Conversaciones con mis nietos
Arsenio Rodríguez
Era un mundo raro. Lleno de sueños y desengaños. Las cosas corrían de lado a lado, en un quehacer desenfrenado y lento, como en mar abierto y aposento encerrado. “En uno mismo está la clave” –nos decíamos todos, haciendo caso omiso a nuestro decir y prestando atención al que dirán los demás. En eso caminaba cada uno. Entre definiciones ajenas, y enjambres de penas y alegrías, como las obras que uno leía, de lo que los otros dijeron, al pasar por el libro de la vida.Era un mundo raro, de sonrisas entre brisas y momentos profundos, donde el mundo se hacia vasto y diverso, aun en medio de aquella soledad de muchedumbre. Las manos no bastaban para afianzarse a lo real, porque todo resbalaba elusivo en aquel pasar de siempre. Tantos nombres, conceptos, propósitos, soluciones, amores imposibles e imaginaciones. Se manifestaban en multitudes tangibles e ilusorias, que llenaba el vacío de la nada, como si fuesen algo. Los cuentos eran los mismos, aunque a su vez eran, únicos, diversos, diferentes, pero tenían siempre el mismo desenlace al final; el del agua regresando al mar.
Era un mundo raro de costumbres y sociedad, cultura y pensamiento, instinto y sentimiento. En cualquier momento, uno dejaba atrás el anterior y pensaba en el próximo. Era una vida en santiamén, pero que duraba una eternidad. Y así iba uno por el camino, despacio, hilvanando el tejido, con cada paso tomado, sin saber, porqué uno era como era, o si uno era lo que uno creía ser.
Era un mundo raro pleno de intimidad, donde el aliento alimentaba la sensación de identidad propia, y el cuerpo formado por innumerables colmenas y membranas, respiraba y construía el teatro, la catedral, donde los múltiples personajes de cada uno se representaban en la ópera del silencio, cantando la canción, en coro o en solo, ante una audiencia que nunca existió fuera de uno mismo.
Era un mundo raro donde cada uno caminaba asombrado, ante la inercia de los procesos inevitables que los llevaban hacia las cuencas y hacia el mar. A veces en burbujeantes esquinas de meandros turbulentos, parecía que cada uno decidía los cambios en sus rumbos de agua en escorrentía, pero todos desembocaban inevitable y finalmente en el mar.
Era un mundo raro donde el océano se vertía en riachuelo, en lluvia, en pozo, en célula, en lágrima, en aguas negras y se derramaba desde las nubes por todas partes, sin dejar de ser mar, ni por un sólo momento. Para ronronearse en su asombro de sí mismo, y hacerse espuma de posibilidad aparente, en esas volteretas, que de repente pretendían ser libertad de curso, pero que no eran sino piruetas para celebrarse en su fluir, de pasar de ser mar, a ser mar, sin dejar nunca de serlo.
Era un mundo raro que no era.