Enrique Gomáriz Moraga
En los países occidentales, existen dos visiones sobre las elecciones en la Federación Rusa este 15 de marzo. La más extendida, ampliamente mayoritaria, que considera que estos comicios son una pura farsa y que, por tanto, no hay que prestarles demasiada atención. La otra visión, minoritaria, es más cuidadosa: pese a que no se avizoran novedades en el horizonte -ya se sabe que Putin ganará sobradamente- trata de auscultar los detalles que puedan indicar síntomas y sigue tratando de desentrañar las causas de que la población en Rusia continúa apoyando claramente a Putin y su política.La primera visión occidental resulta, desde luego, algo interesada: cuanto más autoritario se vea el régimen ruso más justificado estará el intento de derrotarlo militarmente. Incluso puede haber gente en este espacio que adolezca de una pronunciada rusofobia: los rusos, es bien conocido, son una estirpe acostumbrada al autoritarismo, que no es recuperable para la democracia.
Pero si optamos por una visión más cuidadosa, hay asuntos que cabe destacar. En primer lugar, que esta decisión de Putin de cambiar la Constitución para poder presentarse de nuevo a las elecciones, significa el abandono del modelo de “democracia soberana”, conformado, tras la presidencia de Yeltsin, por los cerebros grises de la comunicación política, Surkov y Medvedev, que salieron/renunciaron en 2021 ante la decisión de Putin de prolongar su mandato. Es decir, estos comicios reflejan el paso de la democracia dirigida al putinismo como forma de régimen y lo hace sin apoyos colaterales.
Este avance a cuerpo descubierto ha refrescado la idea de que Putin se parece cada vez más a Stalin, un autócrata que no necesitó a su círculo político más próximo. Desde luego, las diferencias ideológicas son inmensas. Putin no quiere reconstruir el comunismo, mientras Stalin lo usaba como principal pantalla. Pero es cierto que sí hay un punto de contacto entre ambos en cuanto a la cuestión del sentimiento nacional. Algo que también explica el gran apoyo popular que consiguieron estos personajes.
Recuerdo un pasaje de Vida y destino de Vasili Grossman -obra considerada la Guerra y Paz del siglo XX- donde el autor relata el cambio de ánimo de la población ante la contraofensiva rusa del año 1943. “la ofensiva de Stalingrado contribuyó a crear una nueva conciencia en el ejército y la población. Los rusos comenzaron a verse de otra manera y a compararse de modo diferente a otras nacionalidades. La historia de Rusia comenzó a ser percibida como la historia de la gloria rusa y no como la historia de los sufrimientos y las humillaciones (con la invasión alemana)”. Y más adelante subraya: “Al inicio de la guerra, en la época de la retirada, esta palabra (rusos) se asociaba en mayor medida con atributos negativos: el retraso ruso, la desorganización, la falta de caminos transitables, el fatalismo ruso… Pero una nueva conciencia nacional había nacido, solo esperaba una victoria militar”. Y concluye: “la lógica de los acontecimientos hizo que la guerra del pueblo ruso (…) permitiera a Stalin proclamara abiertamente la ideología del nacionalismo estatal” (pp. 845,846).
Ese relato resulta familiar en cierta medida en la Rusia de Putin. Una potencia mundial se desmorona y sufre humillaciones desde occidente, generando una reacción contraria en muchos de sus cuadros. Después del intento fallido de una democracia al estilo occidental de Yeltsin, se repliega sobre sí misma, buscando una democracia a la rusa. La guinda del pastel sería una victoria militar. Y ese proceso de recuperación de la estima nacional, que tuvo entonces el nombre de Stalin, tiene hoy el de Vladimir Putin. No es exagerado pensar que en eso reside el apoyo de la mayoría de la población a ambos personajes autocráticos.
La pregunta de fondo consiste en saber cuan alto será el precio que los rusos estén dispuestos a pagar por esa recuperación de la estima nacional. Todo indica que, por el momento, aceptan las graves restricciones en la presentación de candidatos contrarios a Putin, también teniendo en cuenta las condiciones especiales en estado de guerra. Pero la muerte del opositor Alexéi Navalny ha puesto un punto de zozobra en ese escenario. Esta claro que los seguidores de Navalny son una ínfima minoría en un censo de 112,3 millones con derecho al voto dentro de Rusia y las partes de Ucrania ocupadas y otros 1,9 millones en el extranjero, según la Comisión Electoral Central (CEC). Pero tampoco hay duda que esa muerte aumenta levemente el precio a pagar dentro y fuera de Rusia.
Estos comicios continúan la fórmula ya inaugurada en el referéndum del cambio constitucional, de votar durante tres días seguidos, así como será la primera vez que podrá optarse por la votación en línea: la opción estará disponible en 27 regiones rusas y en Crimea, anexionada a Rusia en 2014. Estas condiciones no anticipan necesariamente un manejo fraudulento del recuento de votos, aunque hubiera sido más seguro si se hubiera dado un control internacional directo.
Dada la ausencia de candidatos claramente contrarios, Putin competirá contra tres políticos: Nikolai Kharitonov, del Partido Comunista; Leonid Slutsky, líder del Partido Liberal Democrático, y Vladislav Davankov, del partido Pueblo Nuevo. Pero las encuestas oscilan entre las realizadas por la firma VTsIOM, próxima al gobierno, que otorga a Putin el 82% de los votos y las más independientes que sitúan esa cifra entre el 70 y el 80%. También será un dato significativo la participación electoral: una cifra próxima o por debajo del 60% estará apuntando a un retraimiento contrario al Gobierno (en las últimas elecciones presidenciales, esa cifra fue del 67,5%).
En suma, unas elecciones controladas, que difícilmente caerán en el error de ser directamente amañadas, y que pueden ofrecer datos y detalles que sean indicativos del precio que está dispuesta a pagar la población rusa por la recuperación de la estima nacional, sobre todo frente al desprecio mediático occidental, del cual se aprovecha abundantemente el autócrata Putin.