capacidad para modificar la normativa judicial de forma unilateral.
Este cuadro responde a un problema mas de fondo, de carácter sociopolítico. Dicho en breve: sería un milagro que una arena política tan polarizada como la española no acabara teniendo repercusiones en la vida institucional del país. Aunque el orden constitucional, una vez establecido, tiene su propia autonomía respecto a la vida y la cultura política de un país, no puede concebirse al margen de éstas por completo. Toda Constitución tiene como base, tanto explicita como tácitamente, un acuerdo sociopolítico de nación. Si ese consenso, que en España permitió una transición a la democracia, se rompe por completo y se sustituye por una polarización rampante, el orden constitucional acaba deteriorándose. En la actualidad, la sociedad española sufre una división sociocultural profunda que divide el país prácticamente por la mitad, algo que desde luego afecta a otros países del globo, especialmente en Europa y las Américas. Pero sobre esa división sociopolítica, en España se reproduce una polarización que es producto del regreso a la vieja cultura política de banderías, tan frecuente en la historia del país. El choque de trenes entre poderes públicos al que hoy asistimos es, en el fondo, el resultado de esa profunda división sociopolítica y la polarización adicional autóctona.
Horas después de la resolución del Tribunal Constitucional, el presidente de Gobierno, Pedro Sánchez, ha emitido una declaración institucional donde acata dicha resolución, pero anuncia su decisión de buscar los mecanismos institucionales que permitan nombrar los máximos órganos judiciales por simples mayorías, pese a lo dictado en la Constitución. Ese planteamiento sigue persiguiendo salidas unilaterales, que presentan el riesgo de continuar con la escalada de la crisis. Incluso si consiguiera encontrar esos resquicios, no serían más que un parche en la arquitectura institucional. La verdadera solución consiste en recomponer el consenso sociopolítico que permitió el establecimiento de la Constitución vigente. Pero para ello, Gobierno y oposición deben preocuparse más de impulsar pactos de Estado que de derrotar políticamente al contrario, algo que contribuiría poderosamente a recuperar la cultura política de entendimiento que representó la transición. Esos pactos nacionales suceden en otras democracias europeas (en Alemania con frecuencia) pero, lamentablemente, parecen bastante improbables en la España actual.