Silvia Acerbi y Ramón Teja
El Primado del obispo de Roma. Orígenes históricos y consolidación, siglos IV-VI.
Trotta Madrid, 2020, (p. 11-24), cuya lectura completa recomendamos vivamente.
La institución que conocemos como el «papado romano» es la más antigua de toda la historia de Occidente y una de las que más disputas e interpretaciones enfrentadas ha generado desde hace siglos. En especial a partir del siglo XVI ha sido objeto de debates apasionados entre teólogos e historiadores católicos y protestantes, aunque parecen haber alcanzado en años recientes puntos de acuerdo en los temas más importantes. Las aportaciones de numerosos historiadores liberados de los condicionamientos confesionales e ideológicos subyacentes en muchos de los debates han desempeñado un papel decisivo en este acercamiento de posturas. La bibliografía que el debate sobre dicha institución ha generado y sigue generando es inabarcable. Con las aportaciones que aquí presentamos pretendemos ofrecer algunas claves para la interpretación histórica de la institución del papado sobre la base de los más recientes avances de la investigación. La obra aborda el origen y la consolidación en la persona del papal[1] de la doble condición de obispo de Roma y de la Iglesia universal. La institución ¿tiene un origen humano o divino? O, dicho de otro modo, ¿debe ser objeto de estudio de los historiadores o de los teólogos? Es evidente que todos los autores que participan en el presente libro son muy conscientes de que la teología católica hace del papado una institución divina y que su fundamento es el denominado «principio petrino»: el papa, en cuanto sucesor del apóstol Pedro, desempeña un primado jerárquico y doctrinal que lo sitúa por encima de los de más obispos. Pero es también un hecho que no admite discusión que se trata de una institución histórica y, por lo tanto, objeto de estudio por los historiadores.
De entrada, es conveniente aclarar los términos «primado» y «petrino» que aparecerán una y otra vez, y que son la clave de las diversas interpretaciones del presente y del pasado. Citando a un gran estudioso del tema, Vittorio Peri, podemos recordar que el término «primado» es desconocido tanto en el texto hebreo de las Escrituras como en el griego del Nuevo Testamento y en sus traducciones latinas. Sin embargo, en el griego y el latín de las épocas helenística y romana aparecen los sustantivos profesión, primatus, principatus que expresan ese concepto de manera abstracta en el lenguaje filosófico, político y jurídico. Con todo, a diferencia de otros términos, el de «primado» no fue asumido como propio en los primeros siglos en la lengua de los cristianos del Imperio romano ni en su liturgia. Pero el término acabo por imponerse en el lenguaje teológico cristiano del segundo milenio para expresar el ministerio del sucesor del apóstol Pedro, obispo de Roma, que Dios ha constituido como fundamento visible y perpetuo de la unidad, y que sostiene el Espíritu para que haga partícipes de este bien esencial a todos los otros[2]. El término «petrino» expresa precisamente este ministerio del obispo de Roma en cuanto sucesor del apóstol Pedro. De hecho, desde el punto de vista exegético es indiscutible que Pedro, tal como aparece en el Nuevo Testamento, gozo de una posición de privilegio en la comunidad de Jesús de Nazaret, y encontró ulteriores confirmaciones en época posterior en el seno de la Iglesia primitiva. Pero cabe preguntarse con un estudioso como Gunther Wenz si el «servicio petrino» puede sin más ser equiparado con el ministerio papal del obispo de Roma. Son muy pocos, dice, incluso entre los pensadores católicos, los que admiten que fue Jesucristo quien designo a Pedro como primer obispo. Por ello el debate teológico se reduce a la pregunta de hasta que punto por parte de la teología papal a lo largo de la historia de la Iglesia, la tradición de Pedro tal como es atestiguada en el Nuevo Testamento se corresponde con su auténtico significado. Desde la perspectiva evangélica, no se puede hablar de una coincidencia inmediata, es decir, de una natural equiparación, dogmáticamente necesaria entre «servicio petrino» y ministerio del papa[3].
Es imprescindible recurrir a la historia, y como historiadores podemos afirmar algo que ya nadie discute: que, en los primeros siglos de vida de la Iglesia, el obispo de Roma solo se diferencia de sus colegas en el episcopado por serlo de la ciudad más importante, la capital del Imperio romano. ¿Cuál fue el proceso que con el tiempo –y solo muy lentamente– condujo a que los obispos de Roma reclamaran una primacia sobre todos los demás obispos, es decir, a ir tomando conciencia de ser depositarios de una misión especial, de una especie de cura ecclesiae universaliis, a ellos confiada en cuanto sucesores de Pedro? Pero ¿fue Pedro realmente obispo de Roma?
Es sabido que Pablo termina su epístola a los Romanos, escrita poco antes del año sesenta, con una serie de recomendaciones y saludos a más de veintiocho personas, entre las cuales no menciona a Pedro, de lo que se deduce que este aún no había llegado a Roma y que, por lo tanto, no había sido el fundador de la comunidad cristiana de la capital. Se puede objetar que es probable que estos saludos finales que se han transmitido formando parte de la epístola a los Romanos, en realidad procediesen de otra epístola paulina no conservada, por lo que el argumento no tendría valor. Pero se da la circunstancia de que tampoco Lucas, cuando en los Hechos de los Apóstoles describe la llegada de Pablo a Roma, menciona a Pedro entre los cristianos que lo reciben y con los que convive durante más de dos años. Parece evidente que la comunidad cristiana de Roma había sido fundada por otros misioneros que desconocemos, muy probablemente de origen judeocristiano. Otro tema, inseparable del anterior, es desde cuándo se constata la existencia de obispos en Roma. En la epístola de Clemente Romano a los Corintios escrita hacia el 98 son los presbíteros quienes aparecen como responsables de la comunidad cristiana de la capital. Algunos años más tarde, cuando hacia el año 110 Ignacio de Antioquia escribe su carta a los cristianos de la Urbe, recuerda a Pedro y Pablo como mártires en la ciudad, al igual que había hecho algunos años antes Clemente en su epístola a los Corintios, pero no menciona, a diferencia de lo que hace con las cartas dirigidas a los cristianos de otras ciudades de Asia Menor, a su obispo, lo que constituye una prueba de que en esas fechas la comunidad cristiana romana todavía era presida por un colegio de presbíteros. Como ha escrito la más reciente comentarista de la epístola, Emanuela Prinzivalli, «la no mención del obispo local es indicio de la persistencia en Roma (confirmada más adelante por el Pastor de Hermas) del sistema presbiterial»; y más adelante: «Si en Roma hubiese habido un obispo, Ignacio habría demostrado todo el interés por saludarlo y dirigirle una súplica en primera persona»[4].
Es, pues, un hecho histórico hoy generalmente admitido que en Roma hasta bien entrado el siglo II no se implanto la institución del episcopado. Y no debe sorprender porque la institución que conocemos con el nombre de «episcopado monárquico» o «monepiscopado» se fue extendiendo de una manera lenta pero irreversible desde el Oriente cristiano al Occidente a lo largo de este siglo II. De la relación que se ha hecho oficial en la iglesia católica de obispos romanos encabezados por Pedro basada en el listado elaborado a finales del siglo II por Ireneo de Lyon[5], en palabras del estudioso Manlio Simonetti, se puede decir que «lo único cierto es que los personajes recogidos en esta lista episcopal hasta Pio incluido (140-155) son solo nombres sin la más mínima realidad histórica»[6]. Es una opinión aceptada también por casi todos los historiadores que el primer obispo atestiguado con seguridad en Roma es Víctor (189-199), un africano de lengua latina y, por lo tanto, el primero de origen no oriental: su episcopado demuestra la importancia creciente de la lengua latina en la comunidad romana que hasta entonces se había servido del griego, quizá como herencia de su origen judeo-cristiano, y son muchos los que opinan que la aparición del episcopado monárquico en Roma y la crisis montañista son dos fenómenos estrechamente relacionados. Como conclusión de este rápido repaso hacemos nuestras las palabras del experto historiador y teólogo, el cardenal Proper Grech:
Se puede decir que en el término «Pedro» se encierra un concepto teológico (theologoumenon) que indica a una persona histórica, un carisma, un símbolo y un oficio. Pero no fue el fundador de la iglesia de Roma sino, junto con Pablo, su fundamento. Por esto, desde tiempos muy antiguos, al menos desde el siglo III, la Iglesia recuerda la memoria de ambos el 29 de junio[7].
Si esto es así, ¿cómo se explica la generalizada opinión de que Pedro fue el primer obispo de Roma y que sus sucesores desempeñan por este motivo la función, no solo de obispos de Roma, sino también de la Iglesia universal? Para la iglesia católica se trata de una verdad dogmática, para los historiadores, de un hecho histórico producto de las circunstancias en que nado y se desarrolló la figura del obispo en el Imperio romano.
A medida que se fue generalizando en todas las ciudades el episcopado monárquico, se fue consolidando también una jerarquía de sedes episcopales en función de la importancia de la ciudad[8]. Pero las sedes más reconocidas intentaban aumentar su prestigio atribuyéndose un origen «apostólico», es decir, haciendo remontar sus orígenes a un apóstol o discípulo de un apóstol. La Sede romana salió beneficiada por ambos criterios, por ser la capital del Imperio y por contar entre sus mártires a Pedro y Pablo. El fundamento escrituristico basado en el Tu es Petrus de Mateo 16, aducido por los teólogos católicos, fue interpretado por los obispos romanos como dirigido solo a Pedro y por lo tanto a sus supuestos sucesores, cada uno de los cuales guardaría las llaves y sería el fundamento de la Iglesia universal. Por el contrario, los teólogos del Oriente cristiano defendieron siempre la autonomía de cada obispo, pues en la expresión de Jesús, Tu es Petrus, estarían representados todos los obispos. Quizá uno de los primeros documentos en que se manifiesta de una forma polémica este contraste de opiniones lo tenemos en una carta dirigida por Firmiliano, obispo de Cesárea de Capadocia, a Cipriano de Cartago del año 256 con motivo del debate sobre la validez del bautismo impartido por los herejes. Ambos se enfrentaron al obispo de Roma, Esteban, quien defendía la validez de este bautismo. En uno de los pasajes de la carta se alude de manera despreciativa a la soberbia de que hacía gala Esteban por la supuesta autoridad que se atribuía al presentarse como sucesor de Pedro, aspiración que es calificada por el obispo capadocio como una necedad manifiesta:
Pasemos por alto de momento la conducta de Esteban, no vayamos, al recordar su audacia e insolencia, a causarnos tristeza duradera por sus malos procedimientos […]. Me lleno de indignación ante esta necedad tan manifiesta y clara (manifesta, et clara stultitia) de Esteban porque, quien se gloria de la dignidad de su episcopado y lucha por defender su condición de sucesor de Pedro, sobre el cual se estableció el fundamento de la Iglesia, introduce otras muchas piedras y levanta muchas nuevas iglesias cuando defiende con su autoridad el bautismo de esos [los herejes][9].
Las circunstancias y vicisitudes históricas por las que paso el Imperio en los últimos siglos de su existencia, en especial la fundación por Constantino de una segunda capital en Oriente, Constantinopla, favorecieron, como reacción, el arraigo y difusión en el Occidente latino de estas aspiraciones de los obispos romanos creando las condiciones para una ruptura que perdurara hasta el presente con las iglesias orientales. En el concilio de Nicea del 325, primero ecuménico, convocado y presidido por el emperador Constantino, el obispo de Roma, Silvestre, ni siquiera se dignó a hacer acto de presencia, siendo representado por el obispo de Córdoba, Osio. Pero algunos años después, en el concilio de Sárdica del 343, las ambiciones de que ya hacía gala el papa Julio (337-352) determinaron que los obispos de una y otra parte del Imperio allí convocados por el emperador Constancio II no solo no se pusiesen de acuerdo, sino que ni siquiera lograsen reunirse para formar un único concilio[10]. Medio siglo después el segundo concilio ecuménico, el de Constantinopla del 381, convocado por Teodosio I con presencia solo de obispos orientales, reacciono ante las pretensiones del papa Dámaso a un primado universal con una declaración en que se afirmaba que al obispo de Constantinopla correspondía el segundo puesto de honor después del de Roma en la jerarquía de las sedes episcopales por el hecho de serlo de la nueva capital del Imperio «del mismo modo que a Roma le correspondía el primero por ser la vieja capital» (can. 3). Ninguna alusión al principio de la sucesión de Pedro que era aducido por los obispos de Roma: para los obispos orientales, la jerarquía de las sedes episcopales dependía exclusivamente de la importancia de la ciudad y aprobaron este canon conciliar en un momento en que se estaba consolidando por doquier la figura del metropolitano y del patriarcado en casi toda la geografía eclesiástica[11]. Pocos años después Inocencio I desarrollara la idea de que no solo Roma, sino todas las iglesias más importantes de la cristiandad tenían un origen petrino y, por lo tanto, romano:
Consta por lo demás, que en toda Italia, en la Galia, en Hispania, en África, en Sicilia y en las islas solo fundaron iglesias aquellos a los que el venerable apóstol Pedro y sus sucesores hicieron obispos. ¿Acaso predico algún otro apóstol? Es obligado, pues, que estas iglesias observen las costumbres de la iglesia romana, que es su origen y cabeza[12].
Otros textos papales aducirán que también las principales sedes episcopales de Oriente, Antioquia y Alejandría tuvieron el mismo origen pues la primera habría sido fundada por el propio Pedro y la segunda por su discípulo, el evangelista Marcos.
Si bien la aspiración del papado a la primacia en Occidente no encontró grandes rechazos, salvo en ciertos momentos en la Galia, argumentos como los señalados con escaso o nulo rigor histórico no sirvieron sino para exacerbar el rechazo por parte de los orientales. Con todo, hubo que esperar hasta el pontificado de León Magno (440-461) para que las aspiraciones del primado romano se plasmasen en su propia persona recurriendo a todo tipo de argumentos teológicos y jurídicos, sin excluir las manipulaciones e interpolaciones de textos conciliares[13]. León ha sido definido como el primer papa que no actuó como simple obispo de Roma, sino como obispo de la Iglesia universal. De acuerdo con el desarrollo teológico del Tu es Petrus León identifica su persona con la de Pedro: suya es la expresión papa Petrus ipse. Pero si León alcanzo un éxito sin precedentes al lograr que su interpretación teológica de los debates cristológicos desencadenados en los concilios ecuménicos del siglo v fuese aceptada por los orientales en el concilio de Calcedonia (451), el mismo concilio ratifico en su última sesión el canon 3 de Constantinopla aduciendo los mismos argumentos que este: se trata del famoso canon 28 de Calcedonia. El pontífice se negó a reconocer este canon y con ello puso en peligro todos los acuerdos teológicos alcanzados en el concilio. Aunque se llegó a una solución de compromiso, el enfrentamiento entre las dos capitales y sus respectivos obispos, a lo que no fueron ajenas las políticas de los emperadores de Oriente, se hizo irreversible. Como manifiesta Ulrico Agnati en este mismo volumen, «León interpreta el primado petrino bajo una modalidad marcadamente jurisdiccional, administrativa y romanocentrica» lo que explica que su forma de ejercer el primado pontificio y la de sus más inmediatos sucesores provocase la ruptura definitiva con Constantinopla y las demás iglesias del Oriente cristiano, la cual tuvo su primera manifestación formal con las excomuniones mutuas entre el papa Félix III (483-492) y el patriarca Acacio de Constantinopla en lo que se ha denominado «cisma acaciano»[14].
Pero Roma no logro imponer sus pretensiones de un gobierno absoluto sobre toda la Iglesia. En Occidente la intensa actividad tendente a realzar el primado de la cátedra de Pedro respecto a las demás sedes se vio facilitado por la debilidad del poder imperial y por la consolidación de los nuevos pueblos invasores en la mayoría de los territorios del Imperio, lo que facilito la concentración de poderes en la persona del obispo de Roma. Pero en Oriente la existencia del poder imperial y la conciencia de autoridad colegiada que tenían los obispos orientales, impidieron un proceso similar. El concepto de primacia que regía en Oriente difería de forma sustancial del que defendían los pontífices romanos y Roma ignoro de manera sistemática el pensamiento de la otra parte. Gelasio (492-496), sucesor de Félix, no solo ratifico la condena de su colega de Constantinopla, sino que llego a humillarle y ridiculizarle aduciendo que los obispos de la nueva Roma eran simples sufragáneos de Heraclea tal como era la situación de los obispos de Bizancio antes de la fundación de Constantinopla[15]. Se trata de una prueba más de que los obispos de Roma nunca llegaron a ser conscientes o no quisieron reconocer lo que había significado desde el punto de vista político y eclesiológico la fundación de la nueva capital del Imperio por Constantino. A pesar de ello, los pontífices romanos no mostraran ningún escrúpulo en recurrir a la figura y prestigio de Constantino en cuanto primer emperador cristiano para consolidar sus aspiraciones a un primado universal.
Una vez consolidada la ruptura, los pontífices romanos no se sintieron satisfechos con la sola fundamentación bíblica y teológica de su primado basándose en una interpretación que, por lo demás, era rechazada en bloque por los obispos y teólogos de Oriente y también por interpretes occidentales tan importantes como Agustín. Nos limitaremos a recoger este texto del obispo de Hipona:
Así, cuando el Señor pregunto a los apóstoles Pedro respondió en nombre de todos: Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo; y le dice: A ti te daré las llaves del reino de los cielos, como si solo Pedro hubiese recibido el poder de atar y desatar. Pero, así como Pedro había hablado en nombre de todos, también el poder que recibió, lo recibió junto con todos, como representante de la unidad misma. Uno recibió el poder por todos porque la unidad esta en todos (unitas est in omnibus)[16].
Ello indujo a los papas a echar mano de la legendaria figura de Constantino para justificar sus aspiraciones con nuevos argumentos de carácter político. Entre los siglos V-VII surge y se difunde un conjunto de leyendas conocido bajo el nombre de Constitutum Constantini que son dos burdas falsificaciones sucesivas y complementarias: la denominada Vita o Actus Silvestri y la Donatio Constantini, «la falsificación más famosa en la historia de Occidente» como ha sido definida[17] y, añadimos nosotros, la de mayor trascendencia[18]. Mientras que esta perfectamente atestiguado que Constantino no se bautizó hasta el momento de su muerte (337) y por obra de un obispo arriano, Eusebio de Nicomedia, estas invenciones hagiográficas presentan a un Constantino ortodoxo y romano que habría sido bautizado por el papa Silvestre después de su entrada en Roma en el 312 con lo que, además de hacerse cristiano, se habría visto curado de la enfermedad de la lepra que padecía. Agradecido, el emperador promulga una serie de leyes en beneficio del obispo de Roma, una por cada día de la semana; el cuarto día concede al papa el primado sobre todos los obispos del Imperio: el quinto día concedió un privilegio a la iglesia romana y al pontífice para que en todo el mundo los sacerdotes lo considerasen su jefe (caput) al igual que los funcionarios/gobernadores (iudices) consideran al emperador.
En la Donación el texto se enriquece añadiendo el poder político sobre las ciudades de Italia y de Occidente, y convirtiéndolo, por lo tanto, en el único y autentico heredero del Imperio de Occidente:
Y que, al igual que lo es nuestro poder imperial terrenal, así hemos decretado que su sacrosanta iglesia romana sea honrada con veneración y que se exalte gloriosamente el sacratísimo asiento de san Pedro más que nuestro imperio y trono terrenal, atribuyéndole el poder, la gloria, la dignidad, la fuerza y el honor imperial. Y, al decretarlo, sancionamos que tenga la supremacía también sobre las cuatro sedes, Alejandría, Antioquía, Jerusalén y Constantinopla, como también sobre todas las iglesias de Dios en todo el orbe de la tierra… (DC XII).
Entregamos y cedemos al santísimo pontífice y papa universal Silvestre, tanto nuestro palacio, como se ha dicho, como las provincias, como la ciudad de Roma y todas las provincias, lugares y ciudades de Italia o de las regiones occidentales, entregándolas y dejándolas a su poder y dominio o el de sus sucesores pontífices por una firme decisión imperial, y hemos establecido por esta escritura sagrada nuestra y un decreto ejecutivo que estas han de ser gobernadas por él y por sus sucesores, y que han de permanecer bajo el derecho de la santa iglesia romana (DC XVII).
La aceptación acrítica de estos privilegios como hecho histórico no sujeto a discusión tuvo una trascendencia enorme, pues sirvió para justificar las. aspiraciones de los papas medievales a presentarse como los auténticos sucesores de los emperadores romanos. Si en la denominada Summa Parisiensis, obra jurídica redactada en París hacia 1160-1170, ya se afirmaba tajantemente que «el verdadero emperador es el papa», un siglo después, en 1298, Bonifacio VIII, el papa que invento el «trireg- no», símbolo de la realeza papal en términos espirituales y temporales[19], al recibir a los legados de Albrecht I de Augsburgo, candidato a la corona imperial, sentado en su trono, con la tiara en la cabeza, la espada en una mano y las llaves de Pedro en la otra, rechazo la propuesta con estas palabras: Ego sum Qaesar, ego sum Imperator[20].
Aunque ya en 1440 el gran humanista y canónigo de la iglesia catedral de Roma Lorenzo Valla demostró con argumentos irrefutables que la Donación de Constantino era una burda falsificación[21], los papas y la curia romana no solo lo ignoraron, sino que se ratificaron en la defensa de una concepción de la institución basada en estos textos. Es más, la obra de Valla fue incluida en el Índice de libros prohibidos elaborado después del concilio de Trento y allí permaneció hasta la supresión de este. Por el contrario, fueron Lutero y otros pensadores protestantes quienes aprovecharon el escrito de Valla para afianzar su ruptura con el papado e identificar la institución con el anunciado Anticristo. Los nuevos estudios sobre el tema a finales del siglo XVI, protagonizados en el campo protestante por los Centuriadores de Magdeburgo y en el católico por los Anuales Ecclesiastici del cardenal Cesare Baronio, no lograron que el papado y la curia romana renunciasen al poder temporal basado en la supuesta Donación. Solo la entrada por la fuerza en Roma, el 20 de septiembre de 1870, de las tropas de la recién creada monarquía de Italia supuso el final de los Estados Pontificios. Mientras las tropas piamontesas ponían cerco a Roma, el concilio Vaticano I aprobó deprisa y corriendo el dogma de la infalibilidad del papa en medio de grandes discusiones y enfrentamientos entre obispos hasta el punto de que se murmuraba en la sala conciliar: «La infalibilidad del papa fue literalmente proclamada entre truenos y relámpagos como había sucedido para las Tablas de la Ley en el Sinaí». Según la opinión de muchos estudiosos Pío IX lo propuso con la ingenua ilusión de que los católicos italianos renunciasen a tomar la capital. Sin resultado alguno. Al igual que los papas de los siglos IV y V no habían comprendido ni aceptado las consecuencias que acarreo la fundación por Constantino de una nueva capital en Oriente, tampoco Pío IX ni sus sucesores aceptaron la nueva realidad histórica y se negaron a reconocer a la nueva monarquía italiana unificada con Roma como capital. Hubo que esperar hasta 1929 para que este reconocimiento se produjese con los denominados Pactos de Letrán firmados por Pío XI y Mussolini. Pero ello no significo romper con muchos de los símbolos y las ideas imperiales subyacentes desde hacía siglos en la institución del papado. Cuando Juan XXIII convoco el concilio ecuménico Vaticano II declaro que uno de sus objetivos era liberar la Silla de Pedro de la polvere constantiniana que aún se posaba sobre ella: lo voglio spazzar via la polvere imperiale che c’è, da Constantino, sul trono di Pietro («Yo quiero limpiar el polvo imperial que permanece, desde Constantino, sobre el trono de Pedro»). Poco después, Pablo VI, el último papa que fue coronado, renuncio en 1964 a utilizar la tiara de las tres coronas, símbolo del poder temporal de los papas. En el momento de dar a conocer su elección, el 13 de marzo de 2013, el actual papa Francisco se presentó a los fieles que le aclamaban no como papa, sino como obispo de Roma y, en cuanto tal, ha renunciado a revestirse con la púrpura, último símbolo de los emperadores romanos. Lorenzo Valla había terminado su demostración de la falsedad de la Donación de Constantino expresando este deseo que solo se ha cumplido seis siglos más tarde:
¡Ojala alguna vez pueda yo ver […] que el papa solo sea el vicario de Cristo y no también del César! Y entonces el papa será llamado y será de verdad el padre santo, el padre de todos, el padre de la Iglesia, y no provocara guerras entre cristianos, sino que pacificara las provocadas por otros con su juicio apostólico y su majestad papal.
Este rapidísimo repaso a algunos de los hitos más importantes de la historia del papado pretende resaltar la importancia de los temas aquí abordados para conocer mejor las raíces y fundamentos históricos de una institución con dos mil años de historia y que divide todavía a la iglesia católica, la más importante en cuanto al número de fieles, de las restantes iglesias cristianas* Por ello, entre los temas abordados, se incluyen también algunos tan actuales como las dificultades que aún presenta el primado del obispo de Roma para el diálogo entre las iglesias en la búsqueda del ecumenismo perdido en la Antigüedad a cargo de Enrico Morini y Pablo Argarate, el único teólogo que participo en el Encuentro. Ambos abordan, desde puntos de vista diferentes, el origen, significado e importancia del denominado «Canon 34 de los Apóstoles», un texto del siglo IV que ha sido tomado como punto de partida para el diálogo actual entre la iglesia católica y las iglesias ortodoxas autocéfalas[22].
Todos los textos que aquí encontrara el lector ofrecen una interpretación multidisciplinar, obra de historiadores, juristas, filólogos y teólogos, teniendo en cuenta los más recientes avances de la investigación. Naturalmente, no podemos agotar todos los aspectos e implicaciones que un tema como este plantea, pero si ofrecer nuevas perspectivas sobre cuáles fueron los principales problemas históricos que experimento la institución del papado para lograr instaurarse e imponerse en la historia de Occidente como la principal heredera del Imperio romano.
El cardenal Gian Battista De Luea, considerado quizá el mayor canonista de la Edad Moderna, en el capítulo titulado De papa, circa eius potestate ac personas quas gerit («Sobre el papa, sus poderes y las personas que engloba»), hacía una enumeración de las cuatro «personas» que en él confluyen, según una concepción que nos parece no muy alejada del dogma de las tres personas de la Trinidad. Afirmaba allí el cardenal canonista que en la misma y única persona física y material del papa coinciden cuatro dimensiones radicalmente diferentes, a saber: la de papa y obispo de la Iglesia universal; la de patriarca de Occidente; la de obispo de Roma; y la de príncipe secular de los Estados Pontificios[23]. Algunas cosas han cambiado desde el siglo XVII. Ya hemos recordado que la condición de príncipe secular la abandono formalmente Pablo VI cuando deposito sobre el altar la tiara, símbolo medieval de los tres poderes, aunque siga ostentando la jefatura de los Estados Pontificios surgidos de los Pactos de Letrán. El cardenal De Luca afirmaba que pasaría por alto la segunda persona, pues desde que fueron ocupados por los infieles los patriarcados de Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén y se consumó el cisma posterior con Constantinopla, ha perdido su razón de ser. Pero se da la circunstancia de que la denominada «pentarquía», es decir, el conjunto de estas cuatro sedes episcopales, que junto con Roma eran las mas importantes de la Antigüedad, a saber, la organización y el gobierno de toda la Iglesia regida por los cinco patriarcas históricos bajo la presidencia honorifica del obispo de Roma, ha recuperado una gran actualidad en el marco de las aspiraciones ecuménicas. Y, aunque el recién elegido papa Francisco parecía que, desde el momento de su elección, renunciaba a la primera de las personas al presentarse ante la multitud concentrada en la plaza de San Pedro como obispo de Roma, en su figura actual como papa siguen existiendo dos «personas», la de obispo de Roma y la de obispo también de la Iglesia universal. Por ello, las diferencias que aún perviven entre la iglesia de Roma y las iglesias de Oriente denominadas ortodoxas radican en la comprensión del ejercicio del primado que todas reconocen a la primera, pero que de ningún modo significa para las iglesias orientales una aceptación de jurisdicción universal y sus prerrogativas. Son estas las preguntas que se plantearon los delegados de unas y otras iglesias en la conclusión final del Encuentro Ecuménico de Rávena de 2007:
Debemos estudiar más profundamente la cuestión del papel del obispo de Roma en la comunión de todas las iglesias. ¿Cuál es la función específica del obispo de la «primera Sede» en una eclesiología de koinonia y de acuerdo con lo que hemos dicho sobre la conciliaridad y la autoridad en el presente texto? ¿Cómo debería ser comprendida y vivida a la luz de la práctica eclesial del primer milenio la enseñanza de los concilios Vaticano I y Vaticano II sobre el primado universal? Son preguntas cruciales para nuestro diálogo y para nuestras esperanzas de restablecer la plena comunión entre nosotros (Rávena, 45).
Santander, 29 de junio de 2019, festividad de Pedro y Pablo
Bibliografía
Biosca, A. y Sevillano, F. (eds.) (2011), Lorenzo Valla. Refutación de la Donación de Constantino, Madrid.
Grech, P. (2008), Enciclopedia dei Papi, I, Roma.
Lettieri, G. (2010), «Centri in conflitto e parole di potenza. Normalizzazione e subordinazione dell’agostinismo al primato romano nel V secolo»: ASE 27/1, pp. 101-170.
Paravicini Bagliani, A. (1998), Le chiavi e la tiara. Immagini e simboli del papato medievale, Roma.
Peri, V. (1999), «Sinodi, patriarcati e primato romano dal primo al terzo milenio», en A. Acerbi (ed.), Il ministero del papa in prospettiva ecumenica, Milan.
Prinzivalli, E. (2010), Seguendo a Gesu. Testi cristiani delle origini. I, Roma.
Simonetti, M. (2008), Enciclopedia dei Papi I, Roma.
Vian, G. M. (2004), La donazione di Costantino, Bolonia.
Wenz, G (1999), «Il ministero per l’unita della Chiesa universale», en A. Acerbi (ed.), Il ministero del papa in prospettiva ecumenica, Milano.
Publicado: 31 de agosto de 2021
[1] «Papa» significa «padre»; se trata de un término griego (papas o papa) que en principio se aplicaba, tanto en Oriente como en Occidente, a los obispos, abades e incluso a los presbíteros. Pero con el tiempo en Occidente su uso quedo reservado a los obispos de Roma, mientras que el término continúa siendo muy difundido en el Oriente cristiano. [2] Peri 1999: 60-61. [3] Wenz 1999: 22-23. [4] Vid. Prinzivalli 2010: 327. En el Pastor de Hermas, Visión 2, 4, 3, obra escrita a mediados del siglo II, son todavía los presbíteros quienes aparecen como responsables del gobierno de la comunidad romana. [5] En su tratado Contra los herejes III, 3, 3. [6] Simonetti 2008 I 11. [7] Grech 2008:I 193. [8] Es este el tema estudiado en este volumen por Tommaso Gnoli, «Roma: hacia el episcopado monárquico (hasta el siglo III)». [9] Cipriano, Ep. 75, III y XVII. La epístola es de Firmiliano, pero se ha conservado formando parte del corpus epistolar de san Cipriano. Es de suponer que el original de la carta estuviese en griego, pero solo conocemos esta versión latina, obra seguramente de algún colaborador de Cipriano, que pudo ser el diácono Rogaciano, quien hizo de correo entre ambos. Firmiliano disfrutaba de gran prestigio y fama de santidad, por lo que sus expresiones resultaron chocantes para los editores modernos y, de hecho, I. Latini la omitió en su edición romana de las cartas en 1563, sin duda porque contravenía la doctrina oficial del papado. [10] Phiiippe Blaudeau («Roma y las sedes petrinas [siglos IV-VIl]: elaboración y recepción de un modelo geo-eclesiologico») ofrece una perspectiva general del proceso histórico de consolidación del primado recurriendo al concepto de «geo-eclesiologia» que el mismo ha introducido en los estudios sobre el tema. Por su parte, R. Teja («Las reivindicaciones de la primacía romana y la ruptura eclesial ente Oriente y Occidente [siglos IV-V]») aborda las circunstancias que desembocaron en el desconocimiento y desprecio entre los obispos de ambas partes del Imperio, y que culminaron en las condenas mutuas entre los obispos de Roma y Constantinopla y la ruptura entre Roma y las denominadas iglesias «ortodoxas» a finales del siglo V. [11] El caso del Ilirico, región fronteriza entre Oriente y Occidente y objeto permanente de disputas políticas y eclesiásticas entre ambas partes del Imperio, es analizado en nuestro volumen por Davide Dainese, «León Magno y las elecciones episcopales: primado y disciplina en el Ilirico oriental». Dainese pone de manifiesto la importancia de los sucesos del Ilirico no solo para comprender la dinámica de las elecciones episcopales, sino también la eclesiología petrina de León Magno, es decir, el concepto de primacía del obispo romano. El autor procede a un análisis de la ep. XIV de Leon como epístola decretalis y, por lo tanto, como principal órgano de expresión de los papas. Por su parte, Beatrice Girotti se centra en su estudio en los problemas del primado y soberanía entre los metropolitanos de la Galia tardoantigua en «Sidonio Apolinar y Ruricio de Limoges. Cartas de obispos y poetas, entre primado manifiesto y primado encubierto» que incluimos como Apéndice del volumen. [12] Inocencio, Epistola Decretal a Decencio de Gubio, 25. [13] Mientras que Silvia Acerbi («La manipulación de actas y cánones conciliares al servicio de las aspiraciones a la primacia romana: el papel de la cancillería pontificia») estudia la enorme trascendencia del protagonismo de la cancillería papal en las falsificaciones producidas en diversos momentos de la Antigüedad, Ulrico Agnati («Petri forma proponitur: la afirmación de la primada del papado en León Magno entre la Biblia y el derecho romano») ofrece un detallado análisis jurídico de la forma como León Magno recurrió a los instrumentos que le ofrecía el derecho romano para, partiendo de los textos evangélicos, fundamentar con argumentos jurídicos sus aspiraciones al primado. [14] Tema analizado en profundidad con planteamientos principalmente jurídicos por Stefania Pietrini, «Los intentos de afirmación del primado romano y el papel del emperador de Constantinopla». [15] Gelasio, Epistola 26 a Acacio de Constantinopla. [16] Agustín, Tratado sobre el Evangelio de Juan 118, 4; vid. también ibid. 50, 12: Si hoc Petro tantum dictum est, non facit hoc ecclesia («Si esto fue dicho solamente a Pedro, esto no hace Iglesia»); sobre el pensamiento de Agustín respecto al primado de Pedro y de Roma, vid. Lettieri 2010: 101-170, especialmente pp. 108-109: «El valor espiritual simbólico de Pedro […] excluye que el mandato de Mt 16,19 pueda ser interpretado como carisma institucional personal, exclusivo del primero de los apóstoles y de sus sucesores […] Por lo tanto, Roma es la sede apostólica por excelencia, no porque pueda vanagloriarse de un primado institucional exclusivo, sino en cuanto representa a Pedro, ‘persona’ que simboliza la universalidad de la Iglesia». [17] Vian 2004: 7. [18] Lo analiza en profundidad y con nuevas hipótesis interpretativas la que quizá es hoy la mayor especialista en el estudio de estos textos, Tessa Canella, «El primado romano en los Actus Silvestri: entre exigencias devocionales e implicaciones políticas», autora también de una importante monografía sobre el tema. [19] Para evitar confusiones: el triregno es la tiara con las tres coronas; la tiara era en origen un cubrecabezas cónico que en el Medievo estaba reservado al papa y se constituyó en la «corona» papal. [20] Vid. Paravicini Bagliani 1998: 100. [21] El texto de Valla puede leerse ahora en español en Biosca y Sevillano 2011. [22] Enrico Morini, «Primacía y sinodalidad según el ‘canon 34 de los Apóstoles’ en el diálogo entre Roma y las iglesias de Oriente»; Pablo Argarate, «Primado y sinodalidad en el primer milenio en los documentos de Rávena (2007) y Chieti (2016) de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la iglesia católica y la iglesia ortodoxa». [23] G. B. De Luca, Theatrum veritatis et iustitiae, Disc. II, n. 1, Lugduni, 1697, t. XV, 266. Tomamos este texto del artículo de P. Argarate en este volumen.