Carlos Revilla Maroto
Desde el 7 de octubre de 2023, el relato israelí ha sido hegemónico, construido con una mezcla peligrosa de hechos reales, exageraciones y mentiras. Uno de los ejemplos más escandalosos fue la historia de que Hamás había decapitado a 40 bebés. La afirmación fue reproducida por medios internacionales antes de ser desmentida o puesta en duda por las mismas fuentes que la difundieron. Pero ya era tarde, el impacto emocional se había logrado, y la desproporción en la respuesta militar quedaba así, aparentemente, justificada.
La maquinaria de propaganda no se detuvo ahí. Israel ha restringido el acceso de periodistas a Gaza, ha bombardeado zonas donde trabajaban comunicadores palestinos y ha influido en redes sociales para silenciar imágenes del sufrimiento civil. Se permite la circulación del horror del 7 de octubre, pero censura la destrucción de hospitales, escuelas, y campamentos bombardeados en pleno uso.
La deshumanización del enemigo es otro pilar de la estrategia: se habla de “animales humanos”, de “nidos de terroristas”, de “escudos humanos”. Así, se transforma a una población entera en objetivo legítimo. ¿Cómo se defiende a los niños de Gaza si el lenguaje ya los ha convertido en amenaza?
Israel, además, ha convertido la ayuda humanitaria en arma de guerra. Bloquea alimentos, medicinas, combustible. Luego, cuando permite el ingreso de unos cuantos camiones bajo estrictas condiciones, se presenta como humanitario. Al mismo tiempo, presiona a organismos internacionales, sabotea resoluciones de alto el fuego y amenaza a la Corte Penal Internacional por atreverse a investigar posibles crímenes de guerra. Todo intento de justicia es pintado como “antisemitismo”.
Decir que el Estado de Israel manipula no es negar la tragedia del 7 de octubre. Es negarse a aceptar que esa tragedia sea utilizada como excusa para cometer otras peores. Lo que se vive en Gaza no es una operación militar defensiva, sino una campaña de exterminio prolongada y justificada con cada conferencia de prensa, cada comunicado, cada mentira.
La verdad ha sido una de las primeras víctimas de esta guerra. Pero no puede ser la última. Porque cuando la mentira se impone, los muertos pierden no solo la vida, sino también el derecho a ser recordados como lo que eran: seres humanos, no cifras ni propaganda.
Lo más inquietante es que esta manipulación no es un exceso momentáneo, sino parte de una estrategia estructural: moldear la percepción pública global para que cualquier crítica parezca una amenaza existencial, y cualquier atrocidad, una necesidad moral. Así, se distorsiona no solo la realidad actual, sino también la historia y la posibilidad de imaginar un futuro distinto.
Gaza es hoy el ejemplo más crudo de cómo la guerra moderna no se libra solo con armas, sino también con palabras, silencios, encuadres y omisiones. Por eso es urgente insistir: no se puede comprender —ni mucho menos juzgar— este conflicto sin desmontar las narrativas que lo sostienen. Decir la verdad, en este contexto, no es solo una tarea periodística o intelectual. Es un acto de humanidad.
Para escribir este contenido conté con la asistencia de inteligencia artificial.