Ezequiel Kopel
Los talibanes se reorganizan en Afganistán tras la retirada de Estados Unidos. A poco del vigésimo aniversario del atentado a las Torres Gemelas, los fundamentalistas avanzan conquistando las principales ciudades del país. Y podrían controlar relativamente pronto la propia capital.
Todo se dio como un efecto dominó predestinado. El 12 de septiembre de 2020, el antiguo secretario de estado estadounidense Mike Pompeo se reunía con el representante talibán Baradar Akhund en la ciudad de Doha (Qatar) para acordar un cese al fuego entre las fuerzas de Estados Unidos y los talibanes dentro de Afganistán. El detalle del día seleccionado para el cónclave no podía pasar desapercibido: exactamente 19 años (y un día) antes, la organización terrorista Al Qaeda había hecho volar por los aires las Torres Gemelas en Nueva York. Quien habían protegido y dado refugio al grupo (y a su líder Osama Bin Laden) había sido la propia organización talibana– la cual surgió de las cenizas en la guerra civil post ocupación soviética- en un Afganistán controlado por ellos desde 1996 hasta 2001.
A pesar de las sorprendentes fotos y de los anuncios rimbombantes (si alguien nos decía en 2001 que el secretario de estado estadounidense se reuniría con uno de los fundadores de los talibanes dos décadas más tarde, nos hubiese parecido un chiste de mal gusto), el acuerdo entre Estados Unidos y los rebeldes afganos no era, como repetía la prensa, un cese al fuego, sino un desordenado plan de retirada que alteraría el balance de dos décadas de poder en Afganistán.
El arreglo tenía a simple vista un problema de raíz: si se quería intentar limitar el ansia de los talibanes por controlar todo el país, el acuerdo debía ser principalmente entre los talibanes y el gobierno afgano. Sin embargo, el ex-presidente Donald Trump —quien decidió iniciar los contactos con el grupo— no estaba interesado en esto. La idea del mandamás estadounidense era abandonar lo que los muchos estadounidenses denominan «la guerra más larga» (incluso más que la de Vietnam). Una guerra que, según todas las encuestas, los ciudadanos de Estados Unidos habían dejado de apoyar. Los talibanes pueden ser extremistas religiosos, pero no han sido nada tontos: sin Estados Unidos y su Fuerza Aérea en el camino, no había la barrera para ir por todo el territorio afgano. Poco después de lo acordado entre Estados Unidos y la organización paramilitar, los insurgentes iniciaron una ofensiva que –hasta el día de hoy- ya se apoderó en poco más de dos semanas de la mitad de las 34 capitales provinciales de Afganistán (controlan más de dos tercios del país) y de casi todos los puestos fronterizos.
El conflicto afgano entró en una nueva fase en abril, cuando el nuevo presidente Joe Biden –quien se había opuesto a un nuevo envío de tropas a Afganistán cuando era vicepresidente de Barack Obama– anunció oficialmente una retirada de las tropas ya prevista por su antecesor. Desde entonces, los talibanes han invadido la mayor parte de Afganistán: en abril, controlaban 77 distritos y hoy tienen en su poder más de 250 (de los 400 que conforman la totalidad del país). Oficialmente seguían negociando la paz con el gobierno afgano pero, en la practica, la estrategia de los talibanes fue invadir distritos clave y rodear los centros urbanos para forzar su rendición.
Los avances que han logrado les han permitido capturar equipos y liberar prisioneros, lo que a su vez también tuvo un efecto en la expansión de su poder militar. Además, tomaron el control de todos los puntos fronterizos (menos algunos principales con Pakistán) para así negar al gobierno afgano los ingresos de los aranceles aduaneros y obligar a los países vecinos a lidiar con el grupo. Sus representantes –que buscan apoyo económico- ya fueron recibidos en las capitales de Irán y China por los propios cancilleres de dichos países.
El gobierno afgano necesita que la mayor parte de su presupuesto sea cubierto por la ayuda extranjera y, a pesar que los talibanes sobrevivieron en gran parte por la producción de estupefacientes y el cobro de impuestos de las mercaderías que entraban al territorio bajo su control, ya se están preparado para el día después. Las grandes preguntas para hacerse a futuro son: ¿Los países vecinos reanudarán el comercio y darán a los talibanes la legitimidad de dirigir los puestos fronterizos? ¿O las victorias de los talibanes podrían ser pírricas, negándose a sí mismas una importante fuente de ingresos al limitar el comercio a través de cruces que ahora están en sus manos? La respuesta a estas preguntas dependerá, en gran medida, de la decisión que tomen los países vecinos en los días por venir.
De todas las zonas perdidas las que más sorprendieron fueron las del norte (menos la cercada Mazar-e-Sharif). Después del nacimiento de los talibanes en la década de 1990, la avanzada sureña —y predominantemente étnica pastún que los nutrió— se enfrentó a una feroz resistencia de los grupos norteños. Allí se encontraban los antiguos bastiones de la resistencia antitalibana. De hecho, la Alianza del Norte (que también contenía sangrientas milicias de «señores de la guerra» como la del hoy líder gubernamental uzbeko Ahmed Rashim Dostum, acusado de cometer numerosos crímenes de guerra) fue el principal foco de resistencia frente al régimen talibán. Incluso cuando los talibanes tomaron el control de Kabul en 1996, la Alianza del Norte privó al grupo de un control completo del país durante cinco años.
Hoy, la intención de los talibanes está centrada en frenar cualquier oposición incipiente, dejando en evidencia que la fuerza rebelde ha progresado enormemente con respecto a su pasada estrategia de combate. El norte está dominado por las etnias uzbekas y tayikas, mientras que los talibanes son mayoritariamente pastunes, por lo que durante los últimos años han estado reclutando combatientes en esas comunidades como antesala a la actual ofensiva (en diversos casos, los talibanes que se apoderaron de las zonas del norte no eran invasores del sur, sino vecinos de esas localidades). Fue un detallado plan a largo plazo pues, desde hace por los menos 10 años, ya se conocía la información de que las madrazas (centros de estudios islámicos) de los talibanes en Pakistán estaban reclutando deliberadamente uzbekos y otros miembros de etnias norteñas para potenciar sus filas.
Asimismo, beneficiándose de la baja moral de las fuerzas de seguridad del gobierno afgano (mal pagadas y abandonados en puestos de control alejados), los comandantes talibanes —junto a jefes tribales sumados a su causa— les han ofrecido a muchos soldados y policías la posibilidad de regresar a sus casas sanos y salvos a cambio de su rendición. Todo esto sin contar los más que seguros arreglos secretos que han forjado con diferentes líderes del Ejército afgano.
La gran pregunta que todos se hacen —y que aún no tiene una respuesta clara— es qué tipo de medidas instaurarán los talibanes en las zonas bajo control. Desde hace mucho tiempo, los representantes del grupo en las ahora suspendidas conversaciones de paz con el gobierno afgano en Doha han tratado de asegurarle al mundo que no pretenden volver a poner en práctica todas las tristemente recordadas leyes (corte de manos a ladrones, lapidación de infieles, prohibición de la educación femenina, etc.) que impusieron a sangre y fuego en los cinco años que controlaron Afganistán.
No obstante, cada vez está más claro que hay una importante disonancia entre lo que pregonan sus líderes en el extranjero (que negociaban con Estados Unidos) y lo que ponen en funcionamiento los comandantes talibanes que avanzan sobre el terreno. Una buena medida para dilucidar claramente la incógnita puede ser observar qué sucederá con las mujeres en la recién conquistada ciudad de Herat, una de las más abiertas del país (allí se realizaba el reconocido Festival Internacional de Cine Femenino) y en la que alrededor de 50 % de los estudiantes universitarios son mujeres. En territorios más remotos, la sola idea de la educación femenina es una realidad imposible, considerada una imposición desde el extranjero. La verdadera derrota de Estados Unidos y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en Afganistán no será que las fuerzas de seguridad afganas colapsen, sino un nuevo control talibán que termine posicionándose como una administración más estable y menos corrupta que le otorgue una legitimidad que haga que los afganos no extrañen al anterior gobierno.
Según un estudio sobre el gasto de guerra tanto en Afganistán como en la vecina Pakistán realizado por la Universidad de Brown en 2019, Estados Unidos llevaba invertidos alrededor de 978.000 millones de dólares en la empresa bélica. En veinte años, de presencia militar en Afganistán, utilizó 90.000 millones de dólares para las fuerzas de seguridad afganas y más de 120.000 millones para la reconstrucción del país. La idea de los neoconservadores estadounidenses luego del 11 de septiembre de 2001 fue la de remodelar el mundo musulmán mediante la anunciada democratización de sus sociedades. Pero el proyecto voló por los aires: dos décadas después, el Estado que se intentó establecer en Afganistán (en parte dejado de lado por el verdadero foco de la administración Bush que era Irak) está cayendo en manos de quien era por entonces el antiguo enemigo jurado de Estados Unidos.
Se repite, como una simplificación absurda, que Estados Unidos es el verdadero creador de los talibanes. Se buscan explicaciones sencillas, de buenos y malos, de causas pueriles, que casi siempre se acomodan a la propia ideología de enunciador. Si para algunos el culpable de la situación es Estados Unidos —debido a que apoyó monetariamente y militarmente a los guerrilleros afganos que enfrentaron a los soviéticos durante la ocupación de Afganistán—, para esos mismos no tuvo ninguna responsabilidad en el crecimiento del extremismo afgano una ocupación militar soviética y atea que quiso imponer un sistema completamente foráneo, que chocó de frente con la religiosidad de los afganos, otorgándoles a los extremistas una narrativa de resistencia piadosa casi soñada. Además, el razonamiento es incompleto debido a que un número creciente de esos guerrilleros (muyahidines) comenzaron a enfrentar a los talibanes cuando el grupo se articuló. Claramente, el yihadismo afgano se potenció bajo la narrativa del enfrentamiento contra los extranjeros invasores, pero también es el hijo bastardo de disfuncionalidades y divisiones propias de esas sociedades.
En diversos rankings, Afganistán figura como uno de los países más corruptos del globo. ¿Estaría el país hoy en la situación en la que efectivamente se encuentra si los estratos más altos del liderazgo afgano no toleraran la rampante corrupción y el saqueo del Estado? La ira debería estar colocada tanto en el fracaso del liderazgo político afgano como en la desordenada retirada estadounidense. Pensar que todo lo que ocurre en esas lejanas tierras es consecuencia de las acciones extranjeras puede ser percibido como un gesto de «occidentalismo», pero el papel foráneo no debe ser descartado de la ecuación. Incluso conflictos que pueden ser denominados como «internos» pueden acabar siendo guerras de poder extranjeras que niegan la posibilidad de cualquier resolución representativa del propio Estado.
Es cierto que si no fuera por la acción aérea de Estados Unidos posiblemente los talibanes hubiesen mantenido el poder en 2001, como también es una verdad fáctica que la intervención estadounidense en Irak durante 2014 evitó que la mitad de la antigua Mesopotamia permaneciera bajo dominio del Estado Islámico. Los talibanes y el EI no son lo mismo —a pesar de estrategias símiles—, pero las fuerzas locales solo han podido derrotarlas con la ayuda militar de Estados Unidos.
A su vez, es pertinente recordar que hace unos veinte años, George W. Bush «recompensó» la cooperación iraní que permitió derrocar a los talibanes (tanto la inteligencia de la República Islámica para bombardear las bases talibanas, como la colaboración de sus aliados de la Alianza del Norte con Estados Unidos) pese a lo cual el país quedó ubicado injustamente en el recordado «eje del mal». No solo el liderazgo moderado iraní quedó desprestigiado dentro del país persa (y perdió las siguientes elecciones a manos de Mahmud Ahmadineyad), sino que obligó a Irán a retirarse decepcionado de Afganistán mientras Estados Unidos se quedaba solo para hacer frente a la situación. Sin ese error, las cosas podrían haber sido diferentes en Afganistán.
Se ha repetido hasta el hartazgo que Pakistán ha colaborado con los talibanes, aun cuando el gobierno paquistaní apoyó la guerra de George W. Bush contra el terrorismo. Cabe recordar que Pakistán fue constantemente acusado de albergar tanto a los talibanes como al propio Osama Bin Laden, pero quien aseguró la liberación de 5.000 talibanes, muchos de los cuales ahora están en el campo de batalla conduciendo sus fuerzas, fue Washington.
Cualquier observador serio sabía que una ofensiva talibana sería inminente con o sin acuerdo de paz. Sin embargo, las partes interesadas lo pasaron por alto o no lo quisieron entender. No solo ha sido un error de inteligencia estadounidense, sino que la estrategia de los talibanes ha sido brillante: ir primero por el norte y el oeste rebelde, asfixiar al gobierno controlando los pasos fronterizos, luego tomar el sur sin mucha resistencia y finalmente preparar la marcha hacia Kabul.
Una evaluación juiciosa arroja que Kabul podría caer mucho más rápido de lo que se pensaba originalmente (un informe de inteligencia revelaba que el gobierno central afgano podía caer seis meses después de la retirada militar estadounidense). Con el vigésimo aniversario del 11 de septiembre en puertas, parece cada vez más posible que Afganistán vuelva a estar bajo el control total de los talibanes (o que estos al menos consigan un cese al fuego que les permita compartir gobierno para seguir aumentando su poder). Los talibanes ven una resonancia histórica en la fecha. No solo la asocian con el 11/9 y el asesinato de Ahmad Shah Massoud, sino con la propia fundación del Talibán por el mulá Omar en septiembre de 1994 y la toma de Kabul en septiembre de 1996. Los talibanes pueden ser musulmanes que siguen el calendario islámico, pero son muy conscientes de la importancia de dichas fechas para el mundo occidental.
Los talibanes están avanzando sin freno, pero tomar territorio es una cosa y mantenerlo (ejerciendo un control tolerado) es otra más complicada (como bien lo sabe la OTAN). La organización teme lo que sucederá si su gobierno es sancionado como en el pasado, por lo que necesita socios internacionales (en la década de 1990 solo fueron reconocidos por Pakistán, Arabia Saudita y Emiratos Árabes) y dinero para administrarlo. Mientras tanto, cualquier análisis sobre la insurgencia de dos décadas de los talibanes debe destacarlos como una de las fuerzas más exitosas de los últimos siglos: no hay muchos casos en los que una organización disminuida por el poder de fuego y monetario de una superpotencia mundial se haya puesto de pie para controlar todo un Estado. La comparación con el Vietcong no sería la más acertada, pues estos recibieron mucho más apoyo regional y legitimidad internacional que los propios talibanes.
Estados Unidos sucumbió en Vietnam ante un bloque comunista bastante articulado bajo un propósito en común. En Afganistán, en cambio, los estadounidenses tuvieron objetivos inalcanzables arraigados en la arrogancia extrema sobre una visión del mundo (incluso el mulá Omar les ofreció desmovilizar a los talibanes en diciembre 2001 si podía permanecer en arresto domiciliario en Kandahar mientras su grupo se unía al proceso político). Cuando los soviéticos se retiraron, el gobierno afgano duró tres años antes de caer. Hoy es probable que ni siquiera dure dos meses. Estados Unidos diseñó el Estado afgano para satisfacer los intereses antiterroristas de Washington, no los intereses de los afganos. El resultado está a la vista.